–Pero, ¿es cierto? La verdad es que no puedo creértelo.

–Ni yo hermano; pero así es. Bueno, al principio no lo noté porque uno no se para todas las mañanas a mirar si ahí está. Fue a eso del mediodía cuando decidí averiguar qué pasaba. Me sentía extraño, fuera de lugar sin una razón para ello. Tú sabes, cuando uno se siente así, como anhelante, pero sin saber por qué, en lo primero que se piensa es en la familia o en el banco.

En lo primero, tenía la certeza de que no había novedades, me comuniqué con el segundo y aparte de los sobregiros autorizados, todo era normal.

A continuación, llamé algunos amigos. Parientes lejanos y cercanos, incluso algunos enemigos gratuitos, que no faltan, pero vaya uno a saber por qué, todos fueron de lo más amables. Esto sin embargo no me inquietó pues para esos tratos he estado preparado siempre. El caso es que por la tarde salí de la oficina con la idea fija de que en la calle estaba la respuesta a mi desasosiego, y en efecto fue así como lo supe.

Algo, no sé qué, me llamaba, pero no era una voz. Más bien era un aire, una brisa que erizaba mi piel y me empujaba hacia los sitios donde el sol fugitivo de esa hora, persistía en alumbrar las cosas. Fue entonces cuando la vi encaramada en el campanario de una iglesia donde con coreografías inauditas trataba de que yo la mirara.

Fue asombroso hermano, verla demostrar con sus movimientos en dos dimensiones, que algo esperaba de mí. Pero lo más asombroso hermano… fue sentir… saber con certeza que era la mía. Lo supe porque al mirar hacia las paredes del centro urbano, donde el sol reflejaba las sombras de la gente, la única persona que no contaba con una sombra, era yo. La mía, yo lo sentía… lo sabía, indiscutiblemente… era aquella que me llamaba desde el campanario de una iglesia.