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Cultura  |  21 junio de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda

Cuento: Por qué tía Pía quiere otro atraco

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Escrito por Luis Carlos Vélez Barrios. Abril 16 de 2018.

Dos semanas después del primer atraco, tía Pía fue vista por vecinos del barrio Cristales de Armenia. Miraba a todos lados; caminaba lento, como a la espera de alguien. Nadie entendía por qué arriesgaba su vida por caminos solitarios.

Sesenta años atrás, su progenitora, una campesina que para evadir el asedio de los bandoleros con intención de violación y el reclutamiento, huyó y durmió en los cafetales, soportó el trueque de trabajo duro por pan escaso, y pasados los años, un día descubrió que los patrones y mayordomos acechaban las nacientes turgencias en la blusa de Piedad, decidió pedir a sus hermanos en la capital que se hicieran cargo de su hija mayor.

La solicitud fue aceptada y meses después sus tíos, sin consultar a su madre, la internaron en el colegio de monjas, en donde la abadesa abrevió su nombre a Pía, el cual conservó y a los diez y ocho años abandonó el internando para viajar a la gran ciudad a emplearse como oficinista. Lograda su jubilación partió en busca de su familia, y la llevó a vivir a la casa recién comprada.

Su permanencia en el internado marcó el comportamiento social y la religiosidad esperada de la mujer soltera que, después de cuarenta años de servicio a la sociedad, ya podía terminar a gusto sus días en tareas propias de su temperamento ceñido a las enseñanzas y prácticas cristianas.

Necesitó dos semanas de asistencia al templo para granjearse las simpatías del párroco y del sacristán y de las mujeres mayores, que conformaban grupos de oración por los enfermos. Aparte de desvestir santos para las procesiones de Semana Santa y Navidad, dar de comulgar, leer en el atril capítulos de la biblia, asistir los últimos momentos de los moribundos, recolectaba banca por banca las limosnas en la iglesia, agitaba el incensario, la campanilla, y entre semana repartía las contribuciones de los feligreses generosos, consistentes en ropas, alimentos y algún dinero en los asilos de ancianos.

Aunque los pequeños sucesos de su vida fueron desinteresados, nunca esperó una palabra de reconocimiento del sacerdote, menos un aplauso del sacristán, tampoco una mención o un abrazo de quienes se beneficiaban de su espíritu de solidaridad cristina. Le resultaba suficiente que los feligreses la llamaran aquí allí, y allá: Tía Pía cómo está, ¿a qué hora es el entierro? ¡Tan bonito el arreglo al Santísimo! ¿Es cierto que el domingo viene el obispo? ¡Tan linda que va hoy, tía Pía...!

Se la veía en las mañanas tardes y noches camino de la iglesia, en actitud de recogimiento y modestia, vistiendo con recato sus faldas largas plisadas estampadas o negras, zapatos de suela plana, blusas de manga larga, brillantes sus ojos azules enmarcados por una cabellera, que si una vez fue rubia, ahora, al correr de los años mostraba abundantes hilos de plata.

Un viernes, Tía Pía terminó la consulta médica en el centro de la ciudad y abordó el bus que la dejaría cerca de su casa. La distancia justificaba pagar un pasaje más, pero deseosa de llegar pronto y ahorrar las monedas para entregarlas a una persona necesitada, tomó por un atajo, y sucedió el atraco.

Cuando tía Pía abrió la puerta de su casa, su hermana Modesta notó que tenía los brazos hinchados y morados, el cuerpo tembloroso y el rostro pálido.

-¡¡¡Dios mío, ¿qué pasó, Piedad?!!!-, preguntó Modesta.

-¡Un hombre me atracó! Allí arriba, en una escala del barrio Cristales…-.

-¡No puede ser! ¿¡Dónde, dónde!?-. Modesta se asomó a la puerta en busca de no sabía qué o a quién. La tomó del brazo, la recostó en el sofá; cerró la puerta, fue por un vaso con agua, abrió la ventana, y tomó el celular.

