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Cultura  |  02 abril de 2023  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Inesperado

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Un cuento de Enrique Álvaro González, integrante del taller de escritura Café y Letras Renata Quindío.

Myriam, si alguna vez has leído mis relatos, comprenderás mi situación. No es fácil cambiar lo que está escrito y menos si ya está editado. Lo peor, es que de alguna manera ellos tienen razón.

Todo empezó al dirigirme la semana pasada a mi casa. Lo hice a pie, a diferencia de las otras veces que lo hacía en moto o en bus, pero la recomendación médica sugería ejercicio, de tal modo que caminé el trayecto entre mi trabajo y el hogar con la esperanza de acabar con los achaques musculares.

Desde luego, la caminata se fue haciendo algo dispendiosa y la falta de costumbre exigió un gasto energético que poco a poco menguó mis pasos. Lo que inició como un paseo, admiración de vitrinas, arquitecturas antes inadvertidas, damas bonitas, interesantes vestimentas y peinados, terminó como una tortura.

Algo me llevó a divagar, a ver las cosas distinto y a concebir como reales los mundos creados con la libertad de mi ego escritor en mis obras. Tú, querida Myriam, que como yo escribes, me entenderás.

No era tarde, la verdad sea dicha. El sol comenzaba a pincelar de escarlata la escena celeste, y lo hacía perezoso, como si no quisiera perderse lo que ocurriría un poco después. La luz empezó a escasear, las calles cambiaron su aspecto y los ruidos urbanos mutaron en ayudas sónicas, como las de una obra teatral o una radio novela.

La esquina más cercana mudó en una columna gris, fría como el hormigón de una cárcel. En ella, se recostaba un hombre con brazos cruzados, levantados los hombros, pelo grisáceo brusco y expresión tensa en un rostro sin afeitar de arrugas profundas.

Parecía esperarme. Su mirada rencorosa lo expresaba. En el fondo algo me indicaba que lo conocía, pero no lograba ubicar quién era. Miré alrededor en busca de alguien que pudiera ayudar llegado el caso, pero como ya te lo mencioné, estimada amiga, la ciudad ya no era la misma y nadie me acompañaba. Estaba solo con el hombre de mirada resentida, que de vez en cuando llevaba su mano a la cintura donde vi la empuñadura en trapo de un arma carcelaria.

Retrocedí mis pasos para evadir ese mundo extraño en que se había convertido todo, pero mi sorpresa fue mayor cuando a mi espalda encontré un prado, una garita en la que sin darme cuenta en qué momento me vi implantado, y frente a la cual danzaban desenfrenadas muchas parejas de cristal.

¿Te imaginas? El susto me había paralizado. La mente obligada a trabajar a mil revoluciones buscaba respuestas y aunque de algún modo las encontraba, otra parte de mí, se negaba a aceptar la única razón que parecía coherente.

Después de todo corrí. No sé hacia dónde, pero corrí. En la huida intuí la persecución del hombre de la columna y los seres de cristal, que se rompían unos contra otros al estrellarse. De pronto, como la mutación tenía la misma velocidad de mis zancadas, resulté en un pasillo oscuro, oloroso a moho, a sangre, odio y muerte.

Eso no me detuvo. El miedo, suficiente para dar alas a mi carrera, la detuvo de todos modos ante el enjambre de mariposas rojas provenientes del fondo del pasillo, que vine a saber, era el de una celda de castigo.

Me detuve extrañado. En la celda, un hombre negro, curtido por la violencia, según las cicatrices del cuerpo, exhibía la rasgadura causada por sí mismo en las venas de un brazo. En la otra mano llevaba una Biblia y con sus ojos seguía el vuelo de las mariposas que al salir por una ventana se llevaron el olor de muerte y la impresión de odio emanada en principio. Cuando quise preguntar algo, seis detonaciones dieron paso a una pesadilla peor.

–¡Usted es el culpable!– Gritó un hombre joven, en quien se podía adivinar por su expresión, el peso de la determinación tomada luego de cavilar mucho y concluir que el camino tomado es el mejor, pero el más doloroso.

– ¿Te refieres a mí?– Le pregunté con el hilo de voz que me quedaba.

– ¿A quién más?– Fue usted quien nos condenó.

– ¡Sí!– Pareció rugir un coro, pues sin darme cuenta a qué hora, la acusación se veía alimentada por muchas otras voces:

– ¡Usted es el culpable!– Coreaban y para que aceptara lo que me negaba a aceptar, comenzaron a gritar algo que yo mismo había escrito unos años atrás:

“Desde el fondo del pasillo nace un grito que al momento toma forma de alarido”:

“¡Cóbralo! ¡Cóbralo! ¡Tu hermano ha muerto y ahí está el asesino! ¡Cóbralo!

Entonces creí que me matarían, Myriam. Como lo habían hecho con Policarpo en mi relato homónimo. Los vi acercarse amenazadores, armados y seguros hacia mí. Cuando estaban cerca, de no sé dónde apareció cuchillo en mano, un hombre feo a más no poder, de cuerpo duro, pies torcidos y callosos, voz chillona, pocos dientes y un estrabismo tan pronunciado que más bien parecía mirar hacia atrás.

– ¡Con él nadie se meta!– Declaró en un tono que decía su disposición a la pelea, mientras mantenía en alto su mano armada y la otra fungía como escudo a la altura de su pecho.

