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Cultura  |  02 abril de 2023  |  12:57 AM |  Escrito por: Administrador web

CUENTO. LA FUGA

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Alberto Hernández Bayona

A Wan-Fô

 

Una brumosa mañana de enero del año de gracia de 1921, Rito Antonio Gentil Ovalle, humilde maestro de escuela, pintor autodidacta y astrónomo aficionado fue declarado loco y encerrado en la celda dos-cero-siete del pabellón de alta seguridad del Hospital Neurológico de la provincia de Ocaña, según consta en el libro de ingresos del citado hospital.

Puesto al tanto de la gravedad de su estado fue custodiado por dos vigorosos enfermeros especialmente adiestrados para hacerle frente a cualquier eventualidad, pero esta medida resultó del todo innecesaria en virtud de la habitual mansedumbre del paciente, de la que hizo gala durante los angustiosos meses que siguieron a su reclusión. Camino al sanatorio alegó, como suelen hacerlo todos los alienados, que él no estaba loco, que se hallaba en excelente estado de salud física y mental, que se habían equivocado de hombre y, en fin, que esas no eran maneras de conducir a un ciudadano honorable a una cita médica, cita que, por lo demás, él no había solicitado ni estaba dispuesto a pagar.

En el hospital los enfermeros, siguiendo al pie de la letra el procedimiento, le asignaron un número de identificación, le tomaron algunas placas fotográficas de frente y de perfil y lo condujeron al consultorio del frenólogo un poco a empujones porque el paciente empezaba a perder el control aterrorizado por ese procedimiento tan categórico e intimidado, también, por los sórdidos pasillos del sanatorio y por los altos y gruesos barrotes que separan al edificio administrativo de los patios donde los locos se debaten con sus fantasmas.

Cuando el grupo entró al consultorio, el médico estaba de pie frente al lavabo. Vio a los hombres reflejados en el espejo del baño, se sacudió las manos y, al tiempo que tomaba una deshilachada toalla, se dirigió, taciturno, al enfermero jefe:

- ¿Alguna novedad? - preguntó.

- No, doctor.

- Llévenlo a la dos-cero-siete.

El paciente, que lo miraba perplejo, volvió a la carga con los gastados argumentos que ya había esgrimido, pero con mucho más ardor pues esperaba una actitud más comprensiva del galeno. Éste, impávido, hizo un gesto con la mano indicándoles a sus subalternos que se lo llevaran, terminó de secarse y, tomando el estilógrafo, garrapateó algo en la historia clínica del recién llegado.

La celda dos-cero-siete es una fosa húmeda y estrecha en la que a duras penas puede sobrevivir un hombre. Su gruesa puerta de acero tiene un pequeño vano por donde la guardia pasa la comida y ejerce una estricta vigilancia sobre el interno. Todo el mobiliario lo conforman una vieja cama corroída por el óxido, un banco y una mesa de madera. La celda no tiene ventanas exteriores y se ventila gracias a un hueco ubicado en la pared occidental, muy cerca del alto techo. El burdo orificio, construido sin ningún plan, permite el paso de la luz solar una sola vez al año, en septiembre, el día del equinoccio.  Entonces, por unos breves instantes, alrededor de las cuatro de la tarde, una explosión de luz invade la celda y sus tibios y oblicuos rayos golpean el grueso muro que da hacia el levante. El resto del año la celda queda sumida en la penumbra.

 Allí fue encerrado nuestro hombre.

Al principio hizo un esfuerzo sobre humano por conservar la calma, tratando de demostrar con su conducta irreprochable y su buen juicio que no estaba loco. Fue un esfuerzo estéril. Ni el médico, ni los guardianes, ni los propios locos, a quienes veía cuando atravesaba el patio en dirección al consultorio, le prestaron atención. Entonces perdió la serenidad. Durante varias semanas se le oyó gemir con un llantito intermitente que solo se apagaba con el alba. 

El paciente- nos informa la historia clínica fechada en el mes de abril- ha entrado en profunda depresión.

A comienzos de mayo Rito Antonio dejó de llorar, pero continuó con su terco mutismo. Apenas comía. Despreció las pocas horas al aire libre que ahora le ofrecía la institución. Inmóvil, sentado en la cama, pasó una larga temporada de vigilia mirando la pared. Los guardianes infructuosamente trataron de sacarlo de ese estado de postración, movidos no tanto por el terapéutico deseo de recuperar el esquivo sentido de la realidad del paciente, como por esa perversa reacción del hombre sano que no soporta que alguien, aunque sea un loco, lo ignore.

Una mañana, sorpresivamente, solicitó autorización para salir al patio. A partir de entonces y durante varios meses, se le vio deambular por entre los locos, pálido y delgado, pero con el ánimo sereno y, hasta podría decirse, un poco alegre. En unos enmohecidos recipientes introducía piedrecillas, tierra y pequeños materiales de variada naturaleza y color. En la tarde seleccionaba los pigmentos extraídos de los minerales a los que adicionaba aceite de linaza y clara de huevo crudo, ingredientes que obtenía en sus fugaces visitas a la cocina y a la enfermería del hospital.

Aprovisionado con esos rústicos pertrechos se dio a la tarea de pintar un mural, en la pared de la celda que da hacia el levante. Trabajó durante largas jornadas con apremio y vivacidad hasta que concluyó la obra. Invirtió en ello varias semanas y lo que restaba de su escasa cordura y se sumió, de nuevo, en un silencio similar al de la etapa anterior, pero esta vez se dibujó en su rostro una extraña sonrisa y de sus débiles ojos brotó un brillo esperanzador.  Así estuvo clavado, con la mirada fija en el mural, hasta el célebre día del equinoccio de verano del año de 1921. Hacia las cuatro de la tarde, por unos breves instantes, los rayos del sol se filtraron por el pequeño orificio que ventila la celda, golpeando con brutal generosidad el húmedo y denso aire del recinto.

Iluminada por el sol, la celda adquirió un nuevo aspecto. Se reveló en toda su dimensión la riqueza cromática del mural: sus grises inquietantes, el vibrante azul del fondo, la terracota y los sepias casi crudos y el brochazo nervioso y desesperado del pintor. En los primeros planos, los círculos concéntricos de oscuros tintes insinúan un túnel profundo en cuya salida se deja entrever un manso lago azul, sobre el que reposan dos rústicas barcas atadas al muelle. Más allá, la playa estrecha y silenciosa separa al lago de una pequeña aldea. Sus casas, amontonadas, están cubiertas por techos de barro curtidos por el salitre y sus fachadas desteñidas delatan ese temperamento tranquilo y un poco indolente de los pueblos de pescadores. No hay hombres en la calle. Tal vez descansan en los cuartos sombreados detrás de los mudos ventanales. El cuadro, todo el cuadro, está bañado por una atmósfera de melancólica quietud que sugiere que es domingo y que son las cuatro de la tarde.

Rito Antonio Gentil Ovalle contempló extasiado su obra, se levantó de la cama, atravesó con dificultad el túnel, ganó la orilla del lago y, sin mirar atrás, tomó una de las barcas y partió.

                                                                      

 

 

 

 

 

 

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