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Cultura  |  14 marzo de 2021  |  12:01 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda

Cuento: Los reyes de los vientos y sus cometas

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Un texto de Álvaro Salcedo O. Publicado originalmente en el libro Recordar es jugar. Un proyecto del grupo Café y Letras Renata.

I

Finalizaba la década de los cincuenta, los jovenzuelos se aliaban en pequeñas galladas en los barrios de la naciente ciudad. Se juntaban para compartir momentos y aventuras inolvidables en los juegos populares que les permitían la creatividad, el compañerismo y la sana competencia. Pero como no todo es perfecto en la vida real, la rivalidad, la envidia y el egoísmo, también se presentaban en algunos de esos hombrecitos que se abrían paso entre las clases sociales que se venían consolidando en aquella época.

Esto, sin embargo, no era impedimento para que los pequeños compartieran el mismo pasatiempo o afición por las cometas ya que las actividades diarias, como ir a la escuela y cumplir con tareas de casa, se programaban. Los soplos de aire empezaban a golpear con fuerza la tierra en aquel final de julio… se acercaba agosto, el mes de los vientos.

Los imberbes muchachitos se equipaban para participar de aquella fiesta, porque soñaban con llevar a las nubes más altas, las más hermosas y coloridas cometas. Algunos solo pedían a sus padres, otros inventaban formas de conseguir algunos centavos que sumaran el valor de una cometa, pero otros no corrían con la misma suerte, ni las mismas oportunidades, para lograr la libertad con su propia cometa.

Los pequeños artesanos, elaboraban la estructura con tiras de guadua y el diseño se hacía en papel milano o sedas multicolores. Largas colas se encargaban de estabilizarlas en el aire, donde ellos sabían que era su oportunidad de lucirse con el mejor chulo de papel colorido. Los diseños creados de dos, tres y cuatro vientos, o cuerdas, eran una competencia en las alturas.

En las afueras de la pequeña población creciente, los barrios marginales, habitados por familias de escasos recursos, recibían algunos desplazados por la violencia y así el esfuerzo era general para sobre vivir con, por lo menos, un mínimo vital.

Los pequeños jovencitos eran protagonistas de hazañas creadas por ellos mismos, para disfrutar las interminables tardes de juego. Había un grupito que sobresalía por sus habilidades. Eran “los cuatro mosqueteros”, así se hacían llamar, como los de la novela de Alejandro Dumas con su lema “todos para uno y uno para todos”.

Sus nombres eran Juanito, Chucho, Carlitos y Jaimito, cada uno cumplía un rol cuando creaban y a la hora de ejecutar ideas.

Jaimito, de pequeña estatura, contextura delgada, cabello negro y rasgos mestizos, era un apasionado soñador por las cometas, afición que nació de escuchar las historias asombrosas de su abuelo, un autodidacta, lector de cuanto libro llegaba a sus manos de cultura oriental y de las historias de Marco Polo que lo ponían a alucinar.

Cada agosto, para Jaimito era vivir la libertad en el aire. Trabajaba meses con dedicación haciendo mandados para reunir el valor de su cometa soñada y la madeja de hilo calabrés. A la madeja que compraba, le unía gran parte de piola reciclada que sus compañeros le conseguían, para poder llegar a lo más alto del cielo azul y alcanzar al rival de turno.

En las tardes soleadas, el lugar acostumbrado por los afiebrados elevadores de cometas, era el conocido “llano del Combeima”, una extensa planicie donde las brisas frescas del rio se mezclaban con los vientos tropicales del lugar.

Jaimito muy alegre con su cometa, fue a donde lo esperaban sus compañeros Juanito, Chucho y Carlitos, que conocían lo serena y alta que ella se proyectaba hacia el azul del cielo, pero allí estaba ya su adversario. Ramón, a quien apodaban “el rey de las alturas”, un jovencito de tez blanca, rasgos finos, cabello rubio y de clase acomodada que conocía el llano, donde se ponían cita para competir.

Tenía una cometa muy bonita, de largas colas a colores que la hacía demasiado serena al levantar vuelo y que llegando a lo profundo del firmamento, era como un pequeño ‘chulito’.

La de Jaimito, un poco más abajo, tenía su encanto pues en ocasiones cuando el viento arreciaba, hacia unos giros de 360°grados para quedar bailando nuevamente con el azul celeste como fondo. Se movía alegre, aunque a veces asustaba a su dueño, pero sin pasar a mayores. Terminado el juego, la bajaba de los aires con amoroso cuidado y la llevaba a la casa. Era su orgullo. Al siguiente día, ante un sol resplandeciente y vientos tibios, seguiría siendo el dueño de ese encanto que tienen las cometas, allí en el llano rodeados de naturaleza y de olores diferentes.

