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Colombia  |  16 abril de 2023  |  12:05 AM |  Escrito por: Administrador web

Frente a un cuadro de Hooper

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(Habitación de hotel, Edward Hopper 1931)

Alberto Hernández Bayona

Aquí está Margarita, silenciosa, atrapada en la atmósfera densa de esta habitación cargada de recuerdos, dándole la espalda al mar que se bambolea indiferente esta tarde de octubre. El rictus amargo que esbozan sus labios no alcanza a empañar la serena expresión de sus ojos negros, grandes y brillantes. Sentada en la cama, acaricia con sus finos dedos el lomo de un libro que sacó con desgano de su maleta. En la habitación del lado se escuchan el grifo del lavamanos que gotea y los pasos de la mujer que dispone los cuartos del hotel. Mucho más lejos se siente el murmullo de las olas, la algarabía de los niños que salen del colegio y la música de los bares instalados al lado del malecón. Afuera es viernes.

Margarita siente que en su interior se agolpan las imágenes de los escombros abandonados durante los últimos meses. La encandilan, la embotan y la seducen, todo al mismo tiempo, como el destello de las luces intermitentes disparadas por los avisos de neón en la oscuridad de las noches de su infancia solitaria.

Durante diecisiete años de matrimonio había arrastrado estoicamente el lastre de una relación mediocre y sin altibajos, tratando de tejer un entramado que la conectara con los eternos silencios de su marido, con su ensimismamiento de ave nocturna que al comienzo interpretó como una virtud. Pero esa tediosa paciencia se había agotado y una tarde todavía reciente, Margarita le pidió el divorcio. Ahora, bajo la luz ambarina de este atardecer, recuerda sin amargura, pero aún con cierta perplejidad, cómo él la escrutó en silencio; el gesto estudiado y parsimonioso que empleó para despojarse de los anteojos y ponerlos cuidadosamente encima de su escritorio mientras se frotaba los párpados con la yema de los dedos, como solía hacerlo después de atender alguna consulta en el hospital. Le pareció escuchar, otra vez, la voz de su marido y el tono cadencioso y despectivo que utilizó para desearle suerte, para recordarle que tenían una hija y para sugerirle que consiguiera un abogado decente. El énfasis que puso cuando se refirió al abogado y la manera como la miró recorriendo con los ojos deslucidos y acuosos, primero su rostro pálido apenas maquillado, y luego el contorno de su cuello largo y desnudo, la sobresaltó tanto que no pudo ocultar su estremecimiento. ¿Acaso ya lo sabía y la estaba poniendo al descubierto con esa su manera oblicua de decir las cosas? O simplemente se trataba de una advertencia para hacerle entender a ella, que un macho herido no se entrega fácilmente. Y eso fue lo que le dijo su madre: Has maltratado a un hombre bueno. Y luego le advirtió: Te dejará en la calle. Ahora, barajando los recuerdos, Margarita siente que su cuerpo -todo su cuerpo- se enturbia anegado en el líquido viscoso que le viene de las entrañas de su propia madre. Se siente asqueada, sobre todo con sus advertencias, porque ocultan la mezquindad de su linaje del que Margarita, desde siempre, se siente una tránsfuga.

Luego vino la conversación con Max. Lo llamó a San Patricio para ponerlo al tanto. Contra toda evidencia, Margarita interpretó los balbuceos que se oyeron al otro lado de la línea como el fruto inevitable de la manera torpe que ella utilizaba para trasmitir sus sentimientos, y le atribuyó el malestar que sintió al colgar el teléfono a su hipersensibilidad de mujer atribulada y a su falta de control.

Había conocido a Max el semestre anterior, cuando viajaba a San Patricio a tomar un curso de derecho financiero. Él fue su profesor durante el primer ciclo académico y ciertas afinidades intelectuales los condujeron rápida e ineludiblemente a compartir primero las discretas paredes de su despacho de abogado y luego la habitación de aquel hotel. La arrasó el fuego de su mirada, la fluidez de su conversación, la desenvoltura de sus modales y su aire de marino triste encallado en el puerto de San Patricio.

Pero lo más difícil fue hablar con Jimena, su hija, una adolescente caprichosa y temperamental. Cuando le dijo que se divorciaría, la chica la trató de ramera y luego se negó a dirigirle la palabra con una obstinación tan cerril que Margarita no pudo hacer nada distinto que decirle que se quedara con su padre y que, juntos, hicieran sus vidas como pudiesen.

Esta mañana Margarita llegó a San Patricio. Max no fue a recibirla al aeropuerto como solía hacer cuando venía a visitarlo. Se encontraron en un pequeño bar situado cerca del malecón. A ella le pareció que llevaba mucho tiempo sin verlo y lo encontró envejecido y hosco. Margarita lo abrazó, temblorosa. Tras algunas frases de cortesía, el hombre le reprochó su forma precipitada de actuar y le notificó que él no estaba dispuesto a hacer lo propio, separándose de Sofía, con quien había vivido los últimos veintidós años.

Ahí está Margarita en el cuarto del hotel. Semidesnuda, sentada en la cama, con el sol de la tarde posándose en sus espaldas como en una playa abandonada. Tiene un libro sobre sus piernas, pero no lo lee. Está sola, muy sola y por primera vez en mucho tiempo se siente serena, tranquila y – ¿cómo decirlo? - tal vez un poco alegre.

 

                                                                                                                             

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