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Cultura  |  01 noviembre de 2020  |  12:59 AM |  Escrito por: Edición web

Cuento de domingo: Bicicleta de viento

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Por Auria Plaza

Desde niña todos los días pedaleaba sin importar si hacía frío o calor. Recorría la calle principal del pueblo, rauda, no miraba a ningún lado; esa era la parte fácil, luego el ascenso hasta casi tocar las nubes. Mi bicicleta, los libros y yo, sin que nadie me dijera qué tenía que hacer. Ahí arriba, el infinito, una tierra silvestre y esa casucha derruida, en la que alguna vez vivió alguien, eran mi santuario. Los vecinos me llamaban “bicicleta de viento”.

Los trinos de los pájaros rompían el silencio. Ese paisaje distante de montañas, en tonos verdes y azules, cortado por el desfiladero que parecía hecho por la dentellada de un diplodocus. En este túnel natural se veían volar en círculo los gallinazos. Eran tan hermosos, elegantes; no me desagradó nunca pensar que se alimentaban de carroña. Al contrario, siempre creí que eran importantes en la naturaleza. Sin ellos ¿quién se habría encargado de los animales muertos? Ellos sabían cuál era su función en el mundo. Yo, por más que lo meditaba no lograba saberlo.

Tantos años sin pensar en mí, sin contradecir, sin crear conflictos. Cuando mis hermanas se marcharon, mi obligación fue cuidar a mi madre. No porque me necesitara, simplemente así tenía que ser.

La llamada de Inés, la menor, interrumpió la rutina.

– Mamá, mi esposo está sin trabajo

– ¿Quieren venirse a vivir aquí? No hay problema –le dijo mi madre, con esa voz cortante y seca que la caracteriza.

Me puse muy contenta. Me imaginaba otra vez esta casa tan grande –la más grande y cuidada al final del pueblo– llena de risas de niños. Cuando llegaron los chiquillos, cuatro, se veían inquietos y mi hermana muy cansada; con solo mirarla podíamos darnos cuenta de que atravesaba una situación difícil; había despilfarrado la herencia. En cambio, el esposo derrochaba simpatía y encanto. Era como si nos hubiera conocido de toda la vida y él fuera el hijo pródigo de vuelta a casa.

Las primeras semanas fueron pasando y todos nos acomodamos a las nuevas rutinas. Mi cuñado no perdía oportunidad: al descuido tocaba mi pierna con la suya, su brazo rozaba mis pechos, sus manos me buscaban con cualquier pretexto.

–Eres muy bella. ¿Por qué sigues soltera? ¿Nunca te has enamorado?

–Eso no te importa y por favor no me mires así.

Su mirada era burlona, no obstante, al mismo tiempo acariciadora; me atraía y me odiaba por eso. Era estar con el alma en un hilo. Fueron pasando los días, yo evitándolo y él persiguiéndome. Mi hermana, por estar dedicada a sus hijos, ni cuenta se daba. Mamá, siempre en su mundo, lo creía entregado a la administración de las fincas y negocios, tarea que le confió desde su llegada.

Quise volver a ese lugar que era solo mío, busqué la bicicleta. Estaba herrumbrosa, inservible. Compré una en la ciudad y a la hora de la siesta me escapaba. Él quería saber a dónde iba, pero le dejé en claro que era algo muy privado y que todos respetaban ese espacio. Insistió muchas veces, hasta que una tarde apareció decidido a acompañarme en mi paseo. Al comprobar que no desistiría de su empeño tiré la bicicleta contra los rosales, con una furia que nunca pensé que pudiera sentir. «Este hombre se tiene que ir de mi casa» pensé.

Igual sabía que no era posible, mi mamá estaba contenta con él y yo no me veía huyendo. Era como un pájaro enjaulado que nunca aprendió a volar. El mundo fuera de mi pueblo me aterrorizaba, no me sentía capaz de enfrentarlo.

Escarbo en el pasado y no encuentro un solo vestigio de rebeldía hasta hoy. Me miro en el espejo, repaso las líneas de mi cuerpo bien formado, mi piel dorada por el sol de la montaña, ojos grandes y cejas arqueadas, arrugas diminutas en las comisuras de los labios, sin maquillaje y el cabello negro atado en una cola de caballo. “Una señorita de buena familia tiene que cuidar su apariencia” había dicho siempre mi madre.

– ¡Hermosa! –Dijo irrumpiendo en mi habitación, con una naturalidad semejante a la de quien lo hace todos los días.

–¡Cómo te atreves! ¿Quién te ha autorizado a entrar?

– ¿Acaso no es lo que querías, cuando en lugar de que fuéramos a pasear te viniste para tu cuarto?

Su voz era suave, arrulladora y yo no salía de mi desconcierto. Me tomó por los hombros y me besó muy despacio. El calor de su cuerpo me quemaba… sentía que me iba a desmayar. Su abrazo se hizo más fuerte y sus besos apasionados. Con horror me di cuenta de que me seducía, sin fuerza de voluntad para apartarlo. La razón me decía escapar, el corazón o mi sangre que lo amara. Me acariciaba y la locura se iba apoderando de mí ser.

Intenté aferrarme a algo, escudriñé en la habitación, mis ojos se detuvieron en el espejo; en el fondo del azogue una niña agazapada me miraba. Un cúmulo impreciso de recuerdos que brotaban en desorden, percibidos de cualquier modo, acompañados de temor, de culpa. Escucho su voz que dice te amo… eres mi preferida… sus manos me acarician…me tocan. Esas mismas manos que mecieron mi cuna. El juego de un secreto compartido. ¿Alucinación? ¡No! esa niña era yo hace muchos años y la mujer en los brazos de este hombre repite la historia. ¡Lo prohibido! Complaciendo y complacida. El calor, el placer, la catástrofe.

Me escapé de ese hechizo y salí corriendo. No sé pelear, nunca aprendí. Agarré la bicicleta y pedaleando con fuerza atravieso el pueblo. El viento me empujaba como una pluma, sin embargo, el cansancio entumecía mis músculos, como si de pronto se me hubieran venido los años encima. Esa repugnancia que sube por mis entrañas y se hace nudo en la garganta. Quiero gritar y no sale sonido. No hay nada que decir, las palabras ya no importan. Nunca fui escuchada. Nada va a cambiar eso. Una gran calma me cobija, sé lo que debo hacer. Por fin soy dueña de mi vida.

Seguramente nadie verá este cuaderno, lo que escribo es una forma de dejar constancia de que existí.

Cuando él terminó de leer el diario recordó a la jovencita junto al ataúd de su padre, después de haber estado interna en la capital. Sus hermanas regresaron a estudiar y sólo se veían en las vacaciones. Ella se quedó y todos los días, en la tarde, la veían cruzar las calles en su bicicleta. Dejaron de verla por mucho tiempo, los rumores en el pueblo afirmaban que su madre le había prohibido que anduviera por esos montes y pasaron años hasta que otra vez su bicicleta y ella volaran con el viento rompiendo la monotonía de la siesta.

Le encargaron la investigación sobre el accidente. Un aguacero lo obligó a escampar en las ruinas de una casucha en donde encontró el cuaderno. Se dice que tal vez no frenó a tiempo y siguió de largo cayendo al vacío. Creo que esta versión es la que debe quedar en la leyenda del pueblo. Ojalá algún día la dueña quite el letrero de “Prohibido el paso. Propiedad Privada”, para que todos puedan disfrutar del paisaje tan hermoso y de este cerro que los lugareños han empezado llamar “Bicicleta de viento”.

El Caimo, octubre 2020

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