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Cultura  |  13 diciembre de 2020  |  12:29 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo : rumores de serenata

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Ilustración de María Cristina Rueda Traslaviña

Rumores de serenata

Por Libaniel Marulanda

A la memoria de Guillermo Vanegas P.

Las notas de mi tiple

Herman y yo estuvimos jugando tute. Ensayamos la armonía de La Gloria eres tú. Contamos cuentos verdes. Hicimos el crucigrama. Cansados de esperar al profesor Artemo Marín, que nos prometió estar aquí en el Café Niágara antes de las 10 de la noche, nos resolvimos a jugar un chico de billar y tomarnos un café de máquina en el Real Madrid, en la otra esquina.

Cuando regresamos al Niágara, el profesor Artemo, creyendo que no volveríamos, se había vuelto para Calarcá. Por eso le pedimos a un colega su moto y corrimos hasta alcanzarlo en la salida de Armenia.

Menos mal. Esta noche parecía ser una de esas noches de bostezos en que a nadie se le ocurre dar una serenata. Alcanzado el cliente, nos devolvimos y sólo nos queda estuchar los instrumentos y arreglar lo del precio. Las canciones las elegiremos en el camino.

Le he dicho a Herman que no le tiremos duro al profesor. Al fin y al cabo, él es uno de esos clientes correctos que vienen aquí al café de los músicos a escucharnos por horas y horas.

Siempre está atento a lo que cantamos. Pide una tanda de aguardiente para los músicos que hacen la ronda de mesa en mesa. Permanece callado mientras los colegas cantan, y obliga a sus compañeros de farra a que se silencien.

Además de correcto debe ser casi tan pobre como nosotros. Al menos eso dicen los colegas, y yo sé que de toda la gente que trabaja con el gobierno, tal vez los más colgados por plata son los maestros. Y lo digo porque cuando hay épocas duras y me toca ir a la prendería con el televisor o la radiola, siempre encuentro maestros en las mismas

La serenata saldrá muy bien porque la daremos con entusiasmo y los diez mil pesos por cabeza nos salvarán la noche. Es más: si el profesor nos pide que entremos y cantemos en la sala, con gusto lo haremos.

Los clientes ricos dejan buena plata pero los clientes que saben escuchar nos hacen sentir verdaderos artistas.

El murmullo que llega

Estaba tan ilusionada y pensaba y pensaba y sentía la carne como enfebrecida, de saber que cuando él llegara a medianoche iba a sentirme muy bien y que sería una noche de esas como para no olvidar nunca. Una noche de esas que he buscado en los últimos tiempos, después de abandonar la universidad y antes de tener nada en serio con él.

Tenía planeado dejar entreabierto el postigo de la ventana de tal suerte que él metiera la mano y pudiera abrir y deslizarse hacia mí, como lo hicimos la primera vez y entonces yo, que estaría prevenida, lo tomaría por la espalda; emboscándolo y pegada a él, le haría sentir la suavidad del encaje de la ropa interior que me he puesto, y el rigor de mis senos ávidos de caricias y mi piel caliente y mis labios en su cuello y en todo su cuerpo y estirando la mano palparía su deseo en aumento, lo retendría entre mi mano a tiempo que con la otra lo iría desnudando sin prisa y allí de pie haría que me levantara en sus brazos y, con mi boca unida en la suya, que me pusiera sobre el borde de aquella mesa y atrapándolo entre mis piernas le daría la bienvenida al volcán de placer en mi interior a punto de convulsión y a un mismo tiempo con él lo alcanzaríamos sin importarme que nuestro gozo profundo volviera añicos el silencio de la noche y la quietud de la casa y todo así pensaba y pensaba con el deseo y la excitación puestos en mi oído y en mis sentidos que querían escucharlo, verlo y advertir su discreto paso y me di cuenta al instante de que alguien venía y salté de la cama y me dispuse a montar mi sorpresa para él…

Se oye un rumor lejano

Es extraño. Por esta calle y a estas horas no pasa nadie y me pareció oír pasos y ruidos como de gente. Claro que después del alboroto que he tenido con Luzmila desde hace días, he quedado con los nervios alborotados y no es para menos.

Uno se va a trabajar. Coge el camino sin saber cuánto puede demorar el viaje y en qué momento se va a chocar, a volcar, a quedar varado o quién se le puede trepar y bajarle la carga de café, o darle a beber burundanga a punta de pistola.

Apenas comencé a sentir que ese maldito camión perdía fuerza subiendo ya por la mitad de la loma de La Línea, me detuve y, decidido a no botarle corriente a la mecánica, me devolví para acá en el primer camión que me paró.

Por suerte quedé varado cerca de la fonda La Paloma y ahí me sobra quién cuide el camión y la carga de café. Francamente no sé qué hacer. Yo le pido a mi Dios y a María Santísima que me ayuden a salir de estos problemas que tengo porque no les veo arreglo. Uno es el camión, que comenzó este año con su falladera constante y de cada peso que me gano la mitad se la come en repuestos y arreglos y todo el platal que cuesta una reparación del motor y yo que pensaba lleno de ilusiones que me funcionaría por lo menos dos años sin mayores problemas y ¡zuas!, empieza a pasar aceite y a empapar bujías, preciso ahora para junio, cuando resulta tanta carga con buenos fletes.

