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Región  |  20 marzo de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Córdoba (Quindío), el territorio de la ensoñación

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Por Roberto Restrepo Ramírez.

Desde hace muchos años, cuando conocí las bondades de la naturaleza y la profundidad de los conocimientos sobre ella - pero en relación simbiótica con el ser humano - comencé a utilizar un término del mundo chamánico, la ensoñación.

Ensoñación - o ensueño -, cuando nos encontramos en la esfera de la realidad anhelada, pero creemos que ello es un sueño más. Cuando comúnmente despertamos de un letargo, recordamos solo la última parte del (de un) sueño y nos desenamoramos inmediatamente. Porque volvemos a la normalidad de nuestra cotidianidad.

Pero cuando encontramos - o mejor, se nos presenta - la sensación de sueño, con los ojos abiertos y los sentidos despiertos, ahí sí entramos en ensueño. Vale decir también, en - sueño. Tal vez, los productores de la famosa película de Disney que se proyecta por estos días, y que tiene como inspiración al Quindío, estuvieron cerca de titularla " Ensueño". Pero ella se quedó en la denominación de "Encanto". Permanecieron ellos cerca del territorio del ensueño, aunque se dejaron envolver de la magia de la naturaleza de otro lugar parecido. El que somete nuestras emociones, por el asombro que despiertan las palmas de cera de Salento y del valle de Cocora. En otras palabras, se encantaron de sus atributos. Los personajes de la película fueron - y son - los portadores de la fantasía de esta tierra, porque eso inspiran las alturas y las imponentes montañas de nuestro departamento.

Pero, como le ocurre a cualquier encantador, llegó el momento de deshacerse del halo mágico. Y como nos pasa a todos, siempre regresamos, pacientes y conformes, a la verdad de nuestra existencia.

Eso sentí cuando, después de ver esa bella versión de la cinta, volví a imbuirme en el Quindío carnal - y a veces amargo - de la realidad.

Pero, además de Salento y su valle mágico de altivas palmeras, el Quindío tiene un territorio ensoñador. Comienza en un lugar por donde corren rápidas las aguas de una corriente que se ha dejado bautizar con tono de color[H1] . "Río Verde" es su nombre y, en verdad, hace juego con las tonalidades de la vegetación de sus alrededores. En esos lares entendemos por qué las frondosas arboledas no se enquietan, sino que se mecen, hasta con las suaves brisas. Y allí captamos su perífrasis, cuando escuchamos que "susurran los guaduales". Avanzando por la vía hacia el horizonte levemente montañoso, el río - y su murmullo - nos sigue acompañando. Solo que vamos en sentido contrario a su destino. Como buscando su nacimiento. Nos topamos con un camino adicional, que se eleva, el que lleva a Pijao. Pero decidimos continuar en la compañía del río, siempre a nuestro lado, refrescándonos.

Pronto llegamos al primer destino. Y allí, una casa sencilla es la entrada a la primera estación ensoñadora. También tiene un nombre bondadoso, “Flor de Café”. Es un refugio para el espíritu creativo y la memoria. Porque allí se le rinde tributo al recuerdo y a la obra de un hombre que, alguna vez, tomó de la naturaleza frondosa de los guaduales sus pequeños retoños. Él bambú, nombre poético dado a esos trozos generosos, muy pronto se volvió arte en sus prodigiosas manos. Su nombre, Jair Londoño, toda una leyenda. Viajar al municipio de Córdoba y no solazarse con la admiración que despiertan las obras manuales de este singular artista, muerto en 2016, es como "llegar al paraíso y pasar directo al purgatorio”, tal cual lo escuché alguna vez de labios de un abuelo.

