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Cultura  |  19 noviembre de 2023  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Miedo

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Autor, Enrique Álvaro González, libro, Los cuentos de pescao y otras crónicas, editado por Cafe&letras Renata

Arturo. Estimado amigo:

Supongo que te parecerá extraño recibir unas letras de alguien que no escribe cartas, poco usa el teléfono y muy de vez en cuando visita a los amigos que por aquello del paso del tiempo ahora están lejanos. Es grato sin embargo saludarte y aunque suene formal, deseo que te encuentres bien desde nuestra última charla. Ahora, para obviar estos formalismos, te comento que es precisamente esa charla la que motiva la presente epístola.

Recordarás apreciado Arturo, tu comentario de aquella noche respecto a no entender cómo una persona amante de la lectura, de las artes, y medianamente culto, como yo, hubiera tenido una actuación tan cuestionable durante su servicio militar. Recordaste mi apodo, ganado por mis evasiones continuas y agregaste además en tono de sorna acompañado de un gran sorbo de cerveza y el ademán de blandir el cinturón:

– ¡De haberlo sabido mi querido “Cuatroymedio”, yo te hubiera reprendido!

Pues bien, Arturo; la verdad es que siempre supe hallar la ironía en tus comentarios, pues por algo fuimos tan locos el uno como el otro. Pero aun así, el de aquella noche me hizo caer en cuenta de que jamás te conté cual fue la razón por la que teniendo todo para ser el mejor soldado de nuestro contingente, resulte siendo el peor. Esta es la historia:

Estábamos recién llegados. Éramos inexpertos, novatos, o en la jerga castrense, éramos “reclutas” y no nos conocíamos aún. Yo lo recuerdo todo. El frío, la noche, la fila recibiendo el peto y la mogolla en el rancho, y en especial ¿sabes qué es lo que más recuerdo? El silencio. No era un silencio normal como el de este momento en que escribo, donde solo me acompañan la hoja, el esfero y el recuerdo, tan vívido que me parece estar allí sintiéndolo todo.

Es noche fría, los nervios están de punta. Los “reclutas” caminamos en fila india con sendos jarros de peto en una mano y una mogolla en la otra. La zona de silencio comenzó desde el primer jardín de salto cubierto (Son dos ¿recuerdas? Están cerca de la Guardia a un lado de la cancha de fútbol. Es ahí donde los oficiales entrenan a sus caballos). Los cuadros de mando vigilan que nadie viole el mutismo con miradas amenazantes o coscorrones cuando descubren que algún novato aventura charlas susurrantes. El silencio es pesado, incómodo, huele a guerra.

Ahora estamos en los jardines de salto descubiertos, un área de más o menos cien metros cuadrados. Hay muchas, muchas personas quietas, silenciosas, piernas abiertas, manos atadas atrás, ojos vendados, distanciados unos de otros por unos dos metros o menos.

Hay ancianos, mujeres, negros, calvos, altos, flacos, y entre ellos unos hombres uniformados o de civil circulan sigilosos, firmes, prestos. De pronto uno de ellos cree reconocer a alguien y lo escudriña, parece medir su aguante y si lo considera necesario, toma la misma posición del prisionero, otro de sus compañeros lo amarra, lo venda y lo empuja soez para que caiga cerca del elegido. Se incorpora con dificultad apoyándose en este y encarna su rol con voz trémula y musitada:

–“Psss” Psss”… ¿Quién está aquí? …

–“Yo soy tal y tal”…

– ¿A usted donde lo cogieron? …

– ¿Sabe qué pasó con…?

La estrategia se repite en varias partes del terreno tantas veces como toque, y en ocasiones según el resultado, un militar (los grados, lo mismo que el apellido es lo primero que desaparece para estos menesteres) pide que desaten a alguien, se cubre el rostro y conduce a la persona hacia las caballerizas.

Entre tanto, en la fila de reclutas, nosotros seguimos al cabo quien toma el mismo camino. Las caballerizas. Allí la escena es la misma pero solo afuera, porque dentro de las pesebreras hay un gran número de retenidos tirados, acurrucados o sentados, pero todos atados, ojos vendados y asustados. El suboficial señala a cada soldado uno de los individuos sin olvidar el gesto conminatorio de silencio y hacia él se dirige el subalterno mientras otro uniformado más antiguo lo desata para que reciba el alimento.

