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Cultura  |  21 febrero de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo: La sonámbula

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Por Auria Plaza

Será verdad que cuando toca el sueño

con sus dedos de rosa nuestros ojos,

de la cárcel que habita huye el espíritu

en vuelo presuroso?

Gustavo Adolfo Bécquer (Rima LXXV)

Estoy muy cansada. Solo quiero dormir. Doy vueltas… más vueltas y no logro conciliar el sueño. Prendo la televisión, están en las noticias, son un buen somnífero. Algo llama mi atención: En la calle 17 con carrera 21 se ha desplomado un edificio, han perecido varias familias. Lo escucho medio dormida. Luego…

¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? Me siento como una piedra lanzada al agua saltando, formando bucles para, finalmente, dibujar círculos dentro de otros círculos que la van aspirando hasta desaparecer. Yo, no piedra, me encuentro observando una casa con sus rejas verdes de madera, algunos maceteros con violetas y geranios. Estoy parada en medio de la calle, veo un edificio de dos pisos en la esquina, con un gran letrero: “La Quindiana”. La tal casa es más bien un apartamento en los bajos de la tienda, pues la construcción parece la mitad de una torta, adornada en el costado con unas escaleras de cemento, colindando con un terreno vacío que hace de patio. Me veo jugando entre las sábanas y ropas guindadas de cuerdas sustentadas por postes de guaduas. Oigo una música lejana, risas infantiles y voces distorsionadas por el tiempo. No creo que en ese entonces hubiera pensado que si llegaran a construir de este lado desaparecerían la vivienda con las escaleras.

Entro directamente al salón, la puerta está abierta, siempre estuvo abierta. La mujer detrás de la máquina de coser me sonríe; una vecina sale de la cocina, le dice:

–Gracias por la pastilla de chocolate, se la devuelvo mañana.

Todo está igual. El porche servía de cuarto de costura y comedor. La mesa de comedor también se usaba para cortar, planchar, hacer las tareas. Era el pulmón de la casa, todas las actividades sociales del hogar se realizaban en ese espacio; desde allí la familia miraba el transcurrir de la calle y de la vida exterior.

Fueron años cuando todo el mundo se encerraba muy temprano. Nosotras no teníamos postigos, el miedo se colaba por entre los listones que nos resguardaban solo a medias. La radio y la Singer, eran nuestros bienes más preciados. Canciones de Julio Jaramillo, Olimpo Cárdenas. Boleros, tangos; noticias con Celedonio Martínez a la hora del almuerzo y la cena. En las noches, Jimmy Álvaro Vega con poesías, boleros… La radio: compañía total.

Estaban las otras habitaciones: la sala formal para las visitas –así la llamaba mamá–. Nadie venía, de todas maneras, su piso de madera debíamos encerarlo y sacarle brillo una vez por semana. A la derecha, separada por una cortina de crochet donde dos cisnes nadaban en un lago de hilo blanco, la habitación de ella. Al final, un espacio largo, estrecho, sin ventanas, donde unas claraboyas de vidrio pretendían iluminar. Era un socavón muy poco acogedor, donde no queríamos estar, excepto para dormir. Cuatro camas, una al lado de la otra, cubiertas con unas colchas celestes. En el fondo la cama matrimonial de la abuela, con su cubrelecho de rosetones de colores pastel tejidos a mano. Ahí nos apiñamos aquella noche, algo raro estaba pasando arriba. Mi mamá dejó su cuarto, las seis muy asustadas escuchamos las voces de varios hombres insultando al dueño de la tienda. Luego oímos los disparos, el caer de un cuerpo, el ruido de pies huyendo.

Sigo en la mitad de la calle –o creo que he permanecido siempre allí, no lo sé– no estoy segura de sí me alejé, si entré en la casa o si no lo hice. Miro alrededor; ya no está la casa, ni la de las Marías, ni de las Clelias. La tienda de Libardo desapareció. La cuadra es la misma pero no lo es, no existe nada del ayer. Solo permanecen los recuerdos. El corazón se desacelera el silencio me envuelve.

Quiero volver a mi vida. Lentamente emprendo el regreso. Está amaneciendo. Un borrachito grita: “¡un fantasma!” Un policía dice: “No, es una loca”. La ciudad se está desperezando, las campanas de la iglesia de San Francisco me sacuden. Desorientada, en camisón, con el cabello en desorden, llena de tierra y con los pies pesados trato de despabilarme. La angustia aprieta mi garganta. Quiero pedir ayuda, pero no consigo emitir sonido alguno. Esto es una pesadilla, me digo, tengo que despertarme. Como si estuviera en un remolino, que me va succionando, me siento hundir… hundir… hasta caer en la oscuridad más profunda.

Estoy muy cansada. Miro mi ropa sucia y hecha jirones. Ahora estoy segura, no lo he soñado. Pero… ¿qué ocurre? Un ruido chirriante como de zumbido de abejas me distrae. Es la televisión con sus rayas plateadas intermitentes. No tengo fuerzas para buscar el control y apagarla. En estado casi hipnótico regreso a esa noche que mataron al tendero. No hicimos nada, tal vez si hubiéramos alertado al vecindario lo podían haber salvado. Arturo era una persona muy querida, amiga de todos. ¡Claro es fácil decirlo hoy! En ese entonces el miedo era un manto oscuro que nos cobijaba ¿quién se atrevía en ese entonces a salir de la falsa seguridad que les daba su caverna?

Angustia, aflicción, tristeza o cualquier otra palabra sinónima era lo que conturbaba esa mañana a la gente en la calle, mejor dicho, a las mujeres que hacían corrillos comentando en susurros la sinrazón de esa muerte. La calle era otra. los niños no jugaban, como era costumbre, encerrados para que nos lo tocara esa gelatina horrorosa de la violencia. Los hombres se habían marchado al trabajo, seguramente silenciosos y sin mirarse. Las ventanas cerradas no dejaban salir la música de costumbre. A partir de ese día el barrio cambió, en un pueblo que estaba acostumbrado al zumbar de las balas, cuando dieron en el blanco de un ser como Arturo se sintieron vulnerables.

La identidad personal reside en la memoria, leí en alguna parte, yo sin embargo tenía ese hecho borrado. Esa niña que lo vivió agazapada, en la mañana buscó el porqué y no encontró respuesta, optó por el olvido. En esta noche de insomnio me doy cuenta de que soy una cobarde, seguí mi vida registrando solo lo placentero, moldeando mi carácter a fuerza de esconder. Entonces me pregunto ¿es mi identidad verdadera? Si el pasado está en mi presente y yo ignoré algo tan decisivo en mi formación y si parafraseando a Borges “lo que hace un colombiano es como si lo hicieran todos los colombianos” ¿padecemos todos del mal del olvido? Cómo construir futuro si seguimos haciendo lo del avestruz. Si el pasado es tan ambiguo, si construimos el presente con los recuerdos selectivos, este no es la realidad y el futuro se construirá en una pompa de jabón.

Creo que fue Abraham Lincoln quien dijo “Las místicas cuerdas del recuerdo resonarán cuando vuelvan a sentir el tacto del buen ángel que llevamos dentro”

El Caimo, febrero, 2021

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