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Cultura  |  07 febrero de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo: Sus ojos verdes

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Por Auria Plaza

No sé cuánto tiempo ha pasado desde que perdí el conocimiento. Mis ojos se acostumbran a la oscuridad. Estoy en el rellano de la escalera con un dolor de cabeza terrible. En realidad, toda mi osamenta y músculos se quejan al unísono. No tengo fuerzas para palparme, debo tener algunos huesos rotos.

Lo típico en una película es que el hombre le suelta a la mujer un guantazo y asunto concluido, pero nadie piensa en la adrenalina que genera una pelea y que el sexo débil no es tan débil como dicen. Ellas hoy en día van al gimnasio, se ejercitan en artes marciales, defensa personal. Quieren estar en condiciones físicas de repeler cualquier agresión y, si no, que lo diga yo, arrojado de una patada por la fuerza demoniaca de mi exmujer, quien seguramente estará ya lejos pensando que me habré matado en la caída.

Cuando conocí a mi esposa yo tocaba en un grupo de música andina. Conocerla y enamorarme de sus ojos verdes fue de inmediato. Mis amigos no se sorprendieron: me enamoraba todos los meses. Cuando no era la de las piernas como columnas de una morocha, era la cabellera cobriza de la flaca en medio del público. También de mujeres que, después de una noche de tragos, descubría que les gustaba Lila Downs. Mi debilidad era con las que podía estar horas y horas hablando de filosofía y literatura, pero me seducían las rubias. Con ellas podía durar el romance y en algunos casos, después del encantamiento, quedábamos de buenos amigos.

Juanita era todas las mujeres en una y, después de andar seis meses juntos para arriba y para abajo, le propuse matrimonio. Era perfecta: divertida, inteligente y en la cama la fantasía de cualquier hombre. El primer año transcurrió con uno que otro altercado. Ella quería dejar de trabajar para poder estar más tiempo juntos. Su horario de abogada en el tribunal era agotador y luego mis presentaciones, a las que me acompañaba hasta tarde, la tenían cansada y se irritaba fácilmente.

La primera pista de que todo se lo iba a llevar el diablo fue cuando esa tarde llegó feliz a casa y me entregó un sobre.

–¿Qué es?

–Ábrelo

Era el resultado positivo del análisis de embarazo. Sorpresa, rabia, desconcierto. No lo sabría decir. Las manos me temblaban y balbuceando:

–¿Cómo es posible… y el implante anticonceptivo?

–Si me dedicaras más tiempo sabrías que hace un par de meses no lo tengo.

Hay mujeres que la preñez la llevan con soltura, no interrumpen su rutina, son activas hasta el momento de parir. No la mía. Desde ese momento tuve que dedicarme a cuidarla como si estuviera enferma. Energía sí tenía para acompañarme a los toques. Dejó el trabajo y venía conmigo a los ensayos. Se sentaba allí con el tejido y, mientras las agujas volaban como mariposas entre sus manos, no se perdía detalle de lo que sucedía conmigo.

Al principio eran pruebas de amor, según ella, y no me molestaban, pero cuando empezó a reclamar por hechos inexistentes y a decir cosas como:

–Sí claro, el embarazo me ha vuelto una mujer poco atractiva.

–Amor tú sabes que sólo vivo para ti y cada día estás más linda.

No era posible hacerla sentir segura. Sus celos eran tales que sólo faltaba que se viniera a instalar en la antesala de la EPS en donde yo atendía consulta durante el día. Las horas que prestaba servicio en el hospital eran interrumpidas por sus llamadas:

–¿Con qué perra te estás acostando ahora? Odio a las enfermeras, todas son unas ofrecidas.

Con la llegada de la bebé mejoró un poco la situación. El grupo se fue de viaje y a mí me reemplazaron por otro guitarrista. Cuando estaba en casa le ayudaba en los quehaceres y con la niña. Un día, que se me hizo tarde y no llamé para avisar, apenas abrí la puerta, si no me agacho, la plancha que venía volando me hubiera, mínimo, quemado.

Ella estaba planchando y apenas sintió que entré me la arrojó gritando furiosa:

– ¿Ya te olvidaste que tienes mujer y una hija que te esperan en casa? Estoy harta de estar encerrada en esta pocilga.

El pasar de la furia al llanto, pedir perdón, repetir hasta el cansancio cuánto me amaba, se volvió agotador. No importaba qué hiciera para tenerla contenta. El sólo hecho de que tocara y cantara de pronto una canción de Pablo Alborán la ponía histérica y empezaba con los reclamos:

– Ya estás recordando a las putas con quienes cantabas. A ver ¿a quién se la dedicaste?

–Mujer, si lo mío era la música andina. Justo evito esa parte de mi vida para que no me digas que estoy nostálgico.

