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Cultura  |  30 julio de 2023  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Juventud Cafetera

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Un texto de Gilberto Zuleta Bedoya, publicado en el libro Cañonazos que bailó el Quindío.

En los tiempos de juventud, de estudiante, de novias y parrandas, tiempo de bonanza cafetera, el licor y las colegialas siempre estuvieron presentes en nuestro vivir. Los muñecos de trapo con caras de algunos estudiantes “recocheros” prendían la mechita; los insultos y los intercambios de novios era la constante.

En los pueblos, padres campesinos y los hijos estudiantes, parrandeaban en las pocas discotecas que existían, que, en las festividades de cada año, se convertían en casetas con las mejores orquestas del momento. Era la oportunidad para coquetear, disfrutar de la belleza y el porte de las jóvenes que paseaban calle arriba y calle abajo, al tiempo que la música bailable, motivaba palabras de cariño, cuando una sonrisa o un movimiento de caderas atraían al joven coqueto.

A pesar de ello, y hasta cierto punto, el viento y el sereno de la noche se llevaban la ilusión y nos dejaban vacíos de pasión porque los amoríos eran pasajeros. En mi pueblo, mi primera novia, “Melva Marín”, hija de un campesino y una vendedora del manjar apetecido por todos los jóvenes llamado “Solteritas”, era única hija mujer con un “hermano especial” que la acompañaba a todas partes y cuando yo la visitaba, estaba pendiente de nuestros movimientos, para en caso de ver algo anormal, amenazarnos con sus gestos que le iba a contar a la mamá.

Un día, en una fiesta familiar bailábamos apretaditos, un “Mosaico del Cuarteto Imperial”, cuando apareció mi madre, correa en mano, a sacarme de la fiesta. Me protegía demasiado y no consentía que siendo tan niño estuviera en malos pasos. “Nunca se meta a donde no le inviten”, me dijo, más Gildardo, mi cuñado, salió en defensa mía para que no me llevara, porque él quería bailar con una de sus amigas. Después de un tiempo llegué a la ciudad donde aparecieron, además de las rumbas, nuevas amistades, nuevos amores y muchos desengaños.

Como las jóvenes cercanas a la cuadra eran nuestro objetivo, con un compañerito de colegio a quien llamábamos “El Goterero”, nos situábamos en la esquina preferida para verlas pasar. Ellas, uniforme blanco arribita de la rodilla, sus libros y su garboso paso camino al colegio, nos daban sonrientes su saludito, y nosotros le decíamos de piropo: “Me gustan las nenas para bailar con ellas y mirar como mueven la cadera”, frase de la cumbia llamada “La Negra Caliente”, de Pedro Laza, incluida en los Catorce Cañonazos volumen uno,

Un sábado tuvimos la oportunidad de invitarlas a bailar a la caseta del barrio y como Rocío, estudiante de cuarto bachillerato, consentida y acelerada, era mi preferida, disfrutamos de la cumbia “La Zenaida”, de Armando Hernández, apretaditos como me gustaba. A mi mente llega de vez en cuando el recuerdo de las voces que de lejos decían: ¡suéltela que ella baila sola!, en el momento en que le susurré al oído: “Necesitas un beso porque tienes frio tu corazón”.

Cuando al final del disco, iba a besar tan divinos y pequeños labios, apareció uno de sus hermanos y con un fuerte regaño, me la arrebató y la sacó del recinto.

Tímido y algo asustado, esperé un ratico mientras pasaban los nervios para acercarme a una dama orgullosa y sonriente que estaba acompañada de su hija mayor. Con respeto y delicadeza invité a bailar a la hija en cuya blusa tenía marcado su nombre, Licenia. Sonaba “La Colegiala” de Rodolfo Aicardi con su típica RA7 y a continuación, bailé con la mamá el tema “La India Motilona” de los Corraleros de Majagual.  Todo fue emocionante al bailar la cumbia, el merengue y en general la música tropical de aquellos años setenta, cuando el goce estaba en mover la cadera y darle vueltas a la pareja. Para evitar contratiempos, si una dama no aceptaba mi invitación a bailar, no me le volvía a acercar.

