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Cultura  |  28 septiembre de 2023  |  02:05 AM |  Escrito por: Administrador web

Con mi dolor sobre ruedas

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Libaniel Marulanda

Querido lector:

Pasado un tiempo, que solo el tiempo sabrá, al releer estas notas que ahora con pulso epiléptico le suplico al ratón convertir en verdad legible, volveré a librar una lucha interna entre el debido recato literario y la justificación para publicar este capítulo del chorizo histórico de mi vida. En todo caso, acudo a la benévola alcahuetería de mis amigos de la música y la palabra, que por lo que he podido ver han superado los cálculos que suelen hacerse a través de las canciones patéticas: No estoy en un tétrico hospital, y tampoco soy un pobre esqueleto que a mí mismo me da horror, como lo cantó para la historia del tango, con inequívoco tinte ferroviario, Óscar Agudelo. No es mi caso, aunque ahora cargo con el bacalao de la amargura sentida por un músico cuyas articulaciones se amotinaron, por un período de dimensiones judiciales.  ¡Auxilio, no puedo tocar!

La noche del 21 de junio de este galopante 2023, nos dispusimos a cumplir el compromiso contraído con la Casa de la cultura de Calarcá. Un evento creado por el grupo en homenaje a Gardel y dada la coincidencia de su muerte con las fechas de aniversario de la fundación de Calarcá. La instituida Gardeliada fue vivida con plenitud por nuestro grupo en donde ya se respiraban aires premonitorios. Ocupé el sitio predispuesto en el escenario, junto al maravilloso pianista Carlos Edward Ríos. Y comenzó a discurrir esa décima Gardeliada, celebrada y aplaudida por la gente de Calarcá, que sin interrupciones terminó dos horas y 49 minutos después con la glosa de La cumparsita. Llamado el grupo a presentar su despedida al público, sentí ahí, la puñalada de este mal que me ha condenado a la incapacidad motriz y al mutismo del teclado de mi viejo fiel camarada, el acordeón.

A riesgo de ganarme el justificado repudio de los lectores por lo que podría calificarse el exceso de lora, debo anotar que desde treinta años atrás comencé a sentir los síntomas de desajuste óseo, fui sindicado de tener artritis, nada extraño en los músicos. Con todo y las toneladas de fármacos ingeridas con fe, sumisión y disciplina, logré, achaques más, achaques menos, completar tres décadas de actividad como acordeonista, con coqueteos en el piano. Esta etapa se reinició en el Quindío, tras la nueva residencia en Circasia y Armenia, como funcionario de la Procuraduría General de la Nación. El grupo musical Los Muchachos de Antes, fundado en Bogotá en 1979, comenzó a consolidarse en la región, merced a la puesta en marcha de una taberna exclusiva de tango con ese nombre. Fue un suceso memorable porque jamás ha existido otro establecimiento similar con una revista de tango, baile y cantores.

Pasados tres días del suceso, la panza arzobispal y el nalgamen cardenalicio de este compungido chiflamicas ya tenían su pasabordo en una digna silla de ruedas, conseguida de una con la solidaria diligencia de la diseñadora Lina María Cocuy. Para contrarrestar la tragedia de la inevitable parálisis con una colombiana actitud mental positiva, declaro que la visión del mundo desde la óptica del carrito, asumido el papel de sobreviviente en este valle de lágrimas, resulta placentero. ¡Claro!: usted va levitando por la calle o por la generosa superficie de un centro comercial, sabiéndose un ser especial, con una dignidad casi pontificia, que goza del estatus de comerse cualquier cola por larga que sea, con zona de parqueo restringida y decenas de brazos prestos al auxilio muscular de ese ángel que ejerce el pilotaje de la silla. De ñapa, – ¡perdón Mónica de mis querencias! - la ubicación amplía el campo visual femenino.

Pero, los privilegios de un discapacitado no trascienden el instante V.I.P. en que nuestros congéneres nos otorgan la humana cuota de conmiseración. La verdadera película de una discapacidad, comienza en el instante en que se comprueba que las piernas nos dicen ¡no! Y a partir de ahí comienza el  inenarrable horror: necesitamos la presencia de alguien que nos manipule, porque hemos mutado de seres animados a fofos muñecos de trapo. Presumo que todo el tráfico de sentimientos está gobernado en cada debutante de la distrofia de acuerdo con sus convicciones religiosas o éticas. La primera diligencia será la demanda de ayuda divina. El inevitable interrogante ¿Por qué yo?, seguido del ¿Hasta cuándo?, comienza a ocupar la pantalla. Entonces, la demanda urgente de auxilio divino cede el paso a la humana necesidad de ese ser irremplazable a quien la sociedad y la ciencia han entregado las llaves del taller: el médico.

Cada minuto a bordo del dolor es una bofetada al vademécum de las yerbas de andén, el ajo, el limón y la cebolla. Cuánto más puede el novel doliente  es prender un promisorio vareto, lo que a mi juicio resulta inocuo cuando se es zanahorio porque el pánico desplaza la esperada cura del dolor del recién tullido. Ignorante y todo, creo en el doctor Alexander Moreno cuando afirma  que la gozona  marihuana por no ser un opiáceo, sólo alcanza pa la rumba y na ma. Entonces, allá arriba en lo alto del páramo hacia el cual hemos quedado mirando y mirando, surge la figura del médico y su conocimiento: La objetividad de su trabajo social ha logrado que el  mundo le confiera la condición de supremo reparador de la existencia. Por eso la ratificación de una sentencia de cáncer dejará por el piso el más esotérico diagnóstico de un curandero.

Cuanto más requiera el doliente de la diligencia del congénere que atiende tras la ventanilla, más tropiezos tendrá el procedimiento solicitado. En mi caso, el funcionario encargado de transcribir lo dispuesto por el médico, omitió  las palabras: “bajo sedación”. Tres semanas después, con puntualidad de tullido, acudí al consultorio para someterme a la  resonancia magnética ordenada. Lo primero que notó la operadora fue la omisión aludida. Pero, ante mi desazón dijo que podría realizarse el procedimiento  mientras que no moviera ni una pestaña durante su transcurso.  Creo  útil compartir esta demoníaca experiencia, sin sedación, a palo seco como decimos: me introdujeron en un   aparato con aspecto de cápsula espacial. Me encasquetaron sendos atenuadores de ruido. Y la cápsula se transformó en una atronadora mezcladora de concreto, que cambiaba de ciclos, vibraciones, ruidos, posiciones, dentro de la cual sobreviví veinte inútiles minutos, al cabo de los cuales la operaria decidió parar.  

Cuando el desespero me tenía a tiro de as, para conseguir plata prestada para lo del examen, la EPS  dispuso realizarlo bajo sedación. ¡Bendito sea el día en que inventaron la anestesia! Hace cerca de quince días que por fin sé qué tengo y a cuánta distancia de mi conflicto está acampada la esperanza. Según dicen la máquina y el médico, tengo una estenosis sacrolumbar, susceptible de curar, incluso sin la intervención de arriba. Y aunque sigo de dolor  en dolor, el puñado diario de analgésicos hace bien su papel. Digitar esta crónica ha sido una terapia mayor y poder publicarla, la mejor catarsis. Si no puedo volver a tocar, la música ganará aunque la Literatura siga aguantándome. Y de dolor en dolor, espera  y siesta,  dedico largas pausas al subrepticio ejercicio del deporte nacional del Rasquinbol. Le he prometido al doctor Heiler Torres, escribir una condimentada oda al respecto.

La Tebaida, septiembre 25 de 2023

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