Nada. Todo era motivo para encender sus ojos verdes, su enojo con insultos y gritos de una intensidad que lastimaban los oídos, para luego terminar en el sofá, en la cocina o en la cama revolcándonos como bestias en celo. En las caricias nos buscábamos con rabia. Me mordía, quería que le pegara. Se calmaba. Con ternura me daba masajes en los pies, en la espalda. Sin transición quería que la penetrara con brusquedad.

Si salíamos bastaba con encontrarnos con compañeras de trabajo; apenas saludar y ya la cantaleta era segura: que si les dije que me esperaran allí, que me estaban comiendo con los ojos, que si ella no era lo suficiente. O, por el contrario, era tan zalamera que me ponía incómodo, así que terminábamos la velada de vuelta temprano a casa. Si tenía suerte llegábamos como locos a hacer el amor. Otras veces, se metía al dormitorio, me tiraba la puerta en las narices y yo me quedaba durmiendo en el sofá. A la madrugada venía a buscarme. Quería sexo.

No todo andaba mal. Tenía mi ropa, la comida, la casa como a mí me gusta. Si no fuera por sus ataques de inseguridad, podría decir que era la esposa ideal. Encantadora, me enamoraba una y otra vez. Me mostraba un amor tan grande que me hacía sentir especial. Era un sentimiento maravilloso. Llegaba a casa sediento de sus besos, jugábamos con la niña, veíamos televisión. Es decir, lo que hacen todas las parejas. Fueron cuatro años muy buenos.

No me daba cuenta de sus críticas solapadas, pues las hacía de una manera tan sutil que creía que era por mi bien. Sus exigencias irrazonables sonaban como deseos de superación. Dejé la música. Lo más importante para mí era ser querido, aceptado.

Todo cambió cuando empezó a dejar la niña sola, para irme a buscar al trabajo o pillarme con la otra, según ella. Pero lo peor fue su adición a los fármacos. Empecé a notar su estado de agitación, de ansiedad y la falta de apetito; pensé que podía estar deprimida. Le sugerí visitar a un sicólogo, sus arranques de ira se hacían cada vez más seguidos. Me contestó que el único loco era yo.

Un día terminé consulta más temprano, llegué a casa y la encontré tomando whisky. En la mesa había sobres de distintos tipos de benzodiacepinas. Consumo de alcohol y ansiolíticos eran una mala combinación. Lo más importante era la seguridad de la niña, no podía dejarla con ella.

–Creo que lo mejor es dejar a Belén con mi mamá –le dije– o con la tuya por unos días.

–Tú estás demente ¿crees que yo no puedo hacerme cargo de mi propia hija?

–No es eso, pero necesitas descansar.

Esa misma noche llevé a la niña con mis padres.

Cuando regresé estaba borracha. Me arrojó la botella vacía, el vaso, un adorno de cristal de la mesa de centro. Traté de abrazarla y se abalanzó como una gata. Como pude la metí bajo la ducha. Al fin logré acostarla.

Así siguieron las cosas por un tiempo y por fin tomé la decisión y me mudé a casa de mamá con la niña. Nos divorciamos. Ella no pidió la custodia. Venía a comer con nosotros con el pretexto de ver a Belén. Una noche se quedó, porque el auto no le arrancaba. Quiso meterse a mi cuarto, cuando todos estaban dormidos. La rechacé. Le pedí que mejor saliera con la niña al parque, al cine, donde su mamá. Que no volviera a casa. No hizo ningún caso.

¡Carajo! Se me va a partir la cabeza. La herida ya no sangra y eso es bueno. Significa que no es nada grave. Tengo que quedarme despierto, así que mejor sigo recordando:

Empezó a vigilarme. Se hacía la encontradiza en todas partes. Me amenazaba con quitarme la niña. Empezaron los escándalos en lugares públicos. Me intimó con matarme y matarse. Le puse una orden de restricción. De nada valió.

Decidí vivir solo y llevar la niña a una guardería. Qué iluso, a la semana ya se había hecho amiga del portero y de las maestras, a quienes les hizo creer que todavía éramos marido y mujer. Cuando aclaré la situación, empezó a reclamar que con cuál de ellas me estaba acostando y con la niña de la mano, la agarré y me la llevé de allí. Se colgó del brazo y yo la dejé, pensando que actuar con naturalidad de mi parte podría calmarla. Me cambié de apartamento y a la niña de jardín.

El día que me atacó con las agujas de tejer (me tiró con ellas a la garganta) estaba desquiciada y bajo los efectos del alcohol. Quién sabe cuánto llevaba en la cafetería del hospital esperando cuando yo entré con un colega. Fue tan sorpresivo todo que no tuve tiempo de reaccionar y me alcanzó a hacer bastante daño.

Fue detenida inmediatamente, enjuiciada y, con todos los antecedentes, enviada a un reclusorio psiquiátrico. Mientras el proceso duró fue muy difícil para ambas familias. Yo estuve hospitalizado y me tuvieron que hacer varias cirugías. ¿Quién podría creer que unas inocentes agujas de tejer podían hacer tanto daño?

