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Cultura  |  11 octubre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo: El club del despecho

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El club del despecho

 

Por Libaniel Marulanda


De entrada parecía simplemente un absurdo, pero luego de escuchar todo el acervo de anécdotas que ilustraban la pretendida verdadera historia del supremo ídolo del género musical que ha movido a millones de personas, todo aquel que quiso desentrañar el origen, el entorno, las influencias recibidas, sus maestros, hubo de concluir que la versión que hizo conocer del país entero nuestro maestro de radio José Nelson González, historiador de oficio de Marcelia, era en efecto tan verosímil como la manzana de Newton o la sordera de Beethoven. Por otra parte, estábamos habituados a que todo lo nuestro estuviera signado por la casualidad o por lo superlativo, como el hecho de que la venganza de un puñado de arrieros analfabetos, dolidos por el desprecio de otros colonos vecinos, hubiera derivado en la fundación de un poblado que en cincuenta años se convirtió en el mayor puerto seco del país, o que esa misma tierra registrara el nacimiento de Garavito, el mayor asesino en serie de toda la historia planetaria, un maniático sexual, confeso de haber violado y matado a casi doscientos niños, o que el más viejo y temible guerrillero apodado Tirofijo, hubiera nacido también en el mismo pueblo que el violador. Si bien los relatos de José Nelson era aceptados como materia cierta, persiste hasta nuestros días una discrepancia. Un cantante, médico también, ha sostenido que el éxito de la música del despecho, lejos de depender de su espantosa elaboración poética, radica en la nasalidad de la voz del cantante que la interprete, lo cual le confiere cierta base científica a la anécdota recreada una y mil veces por el viejo radiodifusor. No olvidemos que fue una noche sitiada por aguardiente cuando José Nelson nos contó que cierto día, recién evadido del servicio militar, Erwin Splinder ensayaba una canción en el patio de su casa. Su hermana menor, con la intención de molestarlo o quizá de hacerlo callar, le oprimió con fuerza la nariz. El ídolo, en vez de liberarse siguió cantando, pero, al parecer, por contrarrestar la presión sobre sus fosas nasales, guturalizó la voz, con lo cual consiguió el timbre y el color que le deparó la gloria. Luego, refieren más de tres conocedores del tema, cuando consiguió acceder a sus primeros contratos bien pagados, Erwin Splinder se hizo practicar una cornetoplastia hipertrofiante, con la cual consiguió que su voz fuera tan desagradable como permanente. La historia posterior habría de corroborar esta verdad: a mayor fealdad vocal mayor popularidad. Una profesora de piano y canto, quien nunca ocultó su envidia por los logros del cantante, en una ocasión tuvo la desfachatez de minimizar la exitosa labor de Erwin Splinder y manifestó ante un auditorio atestado de alumnos y padres de familia que el éxito del ídolo estaba fundamentado no sólo en su desagradable voz sino en un defecto o error al cantar, llamado portamento, que consiste en emitir los sonidos sin solución de continuidad entre uno y otro. Es decir, emitía unas falsas notas adicionales entre un tono y el otro. Los asistentes no comprendieron un ápice la crítica de la profesora, pero la intención y el aire académico en que hizo la observación le valieron más de un insulto del público, que calificó de envidia y torcidas intenciones la opinión de la profesora de canto, quien, a lo largo de quince años de permanencia en el Conservatorio de la ciudad sólo había logrado que sus alumnos aprendieran un pequeño número de aburridas canciones, que repetían y repetían día tras día, año tras año y sin falta en todos los recitales. El paso del tiempo le imprimió fuerza a otra tesis acerca del surgimiento y trascendencia del cantante Erwin Splinder y sus canciones del despecho, que se convirtió en la de mayor credibilidad para aquellos habitantes de Marcelia de ideas peligrosas y críticos permanentes de las prácticas políticas que se implantaron en simultánea con el auge del ídolo. Se fundamenta en el hecho de que los narcotraficantes y paramilitares colombianos, del norte del Valle, escucharon con oído complaciente a Erwin Splinder en una de sus primeras incursiones artísticas en una fiesta de alguno de los pueblos sometidos a su ley. Se dice que lo contrataron días después por una suma millonaria y eso bastó para que la bola de nieve echara a rodar por la pendiente de la historia regional y del país. Si primero fueron los jefes narcotraficantes, luego siguieron los políticos patrocinados por éstos, quienes vieron en Erwin Splinder el verdadero Mesías que convocaba a miles de personas sin mayor publicidad. El sólo y gangoso anuncio hecho a través del perifoneo de los carros dedicados a repetir y repetir promesas para el mercado electoral y la feria de votos