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Cultura  |  06 octubre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo

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La fiel pelota de Peter

Por Libaniel Marulanda

Un traqueteo al lado derecho me anuncia que debo revisar los ejes y, de seguro, cambiarlos. Ha comenzado la lluvia de la una y media de la tarde. Esa agobiante puntualidad alimenta el viejo decir que en Quindasia existe un contrato suscrito entre la Alcaldía y San Pedro. Pongo a funcionar el limpia- brisas. Desacelero un poco. Peter Ulises mi hijo menor, pretende aprender a jugar béisbol, en este pueblo cafetero, con una pelota de caucho. La ha dejado encima de la consola y ahora se desliza sobre esta en cada curva. La pelota me trae al recuerdo lo del fusilamiento: era un juego de muchachos en los años cincuenta, que rellenaba nuestras tardes de vacaciones cuando llovía más de lo previsto y no podíamos evadirnos para el río. El perdedor debía ponerse frente a una pared y someterse a los pelotazos de sus compañeros. Como la vía que lleva a Marcelia es cada vez más rápida, el Departamento Administrativo de Carreteras, cumplido el doloso y previo acto desobrefacturación de los contratos, emprendió la ampliación tantas veces anunciada por uno y otro bando en las campañas electorales. Los obreros se hallan desparramados a lo largo de cinco kilómetros. Han señalizado la vía en los lugares adyacentes a las curvas, en donde instalan por esos días las rampas, bardas de contención y los emparrillados de concreto. Luego de rebasarme, un veloz camión platanero se detiene. Yo freno, la pelota de caucho cae de la consola donde ha permanecido girando y corriendo de lado a lado, por efecto de las curvas. El camión reemprende su carrera. Yo también. La lluvia, al incrementarse, empaña los vidrios y me obliga a encender la calefacción, a pesar mío, porque de antemano sé con absoluta certeza que el calor, que ya empieza a emerger por las ventilas de la consola, me llevará a un estado de somnolencia por más esfuerzos que haga en contrario evitando dormirme mientras conduzco. Tengo sobre mí el agravante de un generoso almuerzo, incluso con repetición, como suele suceder cuando Maruja prepara fríjoles. He detenido mi pensamiento en ellos mientras la modorra comienza su ascenso: llevo toda una vida comiéndolos a diario y cuando estuve en Nueva York, de ilegal y huyéndole a la inmigración mientras reciclaba trastos eléctricos para venderles a los paisanos, en cuanto tuve con qué superar la cocacola y el pan untado con salsa de tomate, mi alimentación cotidiana e inmodificable, fui a hartarme al restaurante del griego ese que terminó por convertirse en especialista y prepara la mejor bandeja paisa del mundo, para complacencia de su creciente clientela colombiana, allá en Queens. El radionoticiero del mediodía toca puerto y realiza el último compendio informativo sobre el carro bomba en la iglesia del barrio Veinte de Julio, con su mortal inventario de personas que rezaban en la plaza, a la hora de la explosión. La noticia ha desplazado los comunicados acerca del auto de detención librado contra una tanda de congresistas y concejales de la capital del país.

El final del radionoticiero es una señal que me obliga a presionar el acelerador ante la inminencia del retardo. El cierre bancario es a las tres y todavía tengo ante mí una inexorable hora de camino. El tacómetro sube a las 4.500 RPM. Al accionar la quinta velocidad, si ningún esfuerzo, el motor puede alcanzar los 120 KPH. Llueve y siento miedo. Esta pequeña recta me incita a correr, como mecanismo para disipar el sueño, pero traidoramente está conectada a una abrupta curva en donde suelen volcarse los carros, en los fines de semana cargados de alcohol y rumba. Al mirar de nuevo el tablero y tratar de sacudirme el adormecimiento que comienza a venírseme encima, he detenido la vista en la consola, como si buscara la pelota de caucho. Al soltar por un momento el acelerador, mi pie derecho alcanza a tropezar con ella. Ahora rueda dentro del espacio del piso, frente a mi asiento. El raudo camión platanero que ha permanecido delante de mí ha parado de golpe. A causa del piso mojado y la violenta frenada, realiza un trompo y de inmediato queda con la trompa virada hacia mí, como mirándome, a diez metros de distancia. Yo, que he descendido a menos de 100 KPH, siento en este instante que todo se ha oscurecido. Escucho, como en sueños, una cascada de vidrios que se rompen y una oleada roja, caliente y húmeda que me inunda. Con desespero he procurado frenar en seco y, al estirar mi pierna derecha, he advertido que entre el pedal del freno y el piso estaba alojada la pelota de caucho.

Armenia, febrero 1993

Segundo premio – Noveno Concurso Internacional

Prensa Nueva, Ibagué- Bogotá, 1994

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