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Cultura  |  25 junio de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

DÍAS PARALELOS RELATOS DE ESCRITORAS

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Por: Carlos Alberto Agudelo Arcila

Antonieta Rivas Mercado

Nació en la Ciudad de México el 28 de abril de 1900, debido a varios internamientos médicos por depresiones nerviosas, desencantos amorosos, la pérdida de la custodia de su único hijo y el alejamiento de su familia, Antonieta tomó la decisión de terminar con su vida en París, el 11 de febrero de 1931, dentro de la Catedral de Notre Dame con la pistola que Vasconcelos siempre llevaba consigo. Perteneció al círculo de artistas e intelectuales que renovaron la cultura mexicana al concluir la revolución, fundó La Sinfónica Nacional y el teatro Ulises. Su vida y su trágica muerte inspiraron la cinta México-hispano-francesa Antonieta. Fue actriz, mecenas, escritora, promotora cultural, defensora de los derechos de la mujer y activista política, se convirtió en un ícono en la cultura universal del siglo XX. Hija de Matilde Castellanos Haaf y del arquitecto Antonio Rivas Mercado, autor de “El Ángel de la Independencia” y de otros monumentos y edificios históricos del porfiriato. Fue miembro del grupo de los Contemporáneos, aprendió inglés, francés, alemán, italiano y griego. Antonieta tuvo un papel destacado en la candidatura presidencial de José Vasconcelos Calderón, de quien fue compañera sentimental en los años de 1928 y 1929. Al ser derrotado Vasconcelos (por un escandaloso fraude electoral en su contra), Rivas Mercado se exilió en la ciudad de Nueva York y en París, en donde trabajó como escritora y periodista. Amiga íntima de Diego Rivera y Frida Kahlo. Forma parte de la leyenda el enfermizo amor que sufrió hacia el pintor homosexual Manuel Rodríguez Lozano, que marcó en gran medida su vida intelectual y su vida sentimental. Federico García Lorca, que fue su amigo en Nueva York, le preguntaría a Salvador Novo en 1933 en Buenos Aires «si era cierto que Vasconcelos tuvo la culpa de su suicidio —¡Dímelo, dímelo; si es ni yo le digo horrores a ese viejo!». Su obra literaria fue muchas veces ignorada o perdida, entre las cuales se encuentran novela, cuento, ensayo y obras de teatro con crítica política.