Pero la verdad, la verdad pura y sólo mi Dios y María Santísima lo saben, es que el problema con mi mujer es lo que me amarga y preocupa y cada vez que pasa yo quisiera tener el valor de empacar los trapos y no volver a pisarle la casa nunca más en la vida pero es que la quiero tanto que no soy capaz de dejarla. Ella sigue resentida por la pela y el escándalo que le hice hace quince días, cuando me contaron que la vieron salir del bar Añoranzas con el profesor ese que conoció en la universidad.

Uno no se puede dejar engañar así porque así y Luzmila es mi legítima mujer y lo único que faltaba es que, con todo el kilometraje que tengo de rodar por las carreteras de este país, desde los veintiocho años, cuando me tiré la plata de la herencia, mi mujer resulte parándole bolas a otro, poniéndome los cachos a mí, que soy un camionero baquiano y que he estado con mujeres por montones, de esas que se le suben a uno al camión no más por gasoliniar y se lo dan a uno ahí en la cabina o sobre la carga. Lo que me duele y de lo que más me acuerdo y me produce ganas de llorar y tomar trago es que Luzmila me haya dicho, después de la pela que le di, que no jodiera tanto que ella ya no sentía nada conmigo.

Al principio, cuando nos casamos y le hice dejar la universidad, todo era tan bueno, tan fácil, yo la agarraba cuando regresaba de esos viajes de quince días a la costa…

Parece que viniera alguien y es raro porque por esta calle no

pasa nadie y menos a esta hora. Luzmila se asustó cuando me vio llegar hace un rato porque no me esperaba y seguro porque tiene puesta una ropa interior de esa que le he dicho que no le queda bien a una señora digna y decente.

Junto a la clara luna de plata

Es prudente esperar a que caiga la medianoche sobre el pueblo. La casa está al final de la calle, entre cafetales, pero es mejor evitar comentarios.

Nunca podré perdonarme que por indiscreto y llevado por los tragos y la locura de esa noche en “Añoranzas”, nos hayan visto.

Pensar que esa bestia hasta le pegó por mi culpa.

Me tomaré otros aguardientes con estos dos antes de la serenata y después entraré por la ventana, como la primera vez, y amaneceré con ella cueste lo que cueste y le propondré que lo deje y se venga conmigo a vivir del todo y regrese a la universidad y termine Idiomas. Le diré que se venga conmigo para evitar tantas complicaciones para mí y humillaciones para él, porque no faltará quién le cuente que le traje serenata y todo lo demás y por otro lado ya no resisto el apremio de venir cuando él está en el pueblo, antes de cargar el camión y coger el camino.

Cuando termine la serenata y despache a Los Juglares, iré a ella por la ventana, abriendo el postigo, metiendo la mano y luego deslizándome hasta alcanzar el suelo. Ella se levantará fingiendo sorpresa y entonces la tomaré entre mis brazos, la besaré por un tiempo que compense toda la angustia de estos días y no la llevaré a su cama de inmediato y, por el contrario, allí de pie desataré en su oído el torrente de palabras que represadas esperan esta noche hace muchas noches y la acariciaré con toda la sabiduría que me nace de su presencia cálida, de su boca húmeda de besos, de sus senos que se endurecen y se agigantan entre mis manos y de su cara que se dulcifica ante mí en primer plano por todo lo que sentimos con este amor que también se nutre de peligro y de miedo y la mullida explosión que presiente mi mano que, ávida, se detendrá en ese paraje en donde confluyen mi deseo y su deseo que cada día, en cada hora y en cada minuto pienso, busco y necesito, y que me prueba que existo en ella.

Óyela niña linda

Sobre Calarcá la noche de junio. Los cafetales con bambuquero aroma. Luna, hora y silencio confabulados con Artemo Marín y Los Juglares. Ya han elegido el repertorio y la primera canción. Artemo Marín señala la pequeña loma en donde esperará a que “Los Juglares” canten y Luzmila escuche, se levante y prenda la luz, para entonces llegar hasta el final de la calle, a la casita de bahareque y guadua, de fiel arquitectura paisa.

Los músicos que desenfundaron la guitarra y el tiple, de sendos estuches negros y bien cuidados, se encaminan ahora hacia el final de la calle, enmarcada por café arábigo, matas de plátano y palos de guamo que le confieren un aire de ruralidad al barrio Bataclán.

En el breve trayecto, con discreción, y más por manía profesional que por necesidad, han afinado de nuevo los instrumentos, en cuyas tapas lacadas la luna juega.

Situados frente a la ventana que Artemo Marín les indicara, con la fluidez melódica de Herman Ramírez en la guitarra puntera y el marco armónico de Simeón Vanegas en el tiple, trepanando la noche veranera desatan el primer bambuco que, preñado de dulzarrones adjetivos, nota por nota golpea la ventana que con violencia se abre, al tiempo que, sobrepuesto a la canción del dueto, el rabioso vozarrón se escucha:

-¡A mi mujer no le tiene que dar serenata ningún hijueputa!-

El violento pedido es avalado por el refulgir de un cuchillo que con su dueño emerge de la ventana. Los músicos corren hacia el cafetal que con mimética complicidad los acoge, mientras Artemo Marín, allá arriba de la calle, sin ser advertido por el perseguidor, abandona los estuches, la calle, la serenata y su ilusión.

Circasia, enero de 1993

Primer premio, Primer Concurso Nacional de Cuento,

Coojurisdiccional (Juriscoop), Bogotá, 1993

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