Minutos después los familiares empezaron a devolver las llamadas de Modesta, y tía Pía pasó el resto de la tarde contestando preguntas, recibiendo frases de apoyo y una que otra reconvención por atreverse a caminar sola por un sitio tan solitario y peligroso.

Por la noche empezaron las visitas. Llegaron en seguidilla familiares y amigos que Modesta atendió con pocillos de tinto. Los curiosos se resignaron a merodear y cuchichear frente al antejardín. Algunos vecinos tuvieron la certeza de que al fin tía Pía vivió algo importante en la vida. Corrieron los comentarios exagerados unos, quejosos otros: “está viva de milagro, tía Piiita”, “cómo se atrevió el desgraciado a estrujar a una persona como tía Pía que no le hace mal a nadie”, “qué inseguridad, miren, el atracador dizque salió caminando muy campante”.

El párroco no apareció, sólo el sacristán para decir: tía Pía, el padre le manda a preguntar que cuándo va a volver al templo. Tía Pía, ante el asombro de la familia reunida, tuvo un extraño asomo rebeldía y contestó: sabrá Dios, y colgó. Guardó silencio y fue a refugiarse en su alcoba.

Entrada la noche, cuando al parecer tuvo conciencia de la importancia del suceso, regresó a la sala y se mostró feliz. Durante una semana puso a prueba su memoria. Satisfizo el interés de familiares, amigos, vecinos noveleros, y por enésima vez, sin poner ni quitar palabras repitió y representó con gestos animados su relato: “Un hombre gordo, moreno, de bozo, me abrazó así, de frente y me dijo que sin gritar, le entregara el bolso que llevaba. El muy tonto no se daba cuenta de que al apretarme contra el pecho me asfixiaba y no me dejaba entregarle el bolso. ¡Imagínense! El pobre estaba más asustado que yo.

Empezó a pasar gente pero no hacían nada tal vez porque pensaban que éramos marido y mujer… ¡Qué tal! El tipo me obligó a bajar por la escalera estrecha hacia los bajos de una casa vecina al bloque de apartamentos, y cuando supo que no le entregaría el bolso me empujo contra la puerta. ¡Qué susto! Miren cómo me dejó los brazos.

Me duele todo el cuerpo. Eso sí, no me dejé robar, y cuando desde abajo le dije Dios lo bendiga, desde arriba, el muy descarado me mentó la madre. No me explico cómo no salió nadie por la puerta a ver qué pasaba, ni me acuerdo cómo subí las escalas. Sólo recuerdo que una señora se acercó a preguntarme qué pasaba, y luego, ahí sí salieron a preguntar lo mismo las personas que antes miraban por las ventanas, y que para no hacer nada ni comprometerse corrían las cortinas como si nada pasara.

Sí son las cosas. La señora me acompañó hasta la puerta de la casa, pero cuando llegamos, imagínense, me pidió que le regalara para pagar el bus, y yo de agradecida con Dios por enviarla en mi ayuda le entregué las monedas que no me pudieron robar. En esos momentos no sentí miedo, pero cuando abrí el portón sí lo sentí…y mucho…para qué lo niego.

Terminado el relato volvían los comentarios, los abrazos, los consejos, los pocillos de tinto, y las voces persuasivas, cada vez más seguras de que tía Pía debía su vida a “un milagro palpable”.

Quince días pasaron, empezaron a escasear las visitas, las llamadas por el celular, las preguntas y respuestas, los pocillos de tinto, las aclaraciones a nuevas dudas, las exhortaciones, y a sobrar las sillas desocupadas en la casa; poco a poco fueron devueltas las cuatro o cinco butacas prestadas por los vecinos. Regresaron la calma y la paz a la casa.

Un mes después, la historia del atraco a tía Pía fue olvidada lo mismo que un “periódico de ayer”. Sus ojos adquirieron otro brillo. Los familiares no volvieron y su hermana Modesta retornó a la tarea de resolver nuevos y viejos asuntos, al quehacer diario de la casa.

Tía Pía creyó recuperar su importancia cuando optó por la nueva obsesión de su vida: caminar solitaria con otro bolso vistoso al hombro, por sitios solitarios, peligrosos.

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