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Cultura  |  05 noviembre de 2023  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Adios a la Rémington

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Autor, Enrique Álvaro González, parte del libro Los cuentos de pescao y otras crónicas, editado por Cafe&letras Renata.

La Rémington. Ella también fue último modelo y no hace mucho. Por lo menos para quienes la usamos cuando aún era importante en aulas y oficinas. Fueron varias las generaciones que tuvimos contacto con sus teclas, espaciador lateral, asegurador de mayúsculas, retroceso a la izquierda, números, en fin. Pero hay que admitir que quienes más cercanas estuvieron a ellas desde 1889, cuando las máquinas tenían dos teclados, uno de mayúsculas y otro de minúsculas, fueron las secretarias mecanotaquígrafas.

Carmen Madrid es una de ellas. Mediana edad, agradable sonrisa, buen trato para amigos y compañeros, veterana desde principios del 90 en lides de oficina, e igual que otras pocas funcionarias, es graduada y experta en secretariado y mecanotaquígrafía. 

¿Qué pasó?, le pregunté un día, mientras degustábamos un tinto ¿Con la famosa Rémington, y con aquella secretaria que al cometer un error detenía el tecleo e iniciaba el sagrado rito de la corrección? Su primer movimiento fue llevar el pocillo a la boca, un leve soplo esparció el aroma y luego de una sonrisa evocó:

–Cómo cambia todo, ¿cierto? A mí también me tocó la Rémington- respondió

-¿Recuerdas como se hacía? Le dije animándola, y al percibir su expresión interrogante, insistí: –lo de la borrada.

– ¡Claro que sí!– Respondió–. Se giraba el rodillo del carro con la perilla derecha hasta sacar un buen trozo del oficio que se escribía, se colocaban pedazos de papel entre el papel carbón y cada copia y luego con el lápiz borrador se desaparecía el error de la página original, sin problemas porque el manchón del carbón quedaba en los papelitos que protegían las copias. Después, con cada copia se usaba la plastilina limpiatipos o en nuestro argot, “limpiahombres”, y se retiraban “todos” los papelitos. Pero todos eran todos, porque si olvidaba uno, la copia correspondiente quedaba con un sector del tamaño y forma del papelito, pero en blanco. Hecho eso, volvía el documento a su lugar, de nuevo con la perilla, ahora en sentido contrario, y se continuaba hasta terminar. En verdad, era todo un rito.

Su mirada, en ese momento pareció escudriñar entre los recuerdos el aparato que usó varios años, una máquina Rémington, y animada, continuó:

–Pero si vamos a recordar, no olvidemos que el lápiz borrador solo era un método para corregir porque también existía el papel corrector, (aquí sus manos intentan recrear con los dedos la imagen) unos rectángulos del tamaño de una Chocolatina Jet. Poco después apareció en las oficinas el líquid paper que se aplicaba con brochita y para completar, el avance nos dejó felices con el corrector tipo esfero. Eso fue lo máximo.

Hasta hace unos años, el aseo de los dedos manchados tras un cambio de cinta vencida por el taqueteo, era constante. La mancha, que bien podría ser negra o roja, pues había cinta bicolor, era difícil de quitar, por ello mantenían en su haber, entre otras cosas que se disputaban el interior de la cartera, una crema especial para limpiar la piel, incluida claro está, la de manos. Especial mención aquí a las secretarias de contabilidad, principales usuarias de la cinta roja por aquello de los saldos en contra. Pero cuidado, no solo era la tinta la que profanaba las, por ética oficinista, inmaculadas manos de tan insignes trabajadoras.

Era normal, por ejemplo, descubrir en sus ápices dactilares aquel polvillo blanco de los correctores, el vinilo de las brochitas, o por qué no, si el observador era un poco acucioso, descubriría que bajo las uñas (largas eso sí en las veteranas, e inevitablemente cortas en las novatas) se ocultaba algo parecido a residuos de hollín, o lo que sea que formaba la parte negra del papel carbón.

