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Cultura  |  17 octubre de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

El ojo Mágico

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Este texto fue escrito por Luis Carlos Vélez B, y hace parte del libro antológico La radio en el Quindío

En la infancia de Lucas Yarumales, el ojo mágico del radio RCA Víctor de tubos de su casa, tuvo una mezcla de misterio y encanto especiales. Aún hoy puede describir el mueble: seis compartimientos con puertas arriba y abajo. Arriba, uno a la izquierda para discos, otro a la derecha donde se encontraba la manija en forma de estrella que ubicaba las emisoras y para el funcionamiento del tocadiscos Philips. Entre ellos, estaba el radio. Abajo, dos compartimientos para discos de 33, 45 y 78 revoluciones por minuto y otro alojaba el tocadiscos Philips.

Las puertas tenían en sus marcos un hule amarillo flexible. Lucas encendía el radio y mientras calentaban los tubos, observaba cómo el ojo mágico, menor que una bola de ping pong, le permitía, a medida que giraba la perilla de las emisoras, saber cuándo la sintonía era perfecta. Se preguntaba de donde salían las voces de las personas, y empujaba el mueble para mirar la tapa que cubría el interior del radio. Alguna vez aflojó los tornillos y pudo ver tubos y sus cabezas de luces diminutas de diversos tamaños; la jungla de cables de colores entrecruzados y la plataforma que servía de soporte a la totalidad de las piezas. Por temor instintivo a una descarga eléctrica evitó
manipular o limpiar el polvo del interior del aparato.

En las mañanas, la tía Margarita escuchaba noticias, y a veces en las tardes sus intérpretes preferidos: Margarita Cueto; Alfonso Ortiz Tirado, Juan Arvizu, Pedro Vargas y Víctor Hugo Ayala, entre otros, que aparecían en las carátulas de su discoteca de más de 250 acetatos. Esto era interrumpido por la abuela Mariana Esther que escuchaba las radionovelas sentada en su silla de mimbre, y ante la mirada atenta de Póker, el perro dálmata de la casa, que parecía llorar con ella las
tragedias de “El derecho de nacer”. Por primera vez las lágrimas de la abuela le enseñaron a Lucas que las canciones y radionovelas generaban emociones, recuerdos tristes o felices en sus oyentes.

Años más tarde, en la época escolar, cuando Lucas quiso escuchar la música de la discoteca familiar, aprendió a encender la radiola compuesta del radio RCA Víctor y el tocadiscos Philips.
En este punto, observaba que el ojo mágico suspendía su brillo, y quedaba oscuro, porque solo tenía que ver con el dial de las emisoras.

Animado por el aprendizaje, aprovechaba las horas en que la tía salía de visita para escuchar las canciones de su agrado. Un día ella regresó antes de la hora prevista y descubrió su afición, pero lejos de molestarse, lo nombró su “pone discos”. En adelante, cada vez que tomaba en compañía de Gonzalo, su marido, Lucas colocaba los temas solicitados y sólo escapaba al cargo cuando vencido por el sueño, el cansancio o lo avanzado de la noche, terminaba dormido en la butaca pequeña, y la tía lo reemplazaba.

A finales de 1959, su familia viajó a la ciudad de Cali. El radio RCA Víctor con el tocadiscos Philips ocupó sitio especial en el camión Dodge que recorrió la vieja ruta Armenia, Calarcá, Barcelona, Caicedonia, Sevilla, Uribe, Cali. Un año después, por la muerte de la mamá de Lucas, la familia regresó. De nuevo en Armenia, en una casa de bahareque con corredores hacia un pastizal
callejero, el encanto de la vieja radiola, alegró sus tardes al regreso de la escuela, hasta cuando la abuela, ocupada en el lavadero, la cocina o el planchadero, recordaba sus radionovelas y cambiaba sin remordimientos la emisora.

