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Cultura  |  03 diciembre de 2023  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Mujer curiosa

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Autor, Enrique Álvaro González, parte del libro Los cuentos de pescao y otras crónicas, editado por Cafe&letras Renata.

Como siempre, Clímaco se levantó temprano y atendió sus primeros trabajos diarios. Tenían que ver con jardinería, agricultura, porcicultura, ordeño y en general el mantenimiento de su pequeña finca. A eso de las siete de la mañana se acercó a la casa, desayunó lo que le sirvió Tránsito, quien ahora era su mujer, la tercera, pues la otras dos, según chismes del pueblo, lo habían abandonado unos años atrás.

Esperó que esta terminara de arreglar la cocina, la casa y se organizara para ir al pueblo a comprar las cosas de su taller de costura, la acompañó  hasta la carretera, la embarcó en el Willys, y una vez tuvo la seguridad de que se había marchado, cerró la talanquera de los potreros, hizo lo mismo con la entrada, echó candado, y se dirigió a la bodega.

A ese sitio solo él tenía acceso, lo que provocaba en Tránsito la curiosidad obvia de mujer.

– ¿Y qués  lo  que mantiene po´ahí qué tanto esconde?– Le preguntó alguna vez, y la respuesta del marido fue ese gesto que la aterraba y que simplemente quería decir:

-¡Y eso a vusté qué l´importa!

Muchas veces al regresar del pueblo, ella se arriesgaba con el pretexto de arreglar y barrer un poco las cercanías del sitio prohibido, pero además de notar que la pesada puerta había sido movida, no lograba nada. Hasta ese día, en el cual juraría que oyó algo.

– ¿Algo como qué?– Le había preguntado Clímaco y como su respuesta fue:

–No sé. Era algo. Tal vez una movensión, un gemido, no sé. A lo mejor fue un  fantasma-. La aclaración del hombre fue tajante:

– ¿Si ve? Esas son pendejadas suyas.  Lo mejor es que aproveche hora que va´l pueblo y arrime donde el curita pa´que la confiese.

Ella obedeció hasta donde la duda se lo permitió, porque llegó el momento en que se decidió, se bajó antes de llegar  a la variante y se devolvió  convencida de que igual que las otras veces que ella salía, él abriría la bodega.

En efecto, Clímaco regresó de acompañar a Tránsito, cerró todo, atisbó los alrededores y se dirigió hacia allí. El candado era de mayor tamaño que el de la cerca, la cadena que afianzaba todo era también de gran calibre, por lo tanto el ruido, algo tétrico, sonaba sobre el silencio que saturaba el ambiente.

Como era el cuarto de herramientas y cachivaches, poco se abría. El olor a guardado y a humedad atacó  las narices del hombre, pero este no dejó de apartar cosas en un rincón, hasta que levantó el plástico pesado que tapaba una entrada relativamente pequeña al sótano.

La abrió, respiró algo cansado, tomó la linterna que llevó para el efecto y alumbró la oscuridad en busca de  lo que encontró, en el mismo momento en que Tránsito, detrás de él lanzaba un tremendo alarido.

Lo que apareció ante sus ojos fueron dos espantajos de mirada loca y asesina. Dos mujeres. Dos personas que hasta entonces habían permanecido atadas a una columna, donde eran abusadas cada viernes, desde que cada chisme de abandono a este hombre, contribuía a esconder la verdad.

 Habían logrado zafarse, se habían agazapado entre la oscuridad a la espera de que su torturador, en otros tiempos su esposo, abriera la entrada para saltar sobre él y atacarlo.

Lo que desafortunadamente pasó, fue que vieron a quien  venía detrás de este, como su cómplice y no como alguien que hubiera podido ayudarlas. Por eso con las piedras y picos con que se habían armado, los atacaron a los dos, pero sobre todo a la mujer, a quien no le podían perdonar que supiera de su tortura y no hubiera hecho nada por ellas.

– ¡Dele a esa perra vagamunda!– Gritaban y atacaban con furia.

Por su parte, Clímaco, aprovechando que atacaban a su tercera mujer, alcanzó a subir la escalera, a cerrar la entrada al sótano, a colocar todo como estaba antes y se dedicó a sanar sus heridas.

Más tarde destaparía una cerveza y se dedicaría a esperar que el olor de la muerta, porque la mataron, obligara a sus dos exmujeres, a pedir que sacara el cadáver, lo cual solo haría después de que ellas mismas se amarraran bien amarradas de nuevo a la columna. Menos mal conservaba las esposas de sus tiempos de guerra. Sería fácil hacer que ellas mismas se ataran antes de sacarlo.

Con el tiempo, el crimen fue descubierto y el autor quien siempre alegó en los juzgados su inocencia, se divertía contando a los reos que quisieran oírlo, esta historia.

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