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Cultura  |  02 julio de 2023  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Catorce cañonazos en el barrio La Cabaña

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Un texto de Luis Carlos Vélez Barrios, publicado en el libro Cañonazos que bailó el Quindío.

Salvo dos postes de energía levantados frente a la tienda La Villa, donde se recostaba la barra de amigos del barrio La Cabaña; la baranda de hierro que todavía impide a los transeúntes caer y estrellarse contra las escalas que llevaban al fondo del primer piso de la casa a bajo nivel del andén y que le daban aspecto de sótano, la casa de dos pisos de la esquina opuesta a la tienda donde el dueño, señor gruñón y presto a pelear, cobraba la entrada para ver partidos en la televisión; la eterna falda que lleva de la calle doce al callejón de casas de los integrantes de la barra, del ambiente tranquilo de sus habitantes.

De la barra y el ayer, no quedan sino recuerdos adheridos al callejón, las paredes, la mente y a este papel, que llevan a aceptar que la canción de Luisito Rey, “Mi pueblo ya no es mi pueblo”, se hizo realidad en la esquina de la calle diez con carrera veinte. Los nuevos habitantes o propietarios de las casas, que tal vez ignoran la historia del barrio, escriben en el presente sin saber que será su pasado.

Desconocen que al final de la primera falda de la carrera veinte, donde se bifurca para descender hacia la avenida diez y nueve, se reunía en las tardes y noches la barra conformada por estudiantes de la escuela Antonio José de Sucre y otros colegios oficiales, para acordar las rutas hacia el centro de la ciudad, los parques, las fuentes de soda La Canasta o Dombey , y lo importante: visitar novias o coquetear en otros barrios y esperar cuál de sus integrantes “puchaba” aguardiente para llevar a fiestas o reuniones “zanahorias” donde se escuchaba la música de entonces.

Aparte de la música que don Joaquín “ponía” en la tienda para su clientela, las reuniones de la barra La Cabaña no tenían problemas para escuchar la música de Tulín a volumen alto. Tulín (Tulio), estudiante del Colegio Nacional, guardó junto a su no despreciable biblioteca, una discoteca que se preciaba de contener entre otros larga duración, música bailable de los 60´s, la colección completa de los Catorce Cañonazos, protegida por los postigos de su radiola.

Bastaba que un integrante de la barra quisiera escucharla y dijera “pongamos los catorce coñazos”, para que Tulín corriera escalas abajo, como una exhalación, abriera las ventanas, subiera todo el volumen a La burrita de Eliseo cargando La caña de azúcar, Aguardientoski saboreado con El Bomboncito, Así empezaron papá y mamá con El loco Quintero. Si la pena era honda y el único contacto con la novia cercana era visual, Rodolfo Aicardi trepaba las escalas al ritmo de Volver, Sufrir, Desde la ventana de mi apartamento, Soy, Nayla, No me dejes así, Una tercera persona, La huella de mi amor, Besando la cruz, Porque te quiero tanto, Te llamo para despedirme.

La barra armaba zafarrancho sin interrupción hasta entrada la noche y sin protestas de los adultos, que asomados a sus ventanas, reían o imitaban bailar, “goteriándose” la parranda de los muchachos, que escasos de billete o agotada la remesa recibida de los padres, se conformaban sin chistar ni hacer mala cara, con escuchar baladas o “coñazos”, mascando en silencio sus penas de amor, tomando leche con cuca, o mordiendo el pedazo de pan con salchichón que tragaban con sorbos de gaseosa para remojar el guargüero, todo al fiado y apuntado en la libreta de don Joaquín, y mientras se miraban unos a otros, hablaban poco o cantaban los temas del último larga duración de los “Catorce coñazos”: La cinta verde, algo de Los corraleros de Majagual, o baladas de Sandro, Adamo, Raphael, Los Ángeles Negros, Los Galos, Los Terrícolas, que remataban con Los Pasteles Verdes exhibidos en la vitrina.

Los barristas, en su mayoría estudiantes, habitaban las casas ubicadas en el callejón sin pavimentar, que años después, ya pavimentado, conectaría con la avenida diez y nueve. A lado izquierdo y sobre el barranco, un caminito servía de salida hacia la esquina de la tienda, y de allí por tres ramales en zig-zag, angostos y pendientes, bajaban los estudiantes. al callejón, cerca de la espumosa cañada cuyo olor a lúpulo provenía las tuberías de la fábrica de cervezas Bavaria.

Al final de la carrera veinte con calle novena, vivían trabajadores de bancos, de la fábrica de cerveza o empleados de alta categoría, cuyos hijos estudiaban en colegios “privados”: Los Ángeles, San Luis, San Solano, San José, Capuchinas o Bethlemitas. Ninguno de ellos “se revolvía” con la barra de don Joaquín, aunque por ser la más cercana a sus casas, hacían sus compras en la tienda y cruzaban saludos con dos o tres de la barra, pero lo hacían a “los vuelos”.

