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Cultura  |  20 julio de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo: De la fe y la fortuna

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Por Libaniel Marulanda

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A través de la cortina húmeda de sus lágrimas, doña Anita vislumbró la apresurada respuesta que mediante un asomo de sonrisa le dedicó la santísima Virgen del Otún. Toda su fe se volcó en oraciones, súplicas y más lágrimas.

Y no era para menos.

Por eso decidió entronizar en su sala la imagen milagrosa.

Con paisa tenacidad se entregó de lleno a arreglar el sitio encima de un viejo escritorio. Cubrió el aporreado mueble con un mantel, testigo de la bonanza de los Molina, cuando producían ciento diez docenas de calzado a la semana.

Cuatro inmaculadas carpetas bordadas a mano sirvieron para enaltecer las veladoras. En la Singer de siempre, salvada por azar del embargo que practicó el Juzgado 43Bis del Circuito a la industria de sus hijos mayores, le dio simetría a un retazo de terciopelo azul rey, el color preferido de la madre de Dios. Y con todo su amor, siempre pendiente de los hechos que vivía la zapatería Molina, o lo que quedaba de ella, ubicó reverente la pequeña cerámica.

Ya al final del día, terminada su piadosa labor, miró de nuevo a la Virgen y le pareció que ésta le sonreía, bajo el tremolar del fuego sacro, como agradeciendo con su gesto la entrega de doña Anita.

La viuda de Molina era nativa de Sonsón, criada en Calarcá en los albores de la colonización antioqueña y emigrante forzosa por la violencia de los años cincuenta a Bogotá, en los tiempos en que el barrio Restrepo crecía como productor de calzado.

Y en ese momento de sosiego interior hubo de recordar cómo sus dos hijos mayores marcharon a Estados Unidos. Durante cinco años, en doble jornada trabajaron con ansias latinas, consiguiendo ahorrar el dinero para adquirir maquinaria.

Regresaron, compraron un apartamento en el recién fundado barrio Kennedy y adecuaron la fábrica-almacén del Restrepo. Contrataron obreros del caudal del quindianos llegados a colonizar a Bogotá con la industria del Restrepo y el contrabando del naciente Sanandresito.

Doña Anita rememoró cómo sus hijos mayores aprendieron el oficio, y a responder como hombres de bien por sus obligaciones. De qué manera su círculo social se aumentó y gozaron de casi todas las comodidades que la Bogotá de antaño dispensaba a familias emprendedoras como la suya. Entonces tuvieron carro, techo y cuenta bancaria.

Pero a principios de los años sesenta, paralelo al progreso del capital también se comenzaba a deteriorar el valor de la palabra en los negocios, y como los Molina nunca negaron una firma ni incumplieron ningún trato, con fe y optimismo recibieron todos esos cheques a treinta, setenta y noventa días, en aquella semana santa cuando vendieron toda su producción de calzado.

Lo que siguió fue rápido: descubrieron que su cliente había empacado trastos y mercancías en la madrugada y desaparecido del Restrepo.

Y llegó la época de quedarle mal a sus proveedores, esconderse de las acreencias y explicarle a todo el mundo cómo un solo cliente los llevó a la quiebra y en eso llegó el juzgado, levantó la maquinaria, la escasa producción, y no dejó ni una vitrina.

De ahí en adelante todo marchó a ritmo de galopante pobreza.

Hipotecado el apartamento de Kennedy, con lo poco que recogieron se instalaron en aquel estrecho local donde doña Anita terminaba de rezar en ese día de recuerdos y gestos premonitorios de la Milagrosa del Otún.

-2-

Comprada la lotería y antes de partir para la función vespertina del cine del barrio, como era costumbre suya en los lunes, día de descanso obligatorio de los zapateros, Jotamolina, el hijo mayor, dirigió una mirada a la efigie de la Virgen que, iluminada por cuatro flameantes veladoras, le susurró un hastaluego de cerámica.

Y fue en ese instante que Jotamolina pensó en la promoción de Chocolate Fortuna, que durante aquel mes de julio, con bullicioso despliegue radial, visitaba los hogares colombianos. Sorpresivos llegaban los transmóviles, locutores, agentes publicitarios y, tras comprobar el consumo del producto, premiaban a las familias con casas o carros o dinero.

Jotamolina recordó también el santo y seña válido para la promoción de aquel día:

“Alegría como ninguna

Esta noche con fortuna”

La vespertina estuvo condimentada con emoción. Ya al final, sobre el volumen de la banda sonora, creyó escuchar la sirena de un carro que pasó cerca.

Tuvo su primer presentimiento.

Evocó su época de niño, cuando la vuelta a Colombia en bicicleta pasaba por Calarcá, rumbo a Armenia, con su inmensurable caravana de sonidos, colores, fatigas y sueños.

Justo en el momento en que se proyectaba el dramático final de “Dios se lo pague”, recordó a la Virgen del Otún y entonces se precipitó a salir.

Con impetuosas zancadas recorrió las seis cuadras que lo separaban de su almacén y en su interior cobró vida un segundo presentimiento que emergió de sí como un grito cuando pudo distinguir, a menos de una cuadra de distancia, a sus vecinos aglomerados, el destello de las luces amarillas y rojas, el tráfico detenido y la frenética actividad frente a su puerta, desplegada por el personal equipado que comenzaba a brotar del carro de bomberos.

 

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