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Cultura  |  27 diciembre de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

El gato del mudo, capítulo dos: La madre

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Este es un cuento del poeta y escritor colombiano Gustavo Rubio, que murió en el año 2020. La historia se escribió en 1984.

Debo calmarme. La noticia es falsa, supongo. De todas maneras, han dicho en la radio su nombre: Jacinto Tara; esta noche no envía la luna sobre mi bello rostro el reflejo esmaltado de su imagen, esta pintura avanza cuán uniforme desaparición frente a mis ojos, ese sonido de los pasos de Roberto acaricia los oídos de una manera demoníaca, ¡oh! Si Roberto comprendiera la terrible anunciación que pende sobre mi vientre ahora que estoy mirando, que miro en el espejo; pero Roberto juega y juega con sus pasos, ya veo algo insólito en sus ojos, ¿lágrimas? Horror de horrores, un hombre no debe llorar.

Recuerdo a mí amado esposo que derramó la primera de sus lágrimas, no fue precisamente porque tuviera en su pecho una pena encebada o un traspié calculado, no, lloró, yo lo sé, porque le dije que nuestro carro había sido estrellado al amanecer de ese día por el zumbambico de mi cuñado, Horacio.

Una lágrima tan blanca, mojó la destrucción lentamente caminando el caminante en su andar errante, el carro destrozado; su lágrima rodó al montón de escombros, me miró, recuerdo: Como quien pierde la vida. De todos modos, nunca más lloró. Ahora este vergajo del Roberto, trata con sus lágrimas de ocultar todo el daño que causó al pobre muchacho; cómo lo perseguía, cómo le privaba de salir a la calle, le negaba el mínimo movimiento, le hacía llorar amarrándolo al poste aquel que estoy viendo, cómo le insinuaba los malditos juegos de la hechicería haciendo cantar al gato esa canción, para mí un aguardiente, un aguardiente de caña, el pobre Jacinto se contorsionaba porque odiaba todo lo referente a su pueblo y aún peor cuando canturreaban ambos ese atroz verso que dice: qué orgulloso me siento de ser un buen colombiano, Roberto, estoy segura, cantaba o simulaba hacerlo para enojar con más ardor al pobre Jacinto, en la carta por un gato humano, decía... a mi hermano Jacinto no le perdonó las malas jugadas que me perpetró cuando en tu vientre madre apostamos a los cinco huecos, jugando con las monedas originarias de la música existencial; como yo no había abierto bien los ojos, él se quedaba con ellos y después me decía que yo había perdido porque: has fallado en el primer tiro siendo todo lo contrario, no había hecho ningún tiro; más no por eso le odio.

Lo odio perfectamente desde la vez en que enfilamos ruta abajo, vimos la primera luz insospechada, él se adelantó gracias a una patada que me propinó... es decir que su odio es placentero. Pero no debo recordar más, me muero. Debo llamar a la funeraria para ultimar detalles del entierro.

La muerte de mi hijo clama venganza. Tocaron, abriré. Cuando voy a la puerta me veo a mí misma abriendo la misma puerta que abrí hace seis años, ocho meses y dos horas para permitir la entrada de mí muerto esposo, un síncope cardiaco a las seis de la tarde en punto, en su oficina de trabajo; fue un día gris como el de ayer, hoy es de noche, hay oscuridad, un gris color... dos hombres cargan el ataúd.

El muerto es mi hijo mellizo, hermano del odioso Roberto mudo, aparece cuán largo es o era. ¡Tengo que llorar, llorar Dios mío! Las lágrimas no escapan, no sueñan, no giran; este corazón no responde al dolor y a la tragedia: una roca atenaza mis impulsos, priva la salida imaginaria de esa fuerte sempiterna que es el llanto... no puedo llorar, no puedo, fingiré entonces, voy a fingir.

-Por favor señora, dice uno de ellos-, debemos lamentar el dolor que la muerte de su hijo debe causarle, a la vez le informamos que el ejército mantendrá custodiado los alrededores de su casa, para evitar motines y arrebatos populares que a nada conducen. Por favor, señora, acepte este comunicado que el señor general le envía. Gracias.

