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Cultura  |  26 julio de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda.

Cuento: Aurora o los recuerdos

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Este texto hace parte del libro "Te das cuenta que no hay nada que amar", y se publica con autorización de la familia del escritor Gustavo Rubio.

De nuevo caía la lluvia y tu rostro en mi rostro era uno solo. Ni siquiera nos acordábamos de la risa corriendo tras de nosotros el día en que nos perdimos; me buscabas en la oscuridad dejando de lado la circunstancia de mirarnos en el espejo cada mañana, como ciegos tocábamos las paredes palpando quizás la primera arruga del amor; tú arrodillada y ciega buscándome en las paredes de esta casa.

Yo, buscándola arrumada en la alfombra de su desdicha, una alfombra arruinada por los años y a la que contaba mis búsquedas de ciego enamorado tras la sexualidad del vicio, ella protestaba por lo que consideraba un abuso y la alfombra acaso le respondía algo porque pocas veces se levantaba y cuando lo hacía me miraba de soslayo, repetía que hasta cuándo habría de soportarme, pero en voz baja para que yo no oyera; fue la primera estrategia que inventamos y luego la del loro que hablaba por nosotros, animalito ese que repetía todo cuanto pudimos decirle para que dijera al otro.

Ahora es el presente y estos juegos sirven para poco, mi boca no te nombra Aura, estás sola en el fondo del espejo, miro tus sienes, ese rostro que envejece sin mis manos, Aura yo la amo aún le digo, ella baja su frente blanca, sus ojos no me miran, usted ya no cree en mis palabras, no sonríe como antes cuando era ciega y chocaba con las paredes y rompía a llorar sobre mi hombro para luego escapar por el salón en dirección a los pasillos; vamos corriendo por pasadizos del pasado y la encuentro con un pincel en la mano, trae el otro pincel me dice, yo corro y no encuentro lo que ella quiere, encuentro uno que se le parece y debo posar para ella que me considera tortuga de colores y ella Aquiles, el tiempo nuestro es así pronuncio, nos besamos para luego destruir el cuadro, cualquier asomo de crítica es causal de destrucción de algo, de ese modo nos destruimos poco a poco.

Ahora ha desgarrado la cortina azul, compraremos otra, dice, y todo porque de tanto azul que era nuestro mundo no soportábamos que se dijera esa cortina esta vieja para cambiarla de inmediato, si decíamos qué televisión tan mala apagábamos el aparato y de ese modo nos apagábamos hasta nosotros, y cada uno se aburría tanto con el otro que nos pusimos máscaras, y cuando las máscaras no sirvieron para nada tuvimos que escondernos, y cuando ya no servía ni siquiera escondernos nos encontrábamos de madrugada y decíamos buenos días como dos buenos extraños.

Por eso y a pesar de compartir un cuarto y una cama y esos niños ella tiene que cantar mientras se ducha Que viva el gran amor/tu gran amor/que viva mi dolor y vivamos/y viva ese poco de amor que me falta/y que no podés darme/con todas esas compañera mía/reemplazarte no sé/creo que no podría/perderte ahora podría ser/recomenzar para buscar otro amor que/probablemente no esté para que vivas vos.

Te lanzabas con gesto de rabia y me perseguías por toda la casa, querías matarme con tus azules sueños y mis sueños rosa se enfrentaban a los tuyos, pero también la ternura en uno de los pasadizos donde los sentimientos y nosotros subían las escaleras y nos tocábamos las turmas y se enfriaban las palabras, la idea platónica en la frente, la rosa inalcanzable en mi mano, nos tendíamos sobre la alfombra y podíamos tocarnos el hueso más pequeño de la memoria y el beso, petite mort cuando la rajita de tu soledad era estrujada por mi mano, y dale amor mío y el dedo lógico me arrastraba hasta el ombligo lo besaba ojos cerrados lo lamía, tus pelos bajo el ombligo mordidos por los dientes voraces y era llegar a la montaña de queso oloroso mar podrido, perderme en las aguas con sabor a algas, encontrar en las profundidades una muchacha que olía a carroña, encontrar al centímetro la venta de cristo en la puta oscilación del no me dejes así muchacho mío y yo muriéndome de la risa de ver y oír un gallo que sonaba poing poing; Aura se frotaba la cara y Álvaro la mira con su caballo vertical vomitando la masturbación en la exacta boca de la estatua al progreso, Aura unta de mierda la boca y los edificios, las avenidas de tanto amar en vano, los coches último modelo, las boutiques del uniforme universal, la mierda se arrastra y penetra en los hogares de la decencia, en los prostíbulos de la modernidad cartesiana, rompe los sistemas del saber hegeliano, caga el bozo de Aristóteles y la rosa que buscábamos amor mío, esa rosa del amor profanado, Marx o las comedias no lo olvides, Álvaro se inclinó en la larga noche y arrojó en el bello culo de Aura la terrible explosión que niega a los que mandan un hijo más, basta por ahora mierda mierda.