Algunos reciben, otros lo rechazan, muy pocos preguntan, exigen derechos, claman, pero cuando esto pasa, el encargado ordena que todos salgan y queda solo con él después de cerrar la tranquera. La fila silenciosa sigue repartiendo la escasa colación y cuando vamos a salir del sector para ir a otro, veo llegar un grupo de tres encapuchados con un hombre al que paran frente al abrevadero y le sueltan la pregunta que me aterroriza.

– ¡Mire al frente, soldado!– me grita el comandante.

Pero un momento Arturo, un momento. Hay algo para aclarar en la historia. Regresaremos para eso, un poco hasta ese que ya no existe, pero que resulta en ocasiones tan real para nosotros. El pasado.

Unos años antes, un compañero de aulas nocturnas me invitó a la conferencia que me alentó a formar parte de la vanguardia juvenil de contenido socialista que tantas cosas buenas hizo en el barrio donde vivía entonces. La charla del conferencista, saturada de guerras a los imperialismos, luchas populares y toda la grandilocuencia social de entonces, enraizó en mí muchos de los principios que acompañaron después mi vida, pero sobre todo, me impresionó la personalidad del orador.

Emanaba seguridad. Su voz llenaba el recinto de tal manera, que me pareció simple lógica presumir el mensaje como parte de su propio ser, y por tanto, verdad incuestionable. Sus ojos parecían mirar a todos y cada uno a la vez. Cuando terminó y mi condiscípulo nos presentó, quedé convencido de que a partir de ese día todo lo vería diferente gracias a su conferencia.

No obstante, mi militancia en el partido duró poco. Para mí esos meses fueron más bien una mirada, otra opción en la cual discurrir la desordenada juventud que sufría por aquellas épocas, pero poca huella dejaron, aparte de presumir una palabrería izquierdosa que usaba mucho, pero practicaba poco.

Después vino el Ejército a tomarme prestado una noche en la que disputaba con ardentía un chico de billar. No hubo arreglo posible. Cero llamadas, cero voladas y no hubo soborno que ablandara al reclutador, por lo cual las filas de la caballería me vieron marchar por primera vez un seis de noviembre ya lejano.

Lamentablemente, el País se debatía en una guerra interna loca, dura y plena de osadías como la de cincuenta y cinco días después, cuando un grupo subversivo ingresó durante la festividad de año viejo a la unidad militar situada frente a la mía, y sustrajo muchas armas de las bodegas.

El año nuevo entonces, trajo la reacción oficial y esas decenas de personas amarradas a las que ahora mi compañía les llevaba peto y mogollas, eran los capturados por la inteligencia militar en procura de recuperar las armas y el orgullo.

Y de retorno al relato, aquella noche yo entrego el peto y mi mogolla a un anciano que engulle ávido y lloroso, mi compañero hace lo mismo con una mujer joven que bien podría ser una niña oculta detrás del trapo que le cubre la cara, y al mismo tiempo el recluta llora.

Salimos de la pesebrera y es ahí cuando veo a los encapuchados pararse con el hombre frente al abrevadero de caballos y hacer la pregunta:

– ¿Cuál es su nombre?

–Tal.

– ¿Dónde fue capturado?

–Aquí. En la capital.

– ¿Sabe dónde está y quién es…?

Y entonces, oí el nombre del conferencista aquel, de quien siempre había dicho a la hora de “chicanear” que era un gran amigo mío, y me asusté. Me aterroricé tanto que en un momento me vi atado, vendado y parado frente a un abrevadero con tres enmascarados detrás.

Ese día, supe que las filas no eran para mí y comencé a odiarlo todo, pero no fue por la visión de toda esa gente maniatada, que al fin y al cabo a los dos meses cuando fui trasladado ya estaba acostumbrado a ver. ¿Sabes que es lo que no puedo recordar sin avergonzarme?

Recurro primero a nuestra vieja amistad y a los peligros que asumimos luego juntos, para contarte esto con la esperanza de que entiendas cuan duro es para mí confesar esto. Aquel día cuando el suboficial ordenó mirar al frente y seguir marchando en silencio, me di cuenta que del susto me había orinado en los pantalones. Espero que lo comprendas Arturo, esta confesión solo debe quedar entre nosotros. Nadie más debe saberlo.

Afectuosamente, tu amigo para siempre:

Cuatroymedio

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