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Cultura  |  12 noviembre de 2023  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Caminos de aventura

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Autor, Enrique Álvaro González, parte del libro Los cuentos de pescao y otras crónicas, editado por Cafe&letras Renata

A pesar de que el interno sabía que yo iba a escribir el relato que me acababa de contar y que solo lo hacía por pasatiempo, insistió en saber cómo era que un “Guardián”, cuyo trato diario con delincuentes exigía otras acciones, resolviera hacerse amigo de los reos para escuchar sus historias. Esta fue mi respuesta, aunque es obvio que aquí, ya fue, digamos, pulida un poco.

A lo mejor mi afición a la lectura comenzó con las “aventuras dominicales”, como le decíamos en los años sesenta a lo que hoy llamamos “Comics”. Las aventuras del Fantasma, Mandrake el Mago, Dick Tracy, Tarzán, Ben Bolt y tantos más que me quedo corto para mencionarlos a todos. En aquella época, Daniel, un personaje de grata recordación en la familia, llevaba a la pieza arrendada por mi madre, ejemplares de El Tiempo, El Espectador, a veces El Siglo, cuando no era una revista, o algo, donde nuestros sueños de niño se volvían ciertos, al ser leídos por mi hermano y yo.

Muchos “qué tal”, planteados por nosotros en aquel entonces, hoy se han vuelto reales, como el “cosito ese parecido a un reloj, con que Tracy se comunicaba con Sam”, que mi hermano simulaba con una caja de fósforos “El Diablo”, cuyo empaque era un rectángulo preciso para simularlo. Hoy, ese “cosito” existe, es real. Lo llamamos celular.

Acompañando cada domingo al Fantasma, supimos que llevaba aterrorizando más de cien años a los villanos, sin que estos llegaran a enterarse de que no era el mismo, sino que cada vez que se sentía viejo, escogía al mejor niño, entre muchos, para enseñarle a ser, “el Fantasma, el Duende Que Camina”.

En la escuela, el personaje de “Pinocho”, me gustó desde el primero o segundo de primaria, cuando lo conocí en una de mis primeras cartillas, tal vez fue la “Alegría de Leer”. Sentía mucha lástima por él; por su deseo de ser humano, pues el hecho de vivir entre ciertas privaciones me hacía preguntarme para qué pasaba Pinocho las duras y las maduras intentando ser humano, si al vivir se aprende que la realidad es más dura.

“Ícaro”, fue otro descubrimiento grato. La obstinación por la libertad y a su vez el precio de la soberbia. Pues bien, por aquellos años no la entendí así, con tanta filosofía, pero me gustó “saber” que de alguna forma, uno podría revelarse contra Dios.

Genoveva de Bravante, leída por el profesor Murcia, director de cuarto de primaria, en cómodas cuotas de quince minutos al principio de cada clase y con su voz de seminarista culto, me transportaba al mundo medieval donde mi mente campeaba con la libertad de la palabra escrita. En ese viaje entendí que solo era cuestión de releerlo para vivirlo de nuevo, pero como en mi casa no sobraba el dinero para comprar libros, tuve la fortuna de encontrar alguien que me ofreció la fórmula mágica del comercio:

“Pague ahora y lea después”. Fue así que conocí la fantasía, la ficción, la ciencia y obviamente “la otra aventura”, de que habla Bioy Casares, en los libros de Julio Verne. Acompañé al francés Michael Ardán en su “espontáneo” viaje a la luna al lado de Impey Barbicane y del capitán Nicholls. Me interné temerario en las profundidades de la tierra y sufrí como él mismo, el tiempo que duró perdido, Axel a quien su tío Otto Lidenbrock, logró rescatar de entre los vericuetos de la tierra, gracias al axioma matemático de que espacio es igual a velocidad por tiempo.

Viajé con Paspartú a través del gigantesco mundo que era la tierra del siglo XIX, en tren, en globo, en elefante y juntos dedujimos en el colmo de la alegría, que por haber viajado siempre hacia oriente, el viaje había concluido un día antes de que se venciera el término de la apuesta que ocasionó “El viaje al mundo en ochenta días”.            

Aprendí algunas, imposible todas, lecciones de biología marina discutidas por el capitán Nemo y el profesor Pierre de Anorax, en el Nautilus y me extasié con la escena en que la nave encalla en un témpano de hielo, pues la descripción de la blancura transparente y del medio que llegó a rodearla fue tan verosímil, que sentí el frío, la angustia de la asfixia y la felicidad cuando la inteligencia y el conocimiento unidos lograron romper la barrera.

Después vino la adolescencia, los años setenta y el boom latinoamericano. Yo no sabía muy bien de qué se trataba, pero cuando conocí a José Arcadio y a Aureliano, cada cual debatiéndose en su propia locura y a Úrsula con su ciega sabiduría, o Petra con sus aires de negra indómita y a toda esa corte de mujeres que se debaten entre la locura sin meta definida de los hombres, supe que ese era el río en que yo quería bañarme.

De Gabo, casi todo ha pasado por mis ojos. Del negro Cortázar o de Borges, también he degustado sus menús literarios y leí a Sábato, gracias a quien supe que otros hombres sufrían como yo en mis experiencias jóvenes, el fantasma de los celos y aunque nuestros finales fueron distintos, comprendí desde las primeras letras que Juan Pablo Castell y yo, nos adentramos en un túnel semejante.

Un enorme “de todo” empecé a leer desde entonces. Revistas, de variedades o especializadas, textos de historia, cuentos, hoy comics, periódicos nuevos, viejos, avisos, calendarios… etc.

Entonces, un día, pasados algunos años de lectura, de haber “cometido” tal cual escrito sin mayores pretensiones, de formar en las filas de la Institución y luego de escuchar tantas historias de reclusos en donde laboraba, vino la idea de escribir en serio. De echar mano a la magia de todos esos escritores que a mí me regalaban tan gratos momentos y escribí mi primer cuento. Me gustó. No por su calidad, que de por sí no era mucha, sino porque logré terminarlo y hacer un relato coherente. Luego otro y otro hasta que alguien me insinuó un concurso institucional, participé y gané. 

Hoy, cuando han pasado cincuenta o más años, desde mis primeras lecturas, sé que dentro de mí habita un mundo distinto y que debo mostrarlo. Es por eso que aún en contra de otras percepciones, estoy seguro que soy un escritor.  

Un escritor, neófito, sí, pero dispuesto a leer lo que toque para aprender cada día y seguir los vericuetos que nos ofrecen las letras para lograr un trabajo serio, artístico, y que sobre todo, deje en quien lo lea, un sabor de momento grato, de vida a través de los personajes y de enseñanza a través de sus historias.

Si lo he logrado hasta ahora, no lo sé, pero que lo he intentado, sí estoy seguro. A lo mejor con tanto trabajo y empeño, es posible que tenga algo digno de mencionar en mis textos, pero eso, los únicos que pueden decirlo, son mis lectores.

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