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Cultura  |  13 diciembre de 2020  |  12:25 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo : no es lo que parece

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No es lo que parece

Por Auria Plaza

Mirar-mirarse-ser mirado parece lo mismo, o al menos eso es lo que pienso, cuando escudriño mi imagen en el espejo. Desde muy niño esa ceremonia de buscar el cambio me fascinaba. Veía a mi madre vestirse, poner maquillaje en su rostro limpio, arreglar el cabello en complicados peinados. Recién salida del baño oliendo a shampoo de manzanilla, en diminutos calzones y brasier de encaje. Esa rutina de estar a su lado, mientras se cambiaba, no la pudo alterar mi padre, por más que insistía.

–Muchacho, ya estás muy grande para andar pegado de tu mamá –recuerdo que me decía, al principio con dulzura. Cuando pasaron los años, aparentando estar enfadado conmigo y con mi mamá por permitirlo.

–Déjalo –le contestaba ella– ya vendrán los días en que no le veremos rondando, crecerá y tendrá sus asuntos.

Su muerte fue tan repentina que no hubo tiempo a que llegara ese momento. A mis doce años comprendí, de la manera más dolorosa, por qué mi papá no se enojaba con ella. Me ocultaron su delicada salud: tenía una afección cardíaca. Todo sucedió con tanta rapidez; del funeral recuerdo a una niña del vecindario que tenía el cabello oscuro que le caía en cascada hasta los hombros; desde entonces yo me lo dejé crecer. De nada valían los gritos de los maestros en el colegio y demandas de mi papá para que me lo cortara.

Lo primero que hice al llegar a casa, después del entierro, fue ir al dormitorio de mis padres. Busqué en las gavetas la ropa interior de mi mamá, me desnudé y en un ritual doloroso me puse las prendas. Empecé a maquillarme: primero la base, luego el iluminador, líneas en forma de abanico en trazos hacia abajo alrededor de la zona de los ojos que difuminé con una esponja, una sombra de color champagne en todo el párpado hasta el contorno de las cejas, luego con otra brocha el tono oscuro en forma de v invertida en la esquina de afuera, para terminar el color verde que apliqué en el resto. Me puse pestañina y con el mismo cepillo me peiné las cejas (ahora las tengo depiladas al hilo). Me apliqué rubor y con cuidado el labial. Saqué del closet un vestido de seda color palo de rosa y unos zapatos de tacón; con ellos en la mano y mi ropa, en pantaletas y brasier me fui corriendo a mi cuarto.

El resto de los recuerdos de ese día son borrosos. Vestirme de mujer sigue siendo para mí un rito mágico que he ido perfeccionando durante estos seis años en mi intimidad. Hoy el video de los ochenta de Alaska y Dinarama me ha despertado. Ahí está un hombre como yo vestido de mujer ante el público que lo aplaude y corea con ella:

“A quién le importa lo que yo haga/a quién le importa lo que yo diga/yo soy así, y así seguiré, nunca cambiaré”

Una vez le oí decir a alguien en la radio que no es lo anatómico lo que determina el sexo, sino la idea que el hombre o la mujer tiene de sí mismo. Yo no tengo idea de mi orientación sexual. No me gustan los hombres, pero tampoco me siento atraído por las mujeres. La letra de la canción me martillea en la cabeza:

“Quizá la culpa es mía por no seguir la norma/ya es demasiado tarde para cambiar ahora”

¡No! ¡Si yo no quiero cambiar! me siento a gusto vestido de mujer. Lo que voy a hacer es animarme a salir, a mostrarme. Me quitaré la careta. Lo único que me entristece es la reacción de mi padre, no quiero que se sienta mal. Tampoco puedo seguir engañándolo. Hemos tenido conversaciones al respecto, no entiende por qué no tengo novia; cuando me pregunta le contesto con sinceridad que no me interesa y el sigue insistiendo:

–Muchacho, no puedes ser tan tímido. Presta atención a tus compañeras de colegio, te buscan con el pretexto de estudiar y tú muy de amigos y nada más. Yo a tu edad, y eso que eran otras épocas, ya había tenido varias aventuras.

–Pa no te preocupes por mi yo estoy bien.

–Mira, si lo que te inquieta es cómo hacerlo, hay lugares a donde te puedo llevar lleno de mujeres hermosas que te pueden enseñar.

–No es eso. Por ahora estoy concentrado en mis estudios y los deportes. Ya llegará el momento. De veras estoy bien así.

