Su cabello es lacio y las pestañas igual que las de su padre, semejan pequeñas escobas cuando cierra los ojos llenos de preguntas. Carita ovalada, labios cantores, cuerpo pleno de la energía vibrante de su edad; expresión indefinible frente a los problemas cotidianos, juguetona pero estudiosa, callada pero rebelde cuando se siente herida, un parecido que algunos ignoran con su abuela y personalidad inocente y franca.

El apenas naciente corpiño y la grácil silueta de mujer niña me hacen pensar ¿Qué preguntas plantean sus ojos? Ella ignora que su belleza indígena causará en el futuro admiración o envidia, amor o celos, deseo a cariño. Hace apenas unos años, jugaba feliz en mis brazos y asimilaba las vicisitudes tiernas de su vida, mientras con mano insegura asía el vestido de flores en una reacción tímida ante el flash de la cámara que perpetuó un día aquel momento.

Por aquellos días conocimos a Dalila, la negra alta bien proporcionada, de grandes dientes blancos, que mostraba sin recatos su sonrisa explosiva cuando jugaba con la niña.

Existían grandes diferencias en sus vidas, la niña venía de la tierra del azúcar y sus pulmones traían consigo el aire bienhechor del Valle, cuyos paisajes conoció años después. Dalila en cambio, exhumaba del cuerpo aromas del mar y para entonces mantenía sus sueños cautivos. Pagaba condena en la cárcel de un puerto.

Se encontraban de lunes a viernes porque la madre de la niña tenía un pequeño negocio de comidas en el centro y como la mujer hacía aseo en el exterior del penal, al llegar a la reja buscaba con sus ojos los de la niña y cuando los encontraba, exclamaba en su acento atunero:

¡Nena! ¡te voa quitá tu papi!... ¡Tu mami!... ¡Y a tu hemanito Andrés!

Y la niña, con toda la fuerza de sus tres añitos, gritaba:

¡Te no mi tite mi papi! ¡No mi tite mi mami! ¡No mi tite mi aché!