A Lucas no le quedaba otra opción que escucharlas. Sólo le quedaban los sábados y domingos para escuchar música o la narración de los partidos de fútbol del Deportivo Cali, en la voz de Joaquín Marino López, y los cortes comerciales de un locutor de cuyo nombre no tiene memoria.
En casa escuchaba programas de música moderna que la Voz de Armenia, ubicada en el Pasaje Lujimenez, transmitía al mediodía con la animación de Javier Ocampo Zapata, y en la Voz del Comercio noticias en la voz de Henry Pineda Rodríguez. Aprendió los nombres y trozos de algunas canciones de los mejicanos César Costa (“...Corazón loco...”), Alberto Vásquez (“... tu significas todo para mí...”) y Enrique Guzmán (“... quiero gritar, quiero implorar y ya no puedo...”), al
lado de cantantes colombianos Oscar Golden, Harold, Los Yetis y el cantante quindiano del momento, Álvaro Román.

Si bien en esta época la afición a la lectura aliviaba la tristeza, y la música le servía de refugio y evasión de la realidad, las radionovelas del pirata Felipe el Calabrés, protagonizada por Carlos Mejía Saldarriaga, Renzo el Gitano, Chan-Li- Po, y El Cosaco Ruso, trasmitidas entonces en horarios que no se cruzaban con las clases en las escuelas República de Ecuador, Antonio José de Sucre y el colegio Rufino, le permitían imaginar las aventuras narradas en la voz emotiva de
los actores, acompañada al fondo de la emisión por el despliegue de ruidos y gritos creados en el estudio radial.

Los años sesentas, época de grandes baladistas: Raphael, Sandro y con ellos los grupos: “Los Ángeles Negros”, “Los Terrícolas”; “Los Pasteles Verdes”, “Los Galos”; “Los Golpes” y “Los Iracundos”, al lado de Gustavo Quintero y Rodolfo Aicardi, dejaban escuchar sus canciones en la vieja radiola RCA Víctor-Philips.

Antes del año 70, las radionovelas que en su niñez y adolescencia escuchó por fuerza, no tuvieron espacio en su atención, y otras preferencias musicales marcaron el rumbo auditivo de Lucas: la música moderna tronaba sin cansancio en las fuentes de soda, cafés y cantinas, y en la radiola RCA Víctor-Philips. Después llegó el momento de la despedida de los viejos amigos. Lucas abandonó la casa. El trabajo esperaba y con él, nuevos amigos, noches de farra
acompañadas de nuevas canciones, y sin radionovelas.

Años después, de visita en el inquilinato donde vivía el tío Germán, desde la puerta escuchó las voces de Los Trovadores de Cuyo interpretando “Dónde andará”. Se sorprendió de ver sobre la mesa, que hacía de comedor y de planchadero, el viejo radio RCA Víctor, sin su compañero de toda la vida, disuelto el “matrimonio”, con el tocadiscos Philips, y sin muestras de rasguños ni descuido.
-¿Y esto tío?

-Mi hermanita Margarita me lo regaló.
-¿Y el tocadiscos?
-No sé, mijo.

Por muchos domingos escucharon música de Los Trovadores de Cuyo, El Dueto de Antaño, Olimpo Cárdenas, y Lucho Bowen en el corredor del inquilinato que miraba hacia la avenida 19, acompañados de sardina con arroz, ají, gaseosas y pan, con el RCA Víctor a volumen tal, que algunos conductores reducían la marcha para escuchar las canciones de épocas remotas.
Pasaron los años, el tío tuvo que llevar el radio al montepío, y Lucas no lo supo.

Entre los papeles que dejó, se encontró la boleta de empeño en el bolsillo de un saco viejo arrumado en un rincón, entre palas, regatones, azadones y el fuelle para envenenar hormigas arrieras en sus trabajos. Al lado del radio transistor Sanyo, inservible con sus canaletas unidas en forma de ele, estaban las tres pilas Eveready, sulfatadas. Lucas hizo cuentas de los intereses vencidos y pese al monto quiso rescatar el radio.

“Amigo, no hay caso”, dijo el dueño de la prendería Cintrón. “El señor que lo empeñó no volvió, y el aparato fue puesto en el estante de las ofertas. Se lo comieron los intereses. No duró mucho ahí. No dio un brinco como dicen. Ni una semana… un radio de esos no se consigue fácil”. De regreso, y mientras hacía trizas la boleta, revivió sucesos que le enseñaron a imaginar lo escuchado en la radio, lo leído en los libros y a leer los paisajes. Sintió que a sus espaldas el ojo mágico del radio lo perseguía y le hacía guiños de recuerdos que no olvidaría.

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