–Vives encerrado en tu cuarto, me asusta tu soledad. No me importa tu inclinación sexual, sea lo que seas lo aceptaré.

Ese es un tema recurrente de nuestras conversaciones a la hora de la cena, al desayuno y hasta cuando vemos televisión. No sé cómo se lo va a tomar y por más que le doy vueltas no encuentro la forma de decírselo. Tocará hacerlo al estilo de esa canción “Todos me miran”: Vestirme de reina, pintarme bien gloriosa, arreglarme el cabello y ponerme los tacones, salir a la calle, dejar que la gente piense lo que quiera. Al final:

“Mi destino es el que yo decido/el que yo elijo para mi/ ¿A quién le importa lo que yo haga? /Yo soy así, y así seguiré, nunca cambiaré”.

–Adrián, estás hermosa –es la voz de mi padre, debo estar soñando, nada de esto es realidad– ven siéntate –dice en un tono tranquilo.

Me siento en el borde del sillón; la columna recta y las manos entrelazadas sobre el regazo, paralizado, mudo. No sé qué hacer, ni qué decir. La angustia atenaza mi garganta, hace nudos las tripas.

–Deja ese aire narcisista que no te queda bien, pareces una dama antigua posando para una pintura. No tienes que mostrar tu mejor ángulo. Te conozco muy bien.

–¡Pa! ¡No pareces sorprendido!

–Mi querido Adrián, sé lo que hacías encerrado en tu cuarto, aparte de estudiar y escuchar música.

–¿Cómo…? ¿Cuándo? ¿Por qué no dijiste nada?

–Al principio pensé que era una forma de recordar a tu mamá; después me asusté. Quise entrar en tu mundo de fantasía… entender, y tú no abrías esa puerta. Eras en todo un jovencito “normal”, no manifestabas ningún tipo de angustia, ni sufrimiento. Decidí esperar, observar y estar ahí para ti.

–Es cierto, siempre has estado para mí y yo he tenido miedo de defraudarte.

–Anda… no te pongas melodramático. No me importa si eres gay, transgénero, no binario,

travesti, agénero; lo que me importa es que seas feliz. Ve a romper lo noche, a pasarla bien.

Me balanceo precariamente en los tacones de mis zapatos rojos de los que me enamoré cuando los vi en una vitrina. Cuidando de no encontrarme con nadie que me reconociera, lo cual era una tontería, porque nadie podría pensar que esta muchacha de cabello como un manto negro de seda y piernas kilométricas, fuera el rudo jugador de rugby o el que llegaba sudoroso de las pistas, con obstáculos, peraltes, y rectas en las que andaba codo a codo con los duros a velocidades hasta de 30 kilómetros por hora.

De un carro unos tipos pitan y lanzan piropos; la sensación no fue la que yo esperaba. Las vísceras se me arrugaron y la sonrisa convertida en una mueca de dolor cuando el tobillo se me torció.

«Ahora encima me lesiono y no puedo participar en la próxima competencia de BMX, para las eliminatorias departamentales. Esto no está resultando tan divertido como yo creía. Mejor regreso a casa»

Compro hielo. En la casa ingiero dos ibuprofenos y vestido me tiro en la cama, de un manotazo las pantimedias están en el suelo. El pie empieza a hincharse, lo pongo en el hielo. Me siento desvalido. Somnoliento veo a mi madre entrar en la habitación y darme el beso de las buenas noches, lleva el vestido color palo de rosa, mi preferido. Su cabello acaricia mi rostro y con su dulzura habitual me dice:

–Mi chiquillo tonto, no te enfades conmigo. Hoy no pude, llevaba prisa. Mañana te prometo que pasaremos la tarde en sesión de salón de belleza. Yo te maquillo y tú me haces trenzas.

Con los ojos entornados miro sus ojos verde-amarillos de gato, que es todo lo que distingo en la penumbra, la quiero asir. Ella se aleja dejando en el aire ese perfume tan suyo.

–Mamá…mamá… no me dejes

Me había quedado dormido y al despertarme, a pesar mío, una gruesa lágrima se escurre por mi mejilla, dando paso a una rabia infinita. Las caras de los tipos con expresión de sátiros-lascivos me dan asco, yo no me vestí de reina para atraer esa clase de tribu. El encanto de vestirme de mujer y mi primera salida destrozado por la ordinariez de la realidad. Prefiero la intimidad, al menos ahora no tengo secretos con mi padre y no tendré que encerrarme en mi cuarto.

El Caimo, diciembre de 2020

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