Frente a la galería artística, donde la hija de don Jair atiende con amabilidad al visitante - al otro extremo de la vía carreteable pavimentada- todavía se aprecian las instalaciones de lo que se constituyó hace años en el Centro de Investigación sobre el bambú guadua. Hoy está parcialmente inoperante y vedado al disfrute de los que deseamos conocer los secretos de esas varas nobles, que también son llamadas el "acero vegetal". Pasamos de largo, pero todavía no vencidos, porque sabemos que más arriba, llegando al pueblo, los gigantes especímenes se nos mostrarán vivos y mucho más mecedores, en medio de otro de los apelativos endilgados al movimiento de su follaje. Esto es, en "arrullo de guaduales".

En efecto, unos metros adelante, la ensoñación de la naturaleza luce con sus maravillas arbóreas. Es el llamado "túnel de samanes", un sendero de estos nobles y fuertes árboles, que don Jair había sembrado hace años para lograr un cometido estético arrancado a Natura. Pasamos la bella oscuridad parcial del túnel y empezamos a ascender levemente. Siempre el río seguía, cómplice, a nuestro costado izquierdo.

Córdoba apareció por fin. Algunas casas de la colonización sobrevivientes de la tragedia telúrica. El silencio relativo de un pueblo de montaña. La guadua y el bahareque, en escasa condición constructiva, pero siempre allí, mostrando su fortaleza. Ello lo pudimos constatar en su Casa de la Cultura, que asumió el nombre de uno de sus cultores, Horacio Gómez Aristizábal. La casa es hermosa, porque la guadua, lustrosa, se impone en el corazón físico de sus paredes. Es la materia de la naturaleza arropando la energía de la cultura.

Afuera, además de caminar por la sosegada calle, nos espera otro espacio ensoñador. La casa campesina dentro del casco urbano. No es un sueño. Es ensueño. La vivimos, en medio de su humildad y yo regreso al tiempo de mi niñez. La familia que la habita nos recibe con asombro. ¿Cómo es posible que un grupo de citadinos admire la sencillez? A veces no se entiende que en la modestia está presente también la supervivencia de la cultura tradicional. Gritamos de entusiasmo cuando vemos los detalles campesinos. Las matas de flores, en recipientes de ollas no usadas, pero hermosas, colgando de los estantillos superiores del corredor. El mismo que limita con el patio de tierra donde otras matas sembradas son las reinas. Un gato que retoza en el espacio sombrío, donde empieza un pequeño pasillo que lleva a la cocina. Acogedora ella, como el corazón de una abuela. Y, atrás de la casa, otro murmullo nos llama. Allí están el antiguo lavadero y la fuente de la que emana el sonido cristalino, el nacimiento de agua que constituye el tesoro. Las habitaciones interiores, las colchas de retazos, el piso de tabla, la bondad humana de sus habitantes, los cuadros en la pared. En fin, el sentido ensoñador del verdadero Paisaje Cultural Cafetero Colombiano. Todo, en el lugar menos imaginado. Donde, además, se nos multiplican las sensaciones de nostalgia, la de la tierra de nuestros antepasados, los descuajadores de montaña que forjaron allí su destino.

Ya es la hora de la partida. Emprenderemos el regreso, ahora sí en dirección paralela al río, que corre a veces más que nuestro vehículo. Pero, imposible abandonar Córdoba sin entrar al recinto de la reminiscencia musical, el café Aquilino. El pintadito espumoso. Los buñuelos para acompañar el algo. Las sillas antiguas del bar tradicional. Las mesas, también añejas, con decoración hermosa. El piso de baldosa patrimonial, donde las formas estéticas se rompen en armonía, con las figuras geométricas caprichosas que se formaron cuando la pizca de cemento del palustre las fijó al piso. Las mesas de billar y el movimiento de los tacos y carambolas, porque ya, al avanzar la tarde, el esparcimiento se concentra. Algunos juegan y otros observan.

Aquilino, el café con puertas de hierro forjado. En la casa de una planta, donde el techo de tejas de barro resguarda a una de las pocas estructuras de bahareque del municipio.

No queremos retornar. El ambiente ensoñador nos envolvió, ahora sí, con la música de fondo.

Pero la certeza de regresar a Córdoba, pronto, nos anima. Porque debemos volver a la realidad, la del trajín de la ciudad.

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