SOY LOBREGUEZ, gesticular de matices sin fin, crujir del ciclo perdido. Soy esto, aquello, nada, todo. Soy insaciable. Me alimento de mis angustias, antropófaga del presente donde observo el yo paralelo, el cual sufre y se desinhibe de lágrimas y significancias metafísicas, mientras algo sucede en mi sangre, acaso discrepancias entre células atemorizadas. Trato de desmenuzar las resistencias y dejar que suban a la superficie las verdades dolorosas, lamentables, vergonzosas, sublimes, de que está hecha nuestra humanidad. Se acerca mi tiempo final, lo percibo a través de ángulos inconclusos de mi vida. Presto atención a quienes sufren, millones de subsistencias se enquistan de sí mismos, naufragan, levantan sus miradas al cielo en busca de algo supremo, siento compasión por su naturaleza ingenua, apurada de ilusiones, se maceran en sombras de títeres o se van como granitos por una profundidad sin fondo. Gestiono el blanco en el lupanar, busco desinhibirme del rojo vivo de calles clandestinas, presiento el bermellón de la hora próxima, lo advierto en el espejo del mañana, mis percepciones destilan dudas. En la actualidad evoco cuando en un interludio de mi desesperanza vislumbré el amor, no tardé en entregarle mi desnudez, y él me descubrió a mí misma y al responder mi carne a su caricia ardiente prendió en mí el deseo de aquel cuerpo en cuya fusión estaba todo el sentir insazonado. Vivía. En su presencia irradiaba vida, me calentaba, me prestaba luz. Entraba y yo me iluminaba por dentro, solitita de él. Mi existir se convirtió en luminiscencia, luminiscencia carnal, carnalidad en busca de más luminiscencia, excitación sin borde, barahúnda del vivir. Fuimos uno, perfecto resultado de la lujuria, de amor libertino en el amor, intervalos dadivosos, de apariencia imperecedera. En esto consiste la felicidad, me dije, con avidez absorbimos torrentes de nuestra esencia. Nos embriagamos de sublime materia, de relámpagos sin trueno, de conquista desprevenida, del tramontar del trino. Mis llagas palparon el firmamento, las heridas cicatrizaron, después el hastío se convirtió en música fúnebre, penetró en la médula de mi pasión, comprendí la clausura del erotismo, las laceraciones de nuevo se manifestaron, huí del lapso amatorio. Con franqueza pensé en la mutabilidad de mí ser, en la oscilación de mis sentimientos, en mis resquebrajamientos, en el yo sensible, ponderado, trascendente, el yo pensante… reconocí el yo, se interpuso desde el primer instante. Concedió a la piedad que mi cuerpo segara aquel dolor, pero cuando lo vio cogido en la trampa de los sentidos, se encabritó herido en lo hondo, en su orgullo de independencia, en su dignidad de ser humano en formación, de ser pensante, independiente del sexo. Mis pasos desgarran la vida, desmitifico el mar, retorno con el oleaje a rastras, sumerjo el arenal en la tormenta, me reinvento en haragana del verbo eres, con desfachatez me proclamo desahuciada de la existencia, simplona de mis ambiciones. Descubro un sinnúmero de formas para decir no, utilizo la más extravagante, el no a la vida, que me incluye con un revólver en mis manos, gélido y vertiginoso, no, sicodélico, de un sonido aterrador, mágico, absolutista, gerundio del respirar, motriz de un nuevo amanecer en esferas imposibles de describir. Reposo a la vera del agua turbia, me escucho en la soledad, retumban onomatopeyas de ecos devastadores. El vendaval talla la aurora de pánico. Quedo atrapada en redes de desenlaces confusos, trato de romper hilos, en cada jornada habita una araña gigantesca, teje mis sensaciones, acabo siendo una mosca desahuciada. Olfateo el dolor del orbe, angustias mías y ajenas cercenan mis sentidos, trato de escabullirme por un agujero de la trama, de nuevo quedo aprisionada por excesivos fastidios. Creo no ser digna del mundo, deterioro cuanto palpo, tengo temor, mis nervios sulfuran cualquier posibilidad de júbilo. Nada funciona. Una fuerza turbadora me hala hasta un sitio impreciso, surge de la nada, vislumbre a la inversa del entorno. Imposible darle nombre. No puedo conceptuar su condición. Durante varios años ha sucedido, su paso deja un rastro dudoso, triste, sin fin. Desde este cuarto de pensión salto a la calle. Mi andar es confuso. Sospecho ceniza y miel en los atajos. Mis reflexiones bracean en el estanque de la atmósfera, el abatimiento persiste en mí. Escudriño en el entorno frutos secos, pétalos marchitos, el bosque muerto. Cierta mujer, en una misma posición, envejece sobre un aerolito. El verde se desangra, termina en ramas pálidas encima de sombras del medio ambiente, un nuevo panorama me circunda. Se acrecienta una mudez inescudriñable en mi designio. Es un algo absurdo. Nada de algo. Duele. Penetra. Estruja. Sombra de la sombra sin génesis de luz. Luz de descomposición en acequias celestiales. Los caballos sueltan el aire. El brío se estremece de amanecer indómito. Un estrépito incorpora la noche. De pronto surge un afán de llorar junto un espacio diminuto, que dejó la partida del abejorro. Las espinas punzantes de mi alma hacen parte visceral del viento. El viento da vueltas sobre sí mismo, recicla la noche por llegar. Este girar de vida a la inversa es una tortura. La esfera me reclama. Camino parajes solitarios, busco encontrarme con lo más recóndito de mí, donde cada dígito se desconcierta de universos sin codificar. Aquí existen voces increíbles, dueñas del tiempo. El tiempo se desinhibe y queda dueño del espacio inconmensurable. Un nuevo espacio penetra una partícula de polvo. La partícula se retroalimenta de polvo eres, el ripio sobrante duele. Le duele al marsupial su anatomía. Le duele a la caravana su paso bajo la canícula. Le duele al infinito mi llegada a su estancia. Dios se vuelve herida mortal en el declive de las jorobas. Ya mis cálculos están trazados a la perfección, con mi suicidio voy a dignificar la meta programada. Mi suicidio es mi principio vital, mi mayor escritura, mi verdad absoluta, decisión redentora, mi trazo cínico, mi carcajada punzante contra el día de mi nacimiento. Arrójenme la primera piedra, permaneceré en la palestra, lo grave está cuando la mano del tirador se pudra, antes de lanzar su hipocresía. Terminaré mirando a Jesús; frente a su imagen, crucificado... Ya tengo apartado el sitio, en una banca que mira al altar del crucificado, en Notre Dame. Me sentaré para tener la fuerza para disparar. Pero antes será preciso que disimule. Voy a bañarme porque ya empieza a clarear. Después del desayuno, iremos todos a la fotografía para recoger los retratos del pasaporte. Luego, con el pretexto de irme al Consulado, que él no visita, lo dejaré esperándome en un café de la Avenida. Se quedará Deambrosis acompañándolo. No quiero que esté solo cuando le llegue la noticia.

Del libro inédito DÍAS PARALELOS,

de Carlos Alberto Agudelo Arcila.

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