Manizales, ciudad de las ferias en América, tiene un evento anual donde los niños nos iniciamos en la rumba y las nuevas conquistas. Allí mi prima Ester, me relacionó con su amiga Lucía, de cara tan bonita que parecía María Auxiliadora, además de buena cadera y sensual movimiento. La mamá la hacía rezar el rosario todos los viernes antes de salir a parrandear con mi prima, a quien le gustaba vestir de rojo, con su cabellera negra a media espalda, igual que su amiga, sensual y atractiva.

Lucía reía constantemente, le gustaban tanto los peluches que dormía acompañada con uno blanco en forma de conejo. Como era amante a las fiestas y a la feria, quería estar en ellas para disfrutar del baile apretadito, a lo mejor porque en el roce con sus senos había una sensualidad divertida, aunque también bailaba Rock and Roll.  Nos encantaba la música de Rodolfo: La Colegiala, Ojitos Hechiceros, Limoncito con ron, Los cien años de Macondo, música que nos invitaba al beso y al amor.

Los sábados, “remate de feria”, era una noche de locura y aunque las casetas que contrataban las orquestas del momento eran para las personas más adineradas, en las callejeras la música de Pastor López “El Indio”, sonaba en todas las esquinas: canciones como, Golpe con Golpe, Traicionera, Las Caleñas, dejaron a nuestra generación un inmenso recuerdo.

Con Lucia, la relación duró varios meses. Su piel era limpia, comía mucho aguacate para que no le salieran granos -me decía-. Su cuerpo alto y delgado me deleitaba, hasta que otro amigo le ofreció mejor futuro y le prometió vivir como una reina. A lo mejor ellos ya habían bailado apretaditos.

Por situaciones como esta, en las charlas los amigos comentábamos: “Cuando uno se consigue una novia, no debe ser tan bonita, porque no falta el hombre vanidoso que la conquiste y nos dejan mirando para el cielo contando las estrellas”. Aun así, después de una traición, se le daban las gracias a la dama por las alegrías y emociones vividas a su lado.

Meses después en otra feria, apareció la mujer de mis sueños con un mensaje impreso en su camiseta transparente: “Me muero de ganas de estar contigo y hacerte feliz”, de los Tupamaros. Con su dulce mirada y provocativa minifalda, asistimos a reuniones bailables, disfrutamos los 14 Cañonazos del momento y la música tropical que sonaba en el eje Cafetero: el “Disco del año”, “Los mejores del Año”, “Viejoteca Pura”, “Fiesta en mi casa”, “Síganme Los Buenos”, “Los Corraleros” y tantos otros.

Gracias a esta música, hoy conservo recuerdos de cómo nos divertimos en las integraciones y en las festividades de fin de año. Cuando recuerdo haber estado tan cerca del “Loco Gustavo Quintero”, en una de las ferias de Manizales en la caseta “Torres de Chipre”, me convenzo de que no debo perder la costumbre de ser feliz con esta música.

Por esa época de bonanza cafetera, existieron sitios en Armenia como: Isla De Capri, piscina y bailadero vía aeropuerto, uno de los más visitados. Otros estaban más cerca: La Escalera del Ritmo en el sector galería, donde las discusiones por celos llevaban al pleito y al desorden. Discotecas como: El Padrino y La Naranja Mecánica, eran sitios preferidos y una de las más visitadas del centro de la ciudad era “Arde Paris”, miren ustedes la ironía, un día cualquiera desapareció envuelto en llamas.

La música de Gildardo Montoya y Joaquín Bedoya los más talentosos compositores, exponentes de la parranda antioqueña cada fin de año, animan todavía la llegada de la navidad con estrofas como:

Si hubiera huevos le fritaba uno

Pero, ¿cómo hago si no hay manteca?

Si hubiera queso le daba un pedazo

Pero, pá qué si es que no hay arepa.

Hoy día en Armenia existe la viejoteca “El Duende”, preferida los domingos para la diversión y la añoranza.

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