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Cultura  |  30 agosto de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Notas de la peste - VII

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Un canto de añoranza

Por Enrique Barros Vélez

Tarde en la noche escuché varias veces unos cantos lejanos provenientes de una animada y concurrida reunión de amigos, en algún lugar cercano. Sus voces armonizadas se oían como un oasis en medio del temor y la desconfianza que la contingencia nos ha inculcado. Eran clandestinos cantos a la vida, un desesperado acto de reconquista del afecto y la cercanía. Aunque intenté averiguar su procedencia no logré precisar el lugar de la inusual reunión, pues sus cantos eran esporádicos y carecían de acompañamiento musical. Solo por momentos escuchaba el rumor de sus voces acopladas, entonando viejas canciones conocidas por los asistentes. Se escuchaban brevemente y entre canto y canto se mantenía un prolongado silencio en la noche. Al parecer tenían consciencia del derecho de sus vecinos a descansar, pero era más apremiante su necesidad de reconocerse y ser reconocidos, ya que forzosamente se habían estado olvidando, o excluyendo, desde hacía un tiempo. Desconcertado con la estéril búsqueda del lugar me retiré a descansar.

Cerca del amanecer me despertó un coro multitudinario de alicoradas voces que entonaban a capela una canción que al parecer los emocionaba profundamente. Sus cantos ahora parecían gritos de protesta y de tristeza por algunas de las entrañables formas de vida que hemos perdido y que ahora son clandestinas, pues están penalizadas, obligándonos a prescindir del contacto y de la cercanía corporal. Ahora sí hablaban al unísono, y cantaban una y otra vez, y gritaban ebrios de amistad y de cariño, sin importar ya quién los escuchara o los viera, o los denunciara, pues su propósito estaba cumplido. En la brevedad de una noche habían ratificado sus sentimientos, sus amistades, sus afectos, aun exponiéndose al contagio y, quizás, hasta a la muerte. Demostrando, tal vez, que estaban más dispuestos a exponer la vida que a sacrificar su innata necesidad de sentirse queridos y abrazados por otros, por sus compañeros de vida, privilegiando el contacto humano sobre las distanciadoras medidas de protección del contagio. Y esa noche la felicidad entre ellos fue contagiosa, pues pudieron expresarse sus sentimientos ignorando las tiránicas exigencias sanitarias. La fiesta a esa hora estaba llegando a su fin y al amanecer se encontrarían de nuevo con el rigor del aislamiento preventivo. Pero la transitoria experiencia de esa noche los regresó a una normalidad perdida y rescató una parte de sus necesidades emocionales y sociales. Aunque yo, en cambio, debí seguir desvelado hasta cuando mi cuarto fue penetrado por las luces del amanecer.

Armenia, Junio 15 de 2020

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