-Nos cuidábamos mucho del comentario burlesco- Recuerda Carmen: “Oye, tienes las uñas de luto”.

Pues bien, aquellas compañeras de trabajo que si bien persisten aún en oficinas donde no ha ingresado la magia del computador, vaya uno a saber por qué, no podemos negar que son, para decirlo en términos ecológicos, una especie en vía de extinción: Adiós pues, secretarias mecanotaquígrafas.

– ¡No señor! ¡Deténgase usted ahí!– podría ripostar alguien– Yo conozco algunas muy vivas y dispuestas a seguir con su trabajo–. Y yo podría agregar que cuando quise profundizar en el tema, descubrí en la internet, ofertas de cursos gratuitos de mecanografía y taquigrafía, pero igualmente interrogué a varias damas que trasiegan en el mundo del secretariado y me encontré con que casi nadie se interesa hoy por hoy en estas materias, en que mi generación debió especializarse so pena de perder el año lectivo cuando se estudiaba bachillerato comercial.

Sí, señor, bachillerato comercial. Donde además de la teoría, la niña aprendía buenas maneras. Jamás sentarse en la oficina del jefe, por tanto los dictados se tomaban de pie. Nunca un escote y mucho menos cruzar la pierna en una reunión. Discreción, lealtad y tantas otras enseñanzas. Esa educación abrió las puertas del mundo laboral oficinesco a las damas y terminó con los amanuenses, escribanos y calígrafos hombres, pues con esa especialidad que trajo la primera academia que hubo en Colombia, por allá en 1915, nuestras mujeres comenzaron a tomarse el mundo de los negocios, las leyes, la política, conocieron, aunque no todas al principio, la independencia económica, y construyeron su escalera hacia las alturas.

–Pero el ingenio incluía también– continuó Carmen– otras trampitas. Por ejemplo, dejar el espacio preciso para acomodar un dato que no se conocía en el momento, una cédula o cualquier palabreja que se debía incluir después en el oficio, sin que se notara el remiendo. Esto era serio, porque había que mantener el nivel del renglón y dosificar el tecleo para evitar la diferencia de tinta en cada copia. Estos rellenos, para que fueran perfectos, debían hacerse con la misma máquina, porque la impresión de una era tan diferente a la de otra, que las ciencias forenses podían determinar en una investigación la procedencia de un escrito mecanografiado.

La buena secretaria debía estar presta a la campana que anunciaba el final de la línea porque esto ayudaba a que una palabra no quedara inconclusa. Luego de la campana, solo quedaban cinco espacios y había que conocer muy bien las reglas para partir palabras con el fin de evitar en lo posible el guion que separaba las sílabas, por ser antiestético.

Bueno, yo no sé si estén de acuerdo, pero según mi forma de ver, ese género de secretarias es cada vez más escaso porque todas esas destrezas, hoy las tiene sin mayores apremios el computador. Hoy, para decir poco, no se encuentran en el escritorio de la asistente, además de una o dos cajas de papel carbón, cuatro blocks distintos de papel, uno original tamaño carta, otro original tamaño oficio, otro copia tamaño carta y el último copia tamaño oficio. Ahora permanece cerca del computador una caja con todo dispuesto y el número de copias simplemente se imprime o se fotocopia. Ya no es necesario que la niña del caso evite unir el lado brillante de la copia con el lado brillante del papel carbón, en aras de que las copias no salgan corridas, y por otro lado, tampoco es indispensable taquigrafiar las sesiones de juntas directivas.

Y a propósito ¿existen todavía las libretas de taquigrafía? Y si existen ¿todavía se usan? Eran rectangulares y divididas por una línea en sentido vertical que dejaba un lado para los símbolos y el otro para la traducción.

-¡Ah sí!- ayuda ella. -Yo prefería las libretas de papel periódico porque el esfero resbalaba mejor, pero por lo menos aquí, ya no se usan. Ahora las juntas no se copian a la velocidad de la voz, como antes, porque ahora se graban.

