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Colombia  |  20 diciembre de 2020  |  12:59 AM |  Escrito por: Edición web

XXIII. Notas de la peste : Hilda

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HILDA

Enrique Barros Vélez

Ya me estoy acostumbrando al encierro. Aún más: ya no quiero salir, pues este aislamiento prolongado me ha enseñado algunas ventajas relativas. Ya no tengo citas diarias, ya no tengo horarios de levantada, ya puedo prepararme el desayuno que quiero e iniciar mi trabajo virtual apenas pueda. Tampoco debo arreglarme para salir, ni movilizarme hacia alguna parte. Y puedo preparar las comidas que se me antojen y a las horas que me resulten convenientes, pues aprendí a cocinar. Trabajo mientras escucho música, con una concentración rara vez interrumpida por el teléfono. Desde mi balcón tan solo veo rastros de lo que acontece a mi alrededor. Como bien lo definió mi amigo Luis Carlos: “cuando abro la puerta no es para salir de mi casa sino para entrar al mundo”. Y empecé a advertir las señales procedentes de mis anhelos más íntimos, a acatar mis ansias esenciales. Por decirlo de alguna manera, me desinteresé en gran parte del acontecer cotidiano exterior. Hasta cuando el calendario me señala el día jueves. Ese día el mundo exterior se me presenta encarnado en Hilda, la señora que me colabora con el aseo del apartamento y de mi ropa. Con su presencia logra que, a partir de ese momento, todo quede bajo su control. Ella decide qué debe dejarse y qué debe ser botado. Cómo deben quedar puestas las cosas para que todo se vea ordenado. Revisa las fechas de expiración de los alimentos y los depura. Ordena los productos que tengo en la nevera para que los vaya consumiendo de acuerdo al orden de llegada. Y algunas veces hasta me sugiere el cambio de alguna prenda de vestir porque esta no combina con la otra. Mientras realiza esas actividades entablamos amenas e intermitentes conversaciones. Me cuenta asuntos cotidianos de su familia, las molestias de salud de su madre, los avances académicos de su hijo y sus proyectos de vida. Yo la animo para que siga estudiando, pues hace poco se graduó en el Sena. Y también para que le dé proyección a su vida persiguiendo siempre una nueva ilusión. Estas charlas ocurren mientras yo estoy en mi mesa de trabajo, en el comedor, y ella en cualquier lugar del apartamento. Entonces, alzando la voz, me sigue contando, desde el lugar donde esté, bien sea desde el baño que está secando, o desde el balcón que está lavando, algunas veces con desespero, como cuando el ruido de la lavadora ahoga su voz mientras está extendiendo la ropa. También me dice cómo están algunos de mis amigos con los que ella también trabaja, pues a pesar de que los aprecio no tengo un contacto continuo con ellos. Pero ella con sus palabras se encarga de alimentar esos afectos. Nada le parece malo, ni habla mal de nadie. Al medio día me sirve el almuerzo, que le agradezco, pues ya soy consciente de todas las vicisitudes que conlleva la preparación de alimentos. Mientras hago la siesta ella sigue trabajando, pues prefiere salir temprano. Hasta que llega el momento en que debe irse. A pesar de haber perturbado mi apacible rutina diaria, su partida me conmociona: significa que nuevamente perderé la calidez humana que me aporta con su fácil comunicación, camaradería y confianza. Y que debo aceptar el enorme vacío que deja y la inactividad impropia del día jueves. Su despedida equivale al toque de campana que anuncia el regreso a clase. Y entonces siento nostalgia por la normalidad colectiva que teníamos y que no volveremos a tener; por lo fraternos que éramos y por el relativo bienestar que perdimos. Entonces empiezo a poner en duda el excluyente y férreo convencimiento que guía mi conducta en los restantes días de la semana, pues descubro y reconozco la enorme importancia que tiene un contacto humano amable… Octubre 15 de 2020.

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