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Cultura  |  10 diciembre de 2023  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Préstamo de sangre

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Mujer curiosa Autor, Enrique Álvaro González, parte del libro Los cuentos de pescao y otras crónicas, editado por Cafe&letras Renata.

El sol comenzaba a cocinar a fuego lento la mañana en el hospital zonal de Buga, cuando Georgina corrió por el pasillo con la historia a flor de labio. Llegó hasta la puerta del consultorio y sin golpear, como ordena la educación, entró casi gritando:

– ¡Lo encontré, doctor! ¡Lo encontré!

El médico, sorprendido, sacó los ojos de unos resultados clínicos, que intentaba ordenar para su trabajo al día siguiente, pues su turno estaba para terminar, y fijó la mirada en ella con un ademán de reproche.

-Ay doctor, qué pena. Discúlpeme, pero es que esa urgencia de anoche me tiene desesperada. A mí me parece conocer a ese muchacho.

– ¿Muchacho? ¿Qué muchacho?

–El del accidente cerca de San Pedro, doctor. El que necesita la transfusión del tipo AB negativo.

– ¡Ah, ya! Bueno. ¿Y qué fue lo que encontró?

Georgina se acercó al escritorio, tomó un poco de aire, se venteó con el infaltable abanico el cuello, el moderado escote que se permitía como enfermera y habló:

–Me puse a buscar entre los archivos y ahí no encontré nada, pero al que sí encontré fue al compañero Leonel, quien me recordó todo, porque ese día él estaba de servicio. La persona que tiene ese tipo de sangre es un preso.

– ¿Un preso?– Interrogó el galeno tras su escritorio e invitó a la dama a sentarse.

– ¿Cómo le parece, doctor?– Respondió. –Lo que pasa es que ese preso estuvo aquí, en esta misma sección de urgencias, hace ya varios añitos. Habría que averiguar si vive y si paga su condena en la cárcel de aquí, porque si está cumpliendo una pena por lo que hizo en esa época, llevará por ahí la mitad.

–Bueno Georgina, ya me picó la curiosidad, así es que me va tener que contar todo. Empiece por el principio que tenemos tiempo. Nuestro turno, por hoy acabó-, dijo el profesional tras mirar su reloj y empezar a recoger sus cosas.

Ella, con el gesto cansado de quien ha terminado un largo turno, le sonrió al médico y caminó con él hasta el parqueadero donde este le señaló el carro para invitarla a subir. No podía dejar de lado la historia.

– ¿Recuerda usted, doctor, el homicidio del doctor Yanguas?- Inició ella.

– ¿No fue ese, un político que mataron en el parque Santa Bárbara?

–Sí, doctor, ese. Lo mataron dos muchachos jóvenes, casi unos niños. Lo hicieron en una moto. Pues, ¿sabe cómo terminó eso? Mire-. Y le enseñó un recorte de periódico envejecido y con dobleces por los que amenazaba romperse.

Bajo el titular que informaba sobre un accidente de tránsito y un atentado, aparecía la foto de uno de los implicados y como el texto invitaba a leer su declaración, ella resumió de la manera siguiente:

“Era de noche. La avenida se veía solitaria, pero la lluvia era muy fuerte, por eso manejaba con desconfianza. La visión era escasa, los limpia–brisas no daban abasto y las luces que venían en contrario lo mismo que el reflejo del piso húmedo, me deslumbraban. De pronto de una esquina a mi derecha, salió una luz que se vino derecho contra el camión. Yo metí el freno hasta el fondo y el carro trató de parar, porque yo venía despacio, pero el piso mojado no lo permitió y me les fui resbalado encima”.

Los dos muchachos de la moto tampoco tuvieron mucho tiempo de reaccionar ante la colisión con ese monstruo aparecido en la última curva, preciso la que los sacaría y alejaba de Buga, pues venían a toda velocidad, más  preocupados por huir del crimen recién cometido, que de cualquier otra cosa.

–El del camión era un hombre de buena familia doctor Infante. Era honesto, conocido en la ciudad por sus negocios, trabajador del transporte y criado con buenos principios. Precisamente por ellos, jamás apoyó a su hermano, el doctor Yanguas, en sus cuestiones políticas. “La guerra mía es en las carreteras” decía con humor.

Fueron esos principios, los que hicieron a Nelson Yanguas detenerse. Se apeó, fue donde los accidentados y al ver que en la soledad del aguacero nadie más los ayudaría, subió a los heridos a la cabina y arrancó con ellos hacia el hospital, donde llegó en momentos en que una ambulancia partía con una remisión de máxima urgencia. 

Por lógica tuvo que responder un interrogatorio a la policía que permanece en las urgencias hospitalarias, pero presintió que había algo subterráneo en los trámites. Charlas en susurro, indecisión en las preguntas, y como todo eso lo hizo dudar, entonces pidió hablar con su abogado. Ahí fue cuando llegó un hombre de civil que se le presentó:

–Soy el detective no sé qué- le dijo- el responsable de una investigación que usted debe conocer antes de estas diligencias. Pero permítame yo lo voy enterando mientras lo llevo a su casa en la patrulla. Su camión, que debe ser el de tres ejes que está afuera, quedará detenido, como parte del proceso.

Así fue que don Nelson Yanguas, se enteró de que su hermano, el doctor en ciencias políticas, Roberto Yanguas, había sido atacado por los dos sicarios que él había atropellado, y que si no encontró a su familia al llegar, fue porque allí solo lo entubaron y por la gravedad de sus heridas lo remitieron a un hospital de Cali, en la ambulancia que salía cuando él llegaba.

Sin embargo, después se supo que el trayecto resultó muy largo y el herido no aguantó.

 

 

–Decir que el mundo es un pañuelo, es una realidad tan triste como irónica. ¿Verdad, Nelson?- Diría aquella noche, Laura, la reciente viuda, al referirse a la casualidad del accidente–. Pero además de la captura de los sicarios, ¿de qué más nos sirven tantos trámites, Nelson? ¿Acaso nos van a devolver a Roberto? Y si como dicen los médicos uno de sus asesinos ya se murió y el otro depende de una transfusión con un tipo de sangre difícil y también se muere ¿Quién va responder por esta desgracia?

– ¡Pagará el que queda!–.  Pudo haber respondido Nelson, con la mirada fría de quien ha resuelto algo, