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Cultura  |  21 marzo de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

XXXVI. NOTAS DE LA PESTE UNA PRESENCIA INMOVIL

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Enrique Barros Vélez

Finalizando la tarde salí a hacer mi caminada diaria. Al pasar por un punto del cerramiento que bordea el Parque de la vida, frente a la avenida Bolívar, vi a un joven indigente sentado en el andén, abrazando sus piernas recogidas, a pesar de que estaba cayendo una ligera llovizna. Estaba descalzo y vestía un bluyín de tela y una chaqueta impermeable con gorra protectora. Me extrañó su pasividad ante esta circunstancia tan adversa.

Mientras recorría el parque de Los fundadores la llovizna fue arreciando paulatinamente. Aunque todavía no alcanzaba a ser un aguacero decidí regresar, pues podría tratarse del que se había estado anunciando con el cielo cargado de nubes negras y resplandecientes tramos de lluvia a distancia. En el camino de regreso las calles estaban húmedas y oscurecidas, con pequeños charcos en los andenes. Y sus pocos transeúntes pasaban de afán, con visible incomodidad. Al aproximarme al lugar vi que aquel joven continuaba allí, con la misma actitud. Dejé la prisa mientras intentaba entender su extraño comportamiento. A pesar de la llovizna el hombre parecía indiferente ante lo que ocurría y al acatamiento de alguna medida que lo protegiera del contagio con la peste. Estaba emparamado, absorto, abstraído del mundo y con su cabeza cubierta con la gorra de la chaqueta. Su mirada estaba dirigida hacia el frente y no se inmutaba. Así, solo, mojado, inmóvil, sentado en el andén encharcado, sin protección contra la lluvia, parecía asumirse como un ser residual a la espera de alguien, o de algo, que dispusiera de él, como si fuera una basura humana.

Y entre la reciente oscuridad, con su incesante llovizna, sentí tristeza por su absoluta indefensión y miseria. Parecía haber naufragado en sí mismo, desentendido por completo de la realidad. Por eso abrigarse de la lluvia le era igual a recibirla sobre su cuerpo. La diferencia no le importaba. Pensé entonces en las recónditas razones que tendría para haberse desengañado tan drásticamente, desestimando su cuidado y la esperanza de una vida mejor. A diferencia de los otros desprotegidos y desposeídos de todo, éste, al parecer, estaba decidido a no luchar más, a considerarse un ser excluido del entorno social. Un cuerpo sin validez, a la espera del momento final. De nuevo me pregunté cómo podría resistir esa tormentosa vida esta persona sola, ausente de sí misma, carente de medios de supervivencia y desprovista de motivaciones y de afectos que le ayuden a aferrarse a la vida. Entonces lo sentí transformado en un muerto en vida, en un fantasma encarnado que, no obstante, sufría de hambre, de frío y de tristeza. Una persona que tal vez ya había perdido su propio nombre y ahora solo era parte de las estadísticas, convertida en un despojo con presencia humana.

Yo me había detenido unos metros antes para contemplarlo. Ni se dio por enterado. Eso me permitió acercarme más. Por su cabeza cubierta, y sus hombros, rodaba agua que él parecía no advertir. Eran minúsculos chorritos que formaban cauces sobre su chaqueta. Pero seguía ausente, desentendido. Como lo hacemos muchos de nosotros cuando pretendemos no ver lo que vemos, siendo conscientes de nuestro bienestar y de las desventuras de muchos otros que nos rodean, pero optamos por seguir ensimismados, mirando solo hacia el frente, sin importarnos, muchas veces, las penurias que recaen, como chorritos de agua, sobre los hombros ajenos. Porque así somos… Febrero 12 de 2021.

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