-Mi hijo ha muerto por...-.

-Pertenecer a una célula guerrillera, señora, dice uno de los uniformados-.

-¿Entonces era un antisocial? Pregunta la señora-.

-Así es, responde el otro uniformado-.

¿Puedo enterrarlo de acuerdo a los ritos de la iglesia? -.

-Puede hacerlo, responde uno de ellos-.

Dediqué mi tiempo, después que ellos salieron de mis aposentos, a columbrar en mis fortificados interiores, las mágicas imágenes que una y otra vez asomaban por la ventana de la conciencia, hacían piropos, se mofaban de mi presencia, de mi debilidad para someterlas, vi o apareció una imagen que el tiempo regresaba a su base de lanzamiento, vi a Jacinto robando miles de billetes, yo haciendo el juego de la tonta, la que no lo veía, el mudo Roberto jugando con su gato sin importarle un peso, Jacinto otra vez, veinticinco años, carga una pistola que yo había visto en la realidad siendo cargada por él, pero que yo creí que era de juguete porque aún lo sabía niño e inocente, vi a Jacinto golpeando impunemente a su maldito padre, bueno, ese no fue su padre y sin embargo lo era, que no le regaló el apellido a ninguno de los dos porque según él, debían llamarse exactamente igual por la razón de ser hijos del mismo día y misma madre, más él no creía ser el padre de los niños.

Qué hombre tan celoso. Construyó para mí un cinturón de castidad después de que nacieron los mellizos, voló en uno de sus aviones sobre el mar Pacífico con el único objetivo de lanzar la llave al fondo de las mustias aguas, y así aseguraba mi fidelidad para toda la vida.

Grave problema el del cinturón: en los primeros tiempos, cuando yo debía cambiarme los calzones, tenía que informarle y el muy solicito y atento hundía su llave por el agujero del cinturón, luego, ya de espaldas hacia mí, decía cámbiate, cuando lo hayas hecho me dices para cerrarlo.

Hasta aquí, no había problema. Comenzó cuando hizo aquel viaje y depositó la llave sobre las aguas del Pacífico. De modo que como no podía separarme del cinturón, tenía que orinarme en los pantalones, de modo que como no existía posibilidad de cambiarme, la hediondez día tras día iba aumentando, lo perjudicaba a él, el olor porque no podía dormir, a mí me perjudicaba, claro, pero me perjudicó más en los últimos días, ya que no sólo era el olor lo que no podía soportar y el también, sino las terribles quemaduras que la orina y la mierda habían producido en la piel de mi vagina, en la piel del culo, no podía quejarme más de lo que las reglas del decoro permitían, mi marido oyendo mi llanto continuado comprendió por fin su error lamentable y dijo ponte cualquier cosa encima que vamos donde el cerrajero a que nos haga una llave.

La última imagen que he visto es una imagen supuesta: mi imagen frente a un ataúd, un montón de curiosos diciendo -lo siento doña Aurora, aunque alguno de esos curiosos fuera del mismo gobernador o el obispo o el alcalde o el mafioso amigo de mi esposo, porque como yo tengo plata... yo siéntense doctor, siéntense obispo, siéntese alcalde, siéntese mafioso, aunque éste último no le dije nada más que siéntese porque me dio pena de su señora esposa que por esos días sufría el flagelo del cinturón y olía muy feo.

Llegaron gentes de todas partes, pero siéntense, siéntense, siéntense. Las últimas palabras de mi marido fueron: para ti, cien millones, para Jacinto, doscientos, para Roberto, el resto. Eres dueña de la llave y del cinturón. Cuando le sobrevino el síncope, ya el testamento estaba hecho, esas son sus últimas palabras. Y en cuanto a mi hijo, que está frente a mí en su ataúd, se supone que los doscientos millones son para mí, al mudo no le daré un solo peso.

Lo importante es que la sangre no se derrame mucho, Sería difícil despegarla. Pero el mosquero... bueno, ya comprare un disolvente.

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