Un día Carlitos no aguantó más la envidia y le dijo a Jaimito: “baje la cometa”, “¿pero para qué?” preguntó Jaimito… “bájela y ya le digo”. Cuando la cometa estaba en el suelo, Carlitos saco de su bolsillo una envoltura con una cuchilla “Gillette”, y le dijo: “ajustemos esta cuchilla en la punta de la cometa” y haciéndole una ranura a la vara que atraviesa la estructura, le incrustaron la cuchilla y nuevamente fue echada al vuelo.

La cometa bailaba alegre haciendo remolinos que llamaban la atención, pues en ocasiones parecía caer, pero eso era parte del espectáculo, porque nuevamente se levantaba hasta la parte más alta y seguía como si nada pasara. Parecía entender “la tarea que se le había encomendado”, pues danzaba con los vientos de lado a lado.

En un momento la cometa de Jaimito estuvo cerca de la de Ramón, gracias a la piola reciclada que sus compañeros le habían traído. Seguía el ritmo de la brisa y parecía que nada iba a pasar. La tarde comenzaba a caer, el tiempo en el aire se acortaba, el plan de derribar la cometa de Ramón, planeado por Carlitos, parecía fallar. De pronto, la cometa de Jaimito hizo unos giros violentos a lado y lado de la de Ramón, “el rey de las alturas”, hubo unos lances como de torero y de repente, la cometa embestida se alejó volando como un ave y se perdió en el espacio. El pique de Carlitos cumplió su objetivo.

El “rey de las alturas” solo acata a entregar la madeja de piola a un compañero para que la recoja y sale desesperado tras de su cometa a ver en donde va a caer. Mientras tanto; la de Jaimito, se viene en picada hacia el suelo, pero antes de caer; se levanta suavemente como si le dijera a los jovenzuelos: “la tarea ya está hecha. Ahora yo soy la reina de los cielos” y bailando en lo más alto del firmamento, parece mirar a los amigos de Jaimito. Él es ahora el verdadero rey en las alturas de los vientos de julio y agosto.

II

En aquellos tiempos, años 58 al 65, jóvenes que no tenían para comprar una cometa se distraían en los llanos o en los grandes solares de las casas viendo elevar a otros sus cometas en distintos puntos de las poblaciones. Las cometas, los panderos con sus resplandecientes colores, eran lanzadas al vuelo, unas serenas y otras “medio cabeceadoras”, hacían piruetas o remolinos, mientras que otras reventaban la piola y salían volando.

Los intrépidos salían disparados a ver dónde caía para atraparla y hacerse a ella, pues esto era como ganarse un premio. No faltaban los que pensaban apropiarse de una en pleno vuelo y su imaginación trabajaba en ello.

Este elemento consistía en dos pedazos de teja de barro o dos piedras que conservaran un peso y tamaño similar, ovaladas o alargadas y un pedazo de piola, calabrés o cáñamo, que no superara el metro. Tomaban la piola y amarraban en cada extremo la piedra o pedazo de teja. Los tres o cuatro “cazadores de cometas” se internaban en la espesura del monte siguiendo la dirección del viento, armados cada uno con su onda rudimentaria o “capa hilo”, que elaborada con toda la técnica del caso, comenzaba a girar en el ejercicio de cómo lanzar una onda.

Algunos chicos lo hacían solo por rivalidad, porque la cometa del vecino era mejor que la suya, otros por envidia ayudados por compañeros que querían hacerse a una buena cometa y otros, créalo o no, “por solidaridad”, para dársela a un compañero que no tenía cómo comprarla.

No era una cuestión fácil, los cazadores fallaban en sus intentos, pero entre tantos, por fin uno daba en el blanco con su “capa hilo” y la cometa al ser enredada por la “cuasi honda”, se venía abajo.

De inmediato uno, actuando como la liebre, corría por la cometa y se perdía entre la vegetación mientras que otro recogía el hilo arrancado de la cometa y un tercero, o si existía un cuarto, tiraba del hilo que quedaba en manos del dueño de la cometa, quien no atinaba a pensar qué había pasado, pero no todos, porque algunos… “la olían”, pensando que eso era obra de los capadores de hilo.

Los jovenzuelos “capa hilos”, en ocasiones vivían cerca de sus víctimas y por eso a los tres o cuatro días, mandaban a uno de sus compañeros a ver si en el llano se encontraba el agredido.

Aquel hacía el patrullaje y regresaba a contarle al grupo que ya estaban elevando una cometa nueva, grande y hermosa… Se había olvidado el episodio pasado y había que seguir disfrutando del encanto de las cometas en el cielo abierto, por lo tanto los ladronzuelos podían elevar la cometa cazada, pero eso sí, bien apartados de su víctima.

Entre conocidos posiblemente todo se perdonaba. Borrón y cuenta nueva, porque el entretenimiento era el calmante que perdonaba las pilatunas.

 

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