Cuando me recuperé cambié de ciudad. Tengo mi consultorio en la planta baja de la casa, que comparto con dos cirujanos plásticos. Uno de ellos fue el que hizo la intervención reconstructiva y estética de mi cuello y, desde entonces, nos hemos hecho buenos amigos. Todavía no me he recuperado de la tormenta de amor y celos que viví con Juanita.

Es domingo, el consultorio está cerrado y a Belén se la llevaron los abuelos. Estaba solo. En las noticias están diciendo que los bomberos luchan por apagar el fuego de la clínica La Misericordia de la vecina ciudad; el más afectado es el piso sexto en donde atienden a los loquitos. Siguen con los deportes y, de pronto, interrumpen al comentarista de futbol y pasa un boletín extra. Varios de los internos del piso psiquiátrico han escapado, se le advierte a la ciudadanía que algunos de ellos pueden ser peligrosos, pues, en el momento de lo acaecido, estaban atendiendo a varios del reclusorio. Dieron la lista y entre ellos estaba ella.

Inmediatamente llamé a mis padres, se habían ido con la niña al chalet de unos amigos a pasar el domingo. Les pedí que, si era posible, se quedaran allá por unos días. También llamé a los padres de Juanita. Quedaron en que cuando tuvieran noticias me llamaban. Es mi paranoia, pero siento olor a quemado, voy a la cocina a ver si es la sopa que había puesto a cocinar. Me aseguré de que la puerta que comunica el consultorio con el apartamento estuviera bien cerrada.

En el mesón pongo un individual, los cubiertos y pan, me sirvo la sopa, me voy a sentar cuando siento un ruido en las escaleras de la calle; con cuidado dejo el plato. Atravieso el comedor y la sala, me asomo por el hueco de la escalera, no hay nada. Regreso a la cocina. El corazón se me detiene, delante de la olla, con el cucharón en la mano, está Juanita.

–La sopa se ve rica ¿Me alcanzas un plato?

–Llamaré a la policía –hice el ademán de sacar el celular del bolsillo.

–¿Buscas esto? –me muestra el celular que yo había dejado en el mesón– ¿Vives solo? Eso me alegra, porque quiere decir que no me has olvidado.

–¿Qué pasó? –pregunta tonta, no sé si es el miedo o para ganar tiempo.

–Es muy fácil crear una distracción y escapar si todo ha sido planeado. Llegar aquí un juego de niños.

–Tienes que irte. Este será el primer lugar en donde te van a buscar.

–ja…ja…ja... ¿Crees que eso me importa? Después de todo lo que he hecho para estar contigo. Me mira coqueta, sensual.

Me le acerco lentamente, mi indiferencia la enfurece. Cuando estoy a su lado me golpea con el cucharón. Vuelco la olla con lo que quedó de sopa encima de ella ; ni la siente. Me quedo quieto pensando que el silencio y la pasividad podrían calmarla. Su cólera es tan grande que supera todo. Por primera vez veo odio en sus ojos verdes. Un odio inmanente, patológico. Se ha transformado en un ser oscuro, resentido y lleno de dolor.

Pasan solo unos segundos, me ataca, hay tanta fuerza que pierdo el equilibrio, rodamos los dos por el suelo. Debo levantarme, correr, pero lo que siento en este instante es una angustia aprisionada en mi pecho, rabia de años. Esta impresión de que soy débil, de que tengo que cambiar. No más huir. Hubo más dolor en la derrota, en el fracaso de mi matrimonio, que en la garganta manando sangre cuando me atacó en la cafetería. No puedo dejar que se repita.

Del ser alegre, bohemio no queda nada. Ahora soy un animal perseguido. Es hora de decir ¡basta! Nos abrazamos, quiero sujetarla. Con la rodilla me da un golpe bajo, la suelto. Ella escapa. Se para y toma un cuchillo que se está secando en el escurridor de platos. Quiero arrebátaselo, me empuja y doy sobre una de las sillas. Me patea y la tomo por la pantorrilla, la arrastro conmigo. Logra cortarme el brazo, pero de un manotazo le quito el cuchillo que vuela por los aires.

No hay palabras, solo en el ambiente el jadeo de ambos. Se sienta a horcajadas sobre mis caderas, sus muslos aprietan los míos. El largo cabello rubio cae en mi cara; tiro de él con fuerza y logro desmontarla. Me alcanza a pegar en la cabeza con un tacón de su bota. Ya hemos perdido el control los dos, es una lucha sin cuartel en la que ella ganó. Seguramente a estas horas estará bien lejos, en cambio yo no puedo moverme y solo me queda esperar a que venga la policía o la señora de la limpieza.

El Caimo, febrero 2021

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