y conciencias, era suficiente para atestar plazas y llevar al delirio colectivo al público. La región, y en cierta medida toda Colombia, desde el origen mismo de su identidad, siempre estuvo atenta a navegar segura por los cauces de la imitación y a escuchar y obedecer los dictados del mundo exterior y las instancias superiores. No en balde su burguesía quería ser francesa, su clase media norteamericana y el pueblo-pueblo, mexicano. Detrás del apogeo del estilo despechado de Erwin Splinder Jaramillo, llegó el mercadeo de afiches, llaveros, camisetas, y ese momento fue aprovechado por uno de los políticos decadentes del pueblo, quien fungía como gestor cultural. Fue idea suya realizar un concurso copatrocinado por el Ministerio de Cultura y los gobiernos departamental y municipal. Dada la trascendencia cultural de la competencia, el valor del primer premio excedía con holgura todo el presupuesto asignado en un año para los demás eventos. Por otra parte, su realización era fácil: previendo que los concursantes no sólo trataran de cantar prácticamente igual, como lo exigía la convocatoria, sino que se valieran de intrigas políticas que podrían convertir el concurso en una carnicería, porque todos tenían padrinos con idénticas capacidades de torcer un fallo, el jurado había decidido que los miembros de la Asociación de Émulos de Erwin Esplinder Jaramillo, Asemejar, en vez de actuar ante el público, jurado y autoridades, como ha sido lo usual, grabaran en casete o disco compacto las tres interpretaciones, y que, bajo un seudónimo, las remitieran a la Casa de la Cultura de Marcelia. Un centenar y medio de imitadores, agrupados y con personería jurídica, en permanente rebatiña se apropiaban del estilo y las canciones de Erwin, en la empequeñecida ciudad que suspiraba entonces al unísono por él como supremo cantante, en todos los ciento y pico de años de historia, desde que fuera fundada por arrieros antioqueños. Merced a una pujante red de piratería fonográfica, los socios de Asemejar actuaban armados con las pistas originales de todas sus canciones, grabadas en el mismo estudio que instalara desde sus primeros éxitos el imitado cantante y compositor. Erwin Esplinder Jaramillo, en la medida en que crecía y crecía el número de socios de Asemejar, experimentaba un doble sentimiento de orgullo y temor, que derivaba en la necesidad de reafirmar ante sí y ante la farándula una supremacía avalada durante doce años por más de un centenar de álbumes de larga duración, grabados y de obligada audición en cuanto evento se realizara en Marcelia, en el resto del país y aun en poblaciones de Estados Unidos y Europa, donde la fuerza imparable de la inmigración colombiana se hacía sentir con sus expresiones de música del despecho, y además con la férrea capacidad de trabajo, el bajo precio de salarios, mano de obra, la temeraria habilidad de sus mulas, jíbaros y traquetos, y la sensual eficacia de sus prostitutas. Era tal el delirio nacional por Erwin Splinder, que sólo un autogolpe de Estado, la consecuente entronización del período dictatorial conocido años más tarde como El ubérrimo, una contrarreforma constitucional y la clausura del legislativo, lograron frenar su llegada al Senado de la República, una vez que fuera promovida su candidatura a través de El Show de las Estrellas, programa de televisión itinerante que atestaba plazas y escenarios. La inclusión de su nombre era garantía económica en cuanto espectáculo de masas se realizara. Su itinerario invariablemente incluía cada año dos giras por Estados Unidos y España, donde las colonias de inmigrantes colombianos movían miles de personas, dólares y euros. Varias asociaciones culturales y centros docentes del país llevaban el nombre del ídolo; la alcaldía de su pueblo ya tenía aprobado el presupuesto para erigirle un busto en la Casa de la Cultura. Una poderosa cadena de radio y televisión emitió una larguísima telenovela, basada en uno de sus éxitos discográficos. En detrimento del colombianísimo John Jairo, el nombre de Erwin Esplinder llegó a ser la moda en las pilas bautismales. Llegadas las fiestas aniversarias, con la asistencia obligada del gobernador, el alcalde de su pueblo natal, el delegado de Asemejar y los directores de las Casas de Cultura de la región, se leyó el acta del jurado con el fallo que premiaba cinco ganadores e incluía igual número de menciones honoríficas por “el esfuerzo en la emulación” desplegado por los concursantes. Aunque en el momento de la lectura del fallo y premiación, por cuestiones del consabido retraso y el hinchado número de participantes, el jurado determinó prescindir de identificar a los ganadores de las menciones honoríficas por sus nombres, y sólo se señalaron por sus seudónimos, horas después ya toda la población sabía que Juan el despechado, acreedor de la última mención, era Erwin Splinder Jaramillo.


Circasia, mayo de 2007

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