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Cultura  |  21 febrero de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda

Cuento: Un día cualquiera

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Este texto es inédito y se publica con autorización de la familia del escritor y poeta Gustavo Rubio, fallecido en el año 2020.

La última vez se arrojó menuda y larga sobre la estera de fieltro; corrí a cumplir sus deseos tarareando Unicornio; lloró, la culpa la tuvieron los padres, la marihuana una pendejada, lo único valioso de la vida morirse muy pronto, el amor un espejismo, el mío un amor de ciego porque temía tu adiós.   

La encontré en un parque de Bogotá viendo pasar buses y personas, las blancas nubes de Monserrate. Pedía limosna, mi madre está enferma, necesito llevarla al médico. Mentía por el abuso de los gestos, las expresiones no correspondían al tipo de urgencia solicitada, la zalamería de los labios se hallaba fuera de contexto. El simulacro me sorprendió: una de sus copias me buscaba.  

La invité a comer.  Caminamos por la décima, dijo entremos a cualquier parte.  En la calle de nuevo, la lluvia fue viento; dijo soy de buena familia, fui educada en los mejores colegios, he consumido marihuana, cocaína, bazuco, rock, he amado mil veces en la noche, y diez por día, he soñado crepúsculos y desiertos donde oasis y cactus son gente como yo y como tú.  Pordiosera, me desnudé para poder comer. 

Alguien me reprodujo para facebook, por diez botellas de ron, dos de brandy y una de champaña, y veinte mil pesos.   
Ahora íbamos por el parque Nacional, la lluvia fue agua. Tuve que contar, no hubo otro modo, mi vida tiene lado oscuro, alimenta mi errancia la poesía de soñar despierto, del original hombre quedan copias, huecos, una emoción y no un razonamiento. 

La invité a mi cuarto, nos amamos y fuimos nada más que sensaciones, copias sucias de la calle donde el sexo pierde una a una sus palabras. Agregué vivo de lo que envían mis padres.  Con esa plata podremos crear otras copias de nosotros. 

Un día cualquiera la bella mía logro otra copia.  La  encontré durmiendo en medio de dos mendigos, a las diez de la noche.  Mutaba de nuevo, otra experiencia, otro vacío, quizá otro sexo.  La compasión, ese vicio de los humanos, permitió que la levantara y le gritara espera un poco, cuando en realidad esa frase no era posible; estaba en su obvio proceso. 

La llevé de nuevo a mi cuarto.  Hablé toda la noche con ella, como algunos hablan toda la noche con nadie; le dije a mí me falta esa copia, esa pequeña felicidad.  Lloró otra vez, pidió de nuevo una canción de Silvio y también la canción de las simples cosas; yo le repliqué con Palabras para Julia; sirvió una cerveza y puso La “sinfonía número cinco de Beethoven: los acordes, la melodía entera, no estaban hechos para mí; comprendí. 

Esta vez no salí a buscarla.  Preferí imaginar que una mujer no conocida dejaba mi cuarto, no una mujer cualquiera sino una que no tuvo nombre, una mujer que cargaba en su maleta algunas de mis copias.    
 

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