– ¡Y usted! ¿Quién es?– Preguntó Rigo, el hombre cuyo revólver había causado las detonaciones y el primero en acusarme.

–Soy su amigo– Respondió Ojitos, el recién llegado, de quien no solo recordé el apodo, sino la historia que había escrito de él, en la que narraba cómo lo conocí en mi infancia y cómo llegué a encontrarlo años después en la cárcel. Se trataba del personaje central de “El amor de Ojitos”

Lo miré como quien mira al Salvador y acepté lo que me negaba a aceptar desde que vi a “Policarpo”, el hombre recostado en la columna, y a los “Hombres de Cristal”.

Ellos, reclamaban que por mi culpa sus vidas eran lo que eran. Yo los había hecho asesinos a unos, locos a otros, e infelices a casi todos. Eran mis personajes de Relatos Cautivos.

Supe que era “Aquella” quien emanaba el aroma de perfume barato que impregnaba el aire, con su pintalabios rojo, falda muy corta y gran escote, acompañada, claro está, por su coprotagonista, el violador con ojos de loco. Estaba también el “Hombre Grande”, que tras la muerte de su hija ordenó que lo liberaran para salir a tomar venganza. El fratricida hermano de “René”, que le perdonó todo a su hermano, menos corromper al amor de su vida. “Camilo”, antes de morir por sus deudas de vicio en “el Muro de las Sombras”. “Carmona y Montes” tosiendo el “Humo en los Calabozos” y lo más asombroso, fue la aparición en pleno vuelo, de “Zafra. El hombre que se volvió paloma”.

Todos, como te dije Myriam, me reclamaban… o dicho mejor, me juzgaban y estaban dispuestos a cumplir la condena impuesta cuando se presentó “Rosita, la deseada, perseguida y olvidada”, a exigir, de acuerdo a sus principios socialistas, que me concedieran el derecho a la defensa.

Te parecerá mentira, y es obvio, pues a mí también me lo parece hoy, pero hicieron un círculo en cuyo centro me sentaron, mientras ellos desde la circunferencia, bañada por el rojizo atardecer, proyectaban sus sombras largas y deformadas.

Tomé la palabra para explicar el porqué de mis relatos. Algo difícil, te cuento. Ellos no veían en mis argumentos razón valedera para narrar, mediante historias reales, la verdad del mundo desconocido para muchos, que es la Cárcel.

Le expliqué a Rigo porqué debió elegir “El otro camino” y matar a su amigo en vez de hacerlo con Efrén, porque es la “Justicia, no la ley”, le dije, la que así lo exigía. Puse ejemplos de otros escritores cuyos trabajos tratan, igual que mis Relatos Cautivos, de historias penitenciarias.

Argüí, razoné, intenté justificar, pero sus reclamos no cedieron. Estaba perdido. Sus miradas seguían recriminatorias, cuando escuché el “alabaré, alabaré´, alabaré” de la iglesia donde aquel hijo de Jericó que hace el cuento de “El Patrón”, se congregaba en la cárcel.

– ¿Jericó?– Le dije al verlo.

– ¿Jericó?– Me respondió él, con otra pregunta, y recordé que entre los relatos de mi libro, al único protagonista que no di nombre fue a él.

–Sí. Jericó, es tu nombre–. Le respondí–. En el relato no lo menciono porque lo hice como experimento. Solo hasta ahora comprendo que de verdad lo necesitas. Espero que te guste.

Él no respondió. Prefirió abrir el evangelio que llevaba, y comprensivo con todos, comenzó a predicar convencido y pleno de argumentos, el valor y la necesidad del perdón. En esas estábamos cuando un ritmo salsero nos sacó del discurso.

Los recién llegados eran Anita y Simonky, la pareja de salsa que protagoniza “los tiempos de Anita Salsera”, con sus pasos al viento y su tacón castigador de baldosa. Al son de Richie Rey, danzaron con sabor caribe, temas de la Sonora Matancera como aquel “humo” en que la trompeta rompe los sueños con su soliloquio.

Entonces terminaron los reclamos, vinieron las risas y la aceptación de sus destinos. Los personajes sabedores de que no podrían quedarse pues en la narración habían nacido y también muerto, se acercaron a darme un abrazo, las gracias por haberles permitido conocer la vida y fueron despareciendo.

voló hacia las nubes, Malinche con sus “Mariposas de Sangre” hacia las montañas, Policarpo hacia el silencio, el hermano de René hacia el arrepentimiento y los demás tomaron sus caminos.

La calle por la que caminaba al comienzo volvió a la normalidad. Mis músculos aflojaron un poco, el sol terminó de enrojecer el cielo y partió. Anita, Rigo, Ojitos, Rosita, el amigo de Camilo y aquellos que en mis Relatos Cautivos dejé vivos, me miraron con gratitud, caminaron calle abajo despidiéndose con sonrisas y agitar de manos, y un poco más abajo se despidieron entre sí.

– ¿Qué opinas de todo esto, Myriam?... ¿En realidad pasó?

No podría afirmarlo, pero lo que me dejó perplejo, fue llegar a mi casa y descubrir los ejemplares que guardo de mi libro tirados por el suelo. Con manos ansiosas recogí uno, lo abrí y… ¿sabes qué Myriam?... Encontré algo inesperado... Todos los finales habían cambiado.

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