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Cultura  |  09 enero de 2023  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Ellas

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Un texto de Enrique Álvaro González, integrante del taller de escritura Café y Letras Renata Quindío.

Supongo que debería darme pena decir que he tenido muchas. Tantas, que a estas alturas de mi vida ya no recuerdo algunas con las que compartí parte de mi vida.

Pero alto ahí. Permítanme decir que no todo es como parece. He tenido muchas, sí. Pero cabe anotar, que a todas las he querido por igual… a todas. Con cada una la relación era tan íntima y tan fascinante, que podría decir sin temor al irrespeto, cómo acariciaba sus líneas femeninas cuando atrevido descubría la armonía de sus partes o cuando mis tonos rústicos profanaban sus más íntimos ecos. Podría contar también, cómo ellas me entregaban lo mejor de sí mismas y cómo al final, éramos siempre un único acto. Así ha sido con todas.

Todo empezó por allá en los años híbridos de infancia y adolescencia, cuando tuve la primera y me convencí de inmediato, sin mediar explicaciones mayores, que en adelante habría de necesitar su compañía en mi vida. Las llamaba con el primer nombre que se me ocurría al conocerlas y con él formaban parte de mis aventuras.

La primera fue Patricia. Experimenté aquello del primer amor, ese imposible de olvidar. Con ella aprendí todo… o no. Digamos que casi todo. Ella sintió la brusquedad de mis roces inexpertos, la osada timidez de mis manos al profanar su esencia. Con ella aprendí a enamorar… a cantar… a soñar y hacer soñar. Con Paty, como la llamaba, aprendí a callar cuando otros, ajenos a nuestra relación, nos vaticinaban mal futuro. En fin, para ella guarda mi corazón gratos recuerdos. Es una pena que las últimas escenas de nuestra unión, hayan sido en la lóbrega estación de policía donde yo era cliente habitual en aquellos años locos.

Después vinieron otras en rápida sucesión y muchas se quedaron en los resbalones de la memoria. Aun así, logro rescatar de esos laberintos, una temporada en que tuve tres al tiempo:

Luisa, Aleja y Rubi, llegaron a mí gracias al cambio que hice con un amigo. Ellas tres por Isabel, que ya llevaba conmigo cerca de tres años, pero eso sí, era la mejor de las cuatro. Mi amigo incluso, tuvo que agregar aparte de las tres, un dinero. Aquí debo reconocer que el cambio me dolió un poco al principio, pues con Isabel ya había soltura en los movimientos y yo ya sabía por dónde encontrar lo que quería de ella. Pero el cambio al fin y al cabo salió bien, porque con las tres de marras llegamos a entendernos muy bien los cuatro.

A veces me acompañaban por turnos a las tomalonas, otras veces iba con dos, o a veces cuando algún amigo era bueno con ellas, todos juntos la pasábamos muy chévere.

Así las cosas, una tarde cualquiera al pasar por una avenida con Aleja a mi izquierda y Luisa a mi derecha, un conductor ebrio se nos acercó tanto que se llevó por delante a Aleja y no tuvo la decencia de parar a ver qué había pasado. Afortunadamente era la más viejita. El fin de Luisa y Rubi, con las que caminé cuanto antro quiso recibirme, no lo recuerdo.

Años más tarde tuve conmigo, y esto sí me avergüenza decirlo, a Victoria. Me avergüenza porque ella era… ajena. Pero, vean ustedes… por esas cosas del amor a primera vista, tuvimos una aventura que duró año y medio. Luego hizo su aparición Gabriela, regalo de un hombre a quien hice un favor algo serio.

Gabriela era más… digamos… sofisticada. Me incitaba a cantar al mirarla, la armonía de sus voces era fina y acariciadora; por encima de sus antecesoras, viajó conmigo por los caminos de mi vida laboral y despertó la envidia de quienes me la conocieron. Quienes se sentían capaces de lidiar con ella me la pedían prestada y si por tratarse de alguien muy especial, yo la prestaba, generalmente me tocaba ir a reclamarla personalmente porque mis amigos se amañaban con ella. Desafortunadamente un día, en uno de esos caminos donde lo desconocido oprime más de lo que el cuerpo aguanta, quedó abandonada en el antejardín de una casa extraña y cuando la recordé y volví por ella, Gabriela ya no estaba.

Fue entonces cuando me conseguí a Úrsula, que a pesar de ser muy buena compañera me duró poco, pues una noche de desenfreno alcohólico la estrellé contra el lavadero de mi casa. Finalmente llegó Amaranta, sobreviviente de uno que otro accidente por acompañarme, por eso hoy, que me la entregan recién reparadita, me comprometo a cuidarla de verdad. ¡Ah! y cada canción que interprete con esta guitarra, será un homenaje a todas las mencionadas en esta historia y claro, también a las que ya no recuerdo.

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