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Cultura  |  15 noviembre de 2020  |  12:04 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo: Carnaval

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Carnaval

Por Libaniel Marulanda

A la Facultad de Medicina de la Universidad Libre, de Barranquilla

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Frente a la puerta, Otilio calcula que ya transcurrió media hora.

Piensa que el resultado justifica su espera pero no consigue liberarse de cierta angustia y desasosiego. Siente sobre sí muchas miradas.

La gente pasa apresurada por su lado porque ya va a comenzar el desfile de carrozas al otro lado del parque, a diez cuadras de allí.

Un borracho que no ha logrado desembarcarse de la farra del día anterior, con arrítmicos pasos, una botella de ron y maltratando un porro de moda, pasa, se detiene, lo mira y tras un “ajá-y qué” prosigue su ruta.

Otilio sueña ahora con que puede sacar diez o doce arrobas y que Saúl Arias le pagará por debajo del precio real pero que, aun así, esta noche será para él un verdadero carnaval.

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Saúl Arias, malgeniado y a punto de bajar la persiana metálica de su negocio piensa: “A estas horas debería estar viéndome el desfile de carrozas, pero claro, otra vez me dejaron esperando. Todos son así y después chillan. Por eso creo que merecen su suerte. Apenas uno les da la mano se limpian el culo con ella. No debería haberle hecho caso al negro Otilio y su encarrete: “Que tú tranquis nada de nervios man que ya voy pa esa, que no cierres, que me voy a cargar uno grande, que tranquilo tú ahí en primera base que de esta salgo con jonronazo y tal…”. Pero qué va. ¡Pura paja! Y yo creyendo en la resurrección del cangrejo. En fin, cierro, voy, me compro mi botello y listo Evaristo. Que se joda si piensa que lo espero otra hora…”.

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Juanchoveneno los ha contado varias veces: doce. Se rasca la cabeza y de nuevo se pone la cachucha. No se decide aún. Piensa que tiene mucho material y hasta se le ocurre no reportarle al jefe el número real y vender por su cuenta.

Una vez más se detiene a pensar en los ciento cuarenta mil pesos de utilidad para cada uno. La unidad representa casi diez botellas de ron o cuatro mercados semanales o dos noches a bordo de Orfilia la Pelúa, en el bar Shangai. Se persigna y toma la decisión: lo hará entrar, como a los otros.

Apaga las luces del espacioso salón impregnado de olores químicos, deja entreabierta la puerta y se encamina hacia la entrada principal, por el caminito bordeado de palos de matarratón.

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Cristian Alexánder les comunica a sus compañeros: “Hay doce disponibles, sólo que por la fiesta y demás no ha sido fácil y quedaron a trescientos mil pesos cada uno. Yo, tengo lista mi parte…”.

Cristian Alexánder reflexiona luego de colgar el teléfono y enterado el último: “Lástima no poder guardar unos pesos, comprarme una pinta, unas botellas de ron con los compañeros de Facultad y al desfile de carrozas se dijo, pero los materiales cada día están más caros y a este paso mi viejo acabará tirando la toalla o pensando que la plata que le pido no es para los gastos de la U”.

“Mañana hablaré con mi contacto, le confirmaré el encargo del material y le adelantaré algún billete, como convinimos". Cristian Alexánder piensa que alcanzar un objetivo en la vida es difícil: “Exige sacrificios, muchos sacrificios, de toda clase… Mis viejos, toda la familia, mi novia Camila Andrea, en fin, todos esperan de mí, y yo llegaré con la ayuda de Dios y María Santísima…”.

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Juanchoveneno le ha franqueado la puerta a Otilio y le señala, allá al fondo de la cuidada vía peatonal, una edificación a oscuras. Mira a los lados de la calle y cierra con candado la puerta de la entrada principal.

Agazapado entre los palos de matarratón con sigilo extremo sigue al negro Otilio, el reciclador que a golpes de bate de béisbol, Juanchoveneno convertirá en material didáctico para la Facultad de Medicina, como a los doce anteriores.

Bogotá, mayo de 1992

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