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Cultura  |  10 junio de 2023  |  02:14 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda

A Wilson...

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Por Robinson Castañeda.

Wilson no sabía cómo decirle a los indígenas, rescatistas y soldados que había encontrado a los niños. Por eso solo atinaba a mirarlos desesperadamente y buscar una forma de hacerles entender que sus ojos eran testigos de un milagro, aunque para los humanos los perros no sepan qué es un milagro y menos, que puedan razonar de esa forma.

Lo que si es cierto, más allá de cualquier creencia o mito, es que fue Wilson quien encontró los primeros rastros, las pistas que daban a entender que los cuatros niños seguían vivos, sobreviviendo y deambulando sin rumbo por lugares donde la luz de sol casi no llega, los árboles hacen las veces de rascacielos en la selva y los animales salvajes están siempre al acecho, como depredadores viendo en los pequeños sus posibles presas.

Un tetero ubicado a varios metros de donde estaban los restos de la avioneta Cessna con matrícula HK-2803, accidentada el 1 de mayo, era la primera pista encontrada por el poderoso y entrenado olfato de Wilson. Ahí comenzó la Operación Esperanza, destinada a hallar cuatro vidas en una profunda y extensa alfombra verde, donde la vista desde los helicópteros se pierde, como cuando se navega en altamar tratando de ver tierra firme.

Cuando Wilson, un perro Pastor Belga de 6 años y dos colegas caninos, entre esos Ulises, vieron los primeros rastros, ya habían pasado 16 días de la caída de la avioneta. Un día antes, miembros del Ejército lograron encontrar lo que quedó de la aeronave y los cadáveres de los tres adultos que en ella viajaban, entre ellos el de Hernán Murcia, el piloto, y Magdalena Mucutuy, la mamá de los cuatro niños que durante 40 días se fueron convirtiendo poco a poco en un misterio, porque su pérdida en la espesa selva entre el Caquetá y el Guaviare dio para que surgieran todo tipo de historias nacidas de la imaginación.

Los tiene embolatados un duende, decían algunos. Otros se apresuraban a comentar que una tribu indígena que nunca había tenido contacto con la civilización se los había llevado para siempre. Los demás simplemente sentenciaban sin apelación alguna, que se los había tragado la selva o estaban muertos.

Pero contrario a esas versiones sacadas de la necesidad de imaginar que tiene la gente en Colombia, sin alguna evidencia real y sustentada, los 150 soldados, entre esos miembros de las Fuerzas especiales y los 80 indígenas de los pueblos Nasa, Coreguaje, Siona y Murui, seguían firmes y fuertes, como los mismos árboles entre los que caminaban por largas jornadas, desde el amanecer hasta la tarde, en medio de peligros, dificultad y un clima feroz e indomable que nunca les dio tregua.

No se rindieron ante el cansancio, la enfermedad, las extenuantes travesías en los más de 2.500 kilómetros de área que cubrieron en medio de la selva. Cada salida a la búsqueda era la esperanza viva de querer regresar con los niños sanos y salvos. Por eso dejaban kits con comida en el monte, suero y avisos para que los pequeños, si los encontraban, los leyeran y no se movieran de ahí, y poder llegar más fácil a ellos.

Por su parte los helicópteros sobrevolaban minuciosamente cada kilómetro en el día, e iluminaban con bengalas algunas noches de la oscura y profunda selva, para que los menores se pudieran guiar y llegaran a algún sitio seguro donde pudieran ser rescatados.

También se emitían mensajes con parlantes instalados en las aeronaves, en los que doña María Fátima Valencia, abuela de los niños, les hablaba dándoles ánimo. Las emisoras comunitarias de esa parte del país hicieron lo propio en su programación, por si alguien de un caserío cercano, que ya es mucho decir en esa extensión casi interminable de manigua, los había visto, diera aviso a las autoridades.

Y así como esos indígenas y soldados, tampoco se rindieron Wilson y sus otros compañeros perrunos, que consagrados a su deber de héroes, sin saber que lo son, trabajaron incansablemente, agudizando mucho más su olfato y encontrando pistas en caminos que no eran caminos, mientras iban acompañados por sus guias: Unas tijeras por allí, una pieza de un dispositivo móvil por allá,, algo de fruta mordida más acá, un pañal de bebe y unas chanclas un poco más lejos. Todo lo encontrado daba esperanzas de vida y ánimos de seguir buscándolos.

Según versiones de los militares, en una de las jornadas Wilson se perdió en el monte. No lo encontraban. Los buscaron desesperadamente, pero fue inútil. Un miembro de la Defensa civil dice que lo vio al otro día, pero no se dejaba coger por más que lo llamaban, se veía asustado. Un indígena también tiene una misma versión y aunque ambos estaban separados por varios kilómetros y pertenecían a grupos diferentes, los dos hombres recuerdan ver en el perro algo de ansiedad, como si quisiera decirles y mostrarles algo.

Luego aparecieron las huellas de Wilson junto a las de unos pies de talla pequeña. Parecía que eran los niños. Estaban con él. El perro los estaba guiando. Seguían vivos. Solo era cuestión de horas para encontrarlos, pensaban los rescatistas, aunque el tiempo en la selva fluctúa, así que podían ser días y ojalá no, semanas.

Cuando Wilson apareció de nuevo ante los militares e indígenas, estaba solo, pero la esperanza seguía viva. Después el perro se volvió a perder en la selva. Se siguieron sus huellas. Otros perros las olfatearon y los soldados con los indígenas avanzaron como podían entre el espesor de la vegetación, que a solo cinco metros se hace imposible ver qué hay más allá y el riesgo de perderse es alto. 

De repente la Operación Esperanza se convirtió en un milagro. El milagro que el país llevaba 40 días esperando y que se dio a conocer al mundo con una frase que pasará a la historia; “Encontramos a todos con vida”, fue el mensaje de los soldados al gobierno Nacional por radioteléfono. Los niños estaban a poco más de 5 kilómetros de donde ocurrió el accidente de la avioneta.

Y así se pasó de la esperanza al milagro en la selva. Ese mismo milagro que don Fidencio Valencia, abuelo de los pequeños, le agradeció a la Madre Selva por haber protegido a sus nietos. Igual agradecimiento le dieron doña Fátima, la abuela, Manuel Ranoque Morales el papá de los niños y Damaris Mucutuy, la tía, quien dice que Lesly Mucutuy, de 13 años de edad y la mayor de los cuatro hermanos, aprendió a construir chozas y saber de frutos o hierbas que se pueden comer en la selva, todo por medio del juego que ella le enseñaba cuando era pequeña.

También dice Damaris que Lesly puso en practica lo que desde muy niña le enseñó Magdalena Mucutuy, su mamá: “cuidar a sus hermanitos”. Y no cabe duda que así lo hizo en todo momento.

La foto y el ausente

Luego de consumado el milagro llegó la foto. La evidencia que Colombia y el mundo esperaban. En la imagen quedaron para la posteridad los rostros de Soleiny Mucutuy, de 9 años, Tien Noriel Ronoque Mucutuy, de 4 años, Lesly Mucutuy, de 13 años y Cristin Neriman Ranoque Mucutuy, de 1 año, cumplido solo unos días antes de encontrarlo en la selva con sus hermanos.

Al lado de los niños hay 11 hombres, entre indígenas y soldados. Ellos representan el valor, la perseverancia, el trabajo duro y la fe intacta de todos los que ayudaron en la Operación Esperanza. Pero en la foto falta un miembro del equipo. Un héroe que no sabe que lo es, y que al momento de terminar este relato seguía sin aparecer, perdido en la selva, por ahora.

A él donde se encuentre, simplemente gracias por ayudar a encontrarlos, los cuatro niños se lo agradecerán por siempre, y nosotros lo esperamos. Gracias, Wilson, donde quiera que esté.

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