La secretaria ya no usa gramálogos de su propia inventiva con los que desdeñaban los aprendidos en el aula para fijar lo dicho en una reunión. Tampoco se ve en los despachos penitenciarios la plastilina limpia tipos, ni se volvió a escuchar a los compañeros guardianes varones preguntar con sorna: Carmen ¿a ti cuanto hace que no se te montan los tipos? O la propuesta de otra secretaria: Mija, cambiemos, que a mí estos tipos siempre me quiebran las uñas.

 –Yo trabajé en varias oficinas– dice– ¿Recuerdas la máquina de contabilidad? Un armatoste con el carro asííí… de largo (sus brazos se abren igual que sus ojos) con el que se hacía la nómina. Era temida por algunas compañeras por su función tan dispendiosa, pero la oficina que más temían los compañeros era la encargada de investigaciones internas. El susto comenzaba cuando le decían a alguien: “Lo necesitan en la Rémington o en la Olivetti”, uno como secretaria tenía que callarse el motivo del llamado por aquello de la reserva del sumario, pero había quienes no entendían, y eso traía a veces enemistades que tarde o temprano comprendían y olvidaban.

Para nuestro personaje, con el tiempo todo ese trabajo diario y arduo, trajo consecuencias difíciles como la atrofia del túnel carpiano de su mano derecha, que obligó a una cirugía no hace mucho. Pero según ella, los recuerdos bonitos son más.

Réquiem pues, a nuestras queridas secretarias de antaño que vieron desaparecer las Rémington mecánicas y aparecer la IBM ELECTRIC por allá en los años 70, una máquina que traía bola en reemplazo de los tipos y era esa bola la que se desplazaba por el documento y no el carro. Después llegaron las IBM THERMOTRÓNIC que incluían cinta correctora, y cintas de casete con película de carbono que solo servían una pasada, por eso había que estar bien aprovisionada para evitar un mal momento.

Por entonces a los casetes de cinta usados se les hacía seguimiento por aquello de la privacidad de la empresa, debido a que lo escrito en el oficio podía leerse en la cinta. Poco después vino la máquina IBM con memoria, que hacía imperdonable un error de mecanografía y que al final fue el anuncio de la presencia todopoderosa del computador.

No dejemos de mencionar las pruebas de aptitud a que eran sometidas nuestras secretarias de antaño a la hora de emplearlas. Eran muy importantes, pues con las pruebas se medía la eficiencia y un error implicaba pérdida de tiempo, razón por la cual en una prueba (velocidad y exactitud) se restaban diez palabras por cada error a la hora de calificar.

Un brindis emocionado entonces, para aquellas que dedicaron horas enteras a los ejercicios de digitación llenando páginas con el mismo TUR, TUR, TUR, BEBER, CURTIR, DIRIGIR, SINO, SINO, SINO, y que asumieron con responsabilidad el hecho de que la taquigrafía ignora la ortografía, sin que a la hora de traducir eso se reflejara en “horrores de ídem”. Un brindis decía, por quienes como Carmen, lo hicieron con el mismo amor con que hoy ella lo recuerda.

Brindis también para aquellas que cuidándose muy bien de pisar cada tecla con su respectivo dedo, alcanzaron la excelencia de escribir setenta o más palabras por minuto sin mirar el teclado, mientras su mente grababa los signos taquígrafos que daban la fluidez para transcribir cualquier oratoria.

Dejemos entonces en el ayer las anécdotas donde se le avisaba a un funcionario que había una investigación en su contra con el consabido: “Huy, llave, lo necesitan en la Rémington, o en la Olivetti”, pues hoy por hoy se remite al mismo despacho con la frase: “Vaya y sírvase decir” y cuando el aludido se presenta, ya no enfrenta el rostro, amable o serio de una dama, sino que lo hace ante un armatoste que parece tener vida propia y tras del cual un funcionario se limita a leer las preguntas impresas en la pantalla.      

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