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Cultura  |  15 febrero de 2023  |  12:01 AM |  Escrito por: Administrador web

El virrey mestizo

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Un texto de Jorge Orrego Gaviria.

Enrique de Pontevedra era un virrey mestizo. Su cola de caballo se mecía levemente mientras bajaba las escalas que comunicaban la mansión con las casitas de los inquilinos; iba mascullando sus retruécanos, versos y trabalenguas aprendidos de memoria en el colegio de su infancia, en Quito.

-Llevan la jota: tejemaneje, objeto, hereje, dije, ejerce, (1)

Enrique entró al salón de una de aquellas casitas primorosas y allí estaba ella, pintando como de costumbre. En el lienzo se insinuaba un retrato del Virrey mestizo, con el cual esperaba cancelar el valor del arrendamiento de febrero.

Enrique se acercó a contemplar el cuadro, por sobre el hombro de ella, no sin sentirse fascinado por el perfume natural que emanaba de su cuerpo.

Esbozó una sonrisa de complacencia y luego la miró.

Mes tras mes, ella pagaba el valor del arriendo con alguna de sus obras; bien fuera de aquellas que tenía guardadas en su habitación, o como esta, pintada frente al propio Virrey mestizo.

La finca estaba ubicada en lo alto de una colina desde donde podía contemplarse un inmenso paisaje que iba llevando la mirada, de manera natural, hacia el Nevado del Ruiz.

Al principio solo existía la espléndida casa donde Enrique se instaló con su esposa, Natalia. En ella vivieron ambos durante años, recibiendo visitas esporádicas de sus hijos y nietos.

El jardín se fue poblando con esculturas de hierros retorcidos que realizaba Natalia. Allí un rinoceronte, más allá un tiranosaurio rex, junto al zapote una boa constrictora; había también un pavo real y una lagartija gigante.

Pero desde que Natalia sufrió el infarto cerebral y quedó postrada en la cama de ambos, el único aliciente que le quedaba al Virrey mestizo era bajar las escalas labradas en la tierra del barranco, para ir a visitar los inquilinos que ocupaban las tres casitas, en especial a la pintora, quien desde hacía cosa de un año había llegado a vivir en la finca.

En lo alto de la torre de cemento que había en una esquina del jardín se hallaban emplazadas las canecas que abastecían de agua las viviendas. Como a veces los mecanismos del flotador se obstruían con deshechos vegetales, era necesario subirse en una escalera muy larga para limpiar el dispositivo.

Al Virrey mestizo no le gustaba delegar esta tarea en su sirviente. Él mismo prefería hacerlo. Desde allí contemplaba el magnífico paisaje que se extendía infinitamente, a la redonda, incluyendo Peñas Blancas, un acantilado blancuzco con grietas y cavernas legendarias habitadas por muchedumbres de murciélagos.

Mascullaba los trabalenguas aprendidos de su maestra en el barrio colonial de Quito, mientras forcejeaba para cambiar el flotador averiado en la caneca, en cuyo interior el agua permanecía fría, obscura e inmóvil.

Enrique se ocupaba del mantenimiento y reparación de todo lo que tuviera que ver con techos, plomería, albañilería y electricidad de la propiedad. Por eso era frecuente verlo de un lado a otro, acompañado del sirviente que llevaba la caja de herramientas.

Camino de la torre de las canecas, se detenía junto al viejo árbol de zapote que cubría con su follaje un amplio círculo del patio.

Miraba la colmena de abejas angelitas en una oquedad del tronco. Entraban y salían por el túnel de acceso, tan laboriosas con su quehacer cotidiano. Un par de abejas custodiaban la entrada suspendidas en el aire, como deidades. (2).

-Esta oquedad es perfecta para ellas, pensó el virrey mientras siguió su camino hacia las canecas. Llevaba los codos adosados al cuerpo y sus muñecas colgaban flácidas frente al pecho.

En los últimos días se preguntaba si sería capaz de asfixiar con una almohada a su esposa y hacer de la pintora, su concubina.

Estaba en esas, declamando sus trabalenguas (Tres tristes tigres tragaban trigo en un trigal, en tres tristes trastos, tragaban trigo tres tristes tigres), cuando se resbaló en el piso húmedo y lamoso que sostenía las canecas y cayó al vacío.

Natalia respiraba con más vigor, en la penumbra del dormitorio, aunque conservaba los ojos cerrados y parecía sonreír.

(1) Fragmento de un verso de José Manuel Marroquín, poeta y presidente 1827-1908.
(2) El nombre técnico de la abeja Angelita es Tetragonisca angustula.

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