La mierda eres tú, la mierda no es del gusto adelantado, la fraternidad universal, la igualdad abstracta, cuentos Aurita, como ese poema de León Felipe que dice en tus oídos de medusa estremecida por mis besos lo mismo que te estoy nombrando, haz algo de comida que me muero del hambre.

Aura se pierde en uno de los pasadizos y Álvaro va tras ella, vivir es una ofensa grita a lo lejos como ofreciendo una pista, Álvaro sigue esa cola de silencio que semeja el olor de algún beso, el sentimiento azul-rosa escapa por puertas y ventanas, baja las escaleras y ellos siguen ese crepitar de cenizas fosforescentes; el loro ya aprendió a hablar como lo hacen ellos: amor-sentimiento: pueblos llevados del carajo.

Amor-compasión: pueblos muertos de hambre. Amor religioso: pueblos pensando en morir sin importarles la muerte. Amor-historia: pueblos racionales y sistematizados, la pasión no cuenta. La ciencia-técnica: el cono sur y la memoria saben de los horrores o comienzan a saberlo. El loro jadeaba al decir lo último y continuó, el asceta se torna duro con su cuerpo para liberar su psique, el libertino comienza por endurecer sus sentidos y su psique (que antes llamaba espíritu) y su fin es la ataraxia. Un ascetismo al revés. Sus arquetipos son las piedras, los metales. Su libertad es la dureza.

Aura admite que ahora las cosas son a otro precio, y el loro repite a otro precio a otro precio a otro precio: el loro de pecho azul ha llegado a la hora exacta, es el intermediario entre los amantes que olvidaron las palabras.

Álvaro baja las escalas para iniciar sus ritos con el silencio; siempre le ha ocurrido que estando atormentado por las negaciones de Aura, le hayan asaltado las crisis y luego nada mejor que hundirse en aquella oscuridad de sótano húmedo y maloliente, Aura debe haberse perdido ya por alguno de los pasillos; entre las sombras emergen simulacros de llamas, perfiles de muebles viejos, ropas usadas y demás cachivaches, explosión de imágenes que suponen montones de ceniza y él imagina que lo van cargando los diablos hacia lugares más oscuros y hoscos todavía, lugares donde los castigos son invenciones de literaturas fantásticas como las del paganismo o las del verborreo cristiano y musulmán, y abre los ojos con la desmesura propia de quien siente que hay una mujer que duele en todo el cuerpo, y ello es un latigazo porque Aura no aparece: por primera vez no la tengo a mi lado después de caminar un rato por estos pasillos, de pronto ya ha subido al cielo, vale decir ha de estar barriendo, Álvaro sube las escalas y la encuentra con el loro que repite todo cuanto oye, ella dice que su silencio se debe a que ya lo siente como un extraño en su vida, y el loro repite extraño y vida, elimina la conjunción y queda extraño vida, extraño vida.

Sin embargo él oye que si va a salir no olvide comprar palillos para los helados, que traiga jamón y pan francés, que se enamore, que no tarde, que me quieras mientras caminas, que no esto y aquello, y la pesantez lo embarga que ya le duelen los codos, la espalda y las posaderas, imagina que Aura va de su mano como años antes, que la llama los funde y emergen como piedras, que se queman dos horas entrelazados de espanto, y Aura lo arroja escalas abajo, le ofrece esa sabiduría de los golpes que tanta falta hacen cuando se es joven y se tienen las piernas cortas, el corazón lleno de amores imprevistos, cuando las canas comienzan a brotar y nos damos cuenta de que es hora de sentar cabeza, hacer las cosas porque hay que hacerlas, huir del camino que otros nos señalaron porque ese camino es incierto y la verdad es una convención y un sofisma, y callarse después largo tiempo para decidir una vez más que a pesar de la bruma y los silencios no queda otro camino que seguir cargando con todos los horrores de esta mierda de vida, que hay que hacer exactamente lo mismo, no decir nada, callar la jeta, vivir como todos, ser papá o mamá o las dos cosas, acomodarse pendejo, gruñir nada más que por comer, dormir y cagar, hacer de los hijos hombres y mujeres leales a la sociedad, a los principios, no quejarse por nada, ver la ilusión volar todos los días a la misma hora y por el mismo canal llevando en su vientre los hábitos del amor y sonreír de la dicha, ponerse viejos y demacrados como las papas que venden en los supermercados, para luego levantarse de los escalones y decirle a Aura que se halla ahora mismo viendo televisión con los niños, que en efecto va a salir y recordarla sonriendo con la picardía de entonces cuando un pajazo te mojaba las narices y lo lamías llorando, Aura deja ese niño y conversemos un rato con el loro de Nietszche, el loro repetidor de palabras y retornos que acaso sea el nuestro y dile a la vecina que nos lo cuide; vámonos a correr Aura por nuestras paredes y pasillos, por el mundo que imaginamos y que es el único cierto.

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