No participaban de las reuniones ni expediciones para bañarse en los ríos Quindío, Hojas Anchas, menos en caminatas de conquista nocturna en las fuentes de soda del centro, tampoco a casetas comunales de otros barrios, donde se repartían una cerveza en tres o cuatro vasos que agotaban a sorbos con tiempo calculado para una o dos horas; y para ocultar o camuflar su “peladez” al mesero encargado, invitan a bailar en forma continua a las muchachas que poco interesadas en el consumo de licor, pero contentas de sus escapadas de casa, aceptaban una gaseosa, e iban por lo suyo: bailar sin temor “el Pájaro Chogüi”, sujetar a su “Chico jaja” con La cinta Verde, y “amacizadas” o sueltas, reían al ritmo de los “catorce coñazos”.

Los fines de semana el movimiento de la barra iniciaba en las primeras horas, con la compra de leche, pan, pastillas de chocolate, sobre de café, y la esquina tomaba los visos de fiesta descritos por Luis Gabriel en su tema “Así es mi pueblo”. Los hogares de quienes integraban la barra eran de estrato bajo y sus hijos estudiaban en el Rufino, Instituto Técnico Industrial, Adoratrices, Nacional y Oficial de señoritas.

Los de primaria en la Concentración Alejandro Suárez o Perpetuo Socorro. El ambiente festivo cobraba vigor porque los domingos, tal vez para olvidar que llevaba años “soportando un martirio” con los inevitables fiados, don Joaquín aumentaba volumen a su radiecito Sanyo, para recordar El Pájaro amarillo, Dame tu mujer José, y reír con María Cristina me quiere gobernar.

Después de este remezón comercial y musical, los lunes la tienda entraba en el sopor del silencio y la ausencia de compradores, cuando padres y madres trabajadoras marchaban a sus trabajos y los estudiantes a sus colegios. Don Joaquín y doña Melva conversaban a la espera del mediodía.

En las tardes, libres de sus estudios, la reunión de la barra tenía características de convención general, y después de las dos de la tarde, llegaban uno por uno: Pacho y Aníbal su hermano, Óscar, apodado “Caballo” porque su padre compraba y vendía caballos; Carlos (Caloyis), los Arias: Enrique, Alfonso (Focho), Óscar, Tulín y su hermano Rodrigo.

Los sábados por la tarde o domingos, la esquina de don Joaquín cobraba vida desde las diez de la mañana: Tulín a veces ponía a “rumbar” sus “catorce coñazos”, o baladas románticas a volumen suficiente para escucharlas recostados en la baranda de su casa: El míster en La burrita de Eliseo, El huerfanito con Rosa María, La hija de mi comadre, jugando escondidos por debajo del agua clara con peces zambullidores. De a uno aparecían y la conversación empezaba con chistes, anécdotas del colegio o novias.

Por la tarde asistía la totalidad y con la música de fondo que subía las escalas, y Songo Sorongo, preguntaban y sabían que habría baile en La casa de Fernando; que incluía “Suéltela que ella baila Sola”, en la casa de una novia, tomar el ritmo a la Lupita de Pérez Prado en casetas comunales, a “Cerca del mar” amacizados en fuentes de soda Halys, Bomberos, Chalet uno y dos. Y por último: ¿Quién gasta el aguardiente o la cerveza, “mano”? Entre los más “pudientes” recogían para comprarlo a don Joaquín, que no tenía reparo en fiarlo o recibir abonos de quienes metidos en la cañada (hoy avenida diez y nueve), cortaban ramas medicinales y frutos de higuerilla, que vendían en la galería a El Remediano.

Esto, hasta el día en que Enrique fue nombrado Monitor de Biología y Química en la Universidad del Quindío. En adelante, la barra no sufrió escasez monetaria, porque “Quique” sufragaba parte de los gastos en la tienda, invitaba a todos a correrías por su cuenta, a sitios de “alto tumerque” donde abundaban las muchachas, y sus amigos se convirtieron en los gotereros de Quique Arias, y no en Los Gotereros de Agustín Bedoya.

solidaridad fue la virtud que mantuvo unida a la barra. Compartía con los de bajos recursos textos de estudio, se ayudaban a solucionar tareas difíciles del colegio, licor, panes, gaseosa, bocadillos, y chismes serios. Los apodos en la voz del loco Quintero fue su canción preferida y más disfrutada, por sobre las recién llegadas y sonadas baladas. Un libro de geografía sirvió a la barra entera, y en su segunda página, arriba del título y en escalera descendente, las firmas de los nueve con nombres y apellidos. ¿Qué pasó con el libro? Terminado el bachillerato del último “barrista”, cada quien y sin “Grito vagabundo”, tomó rumbo a sus destinos universitarios o empleos, y el libro, cumplida su tarea pedagógica, desapareció entre los que ofrecía en su tenderete de la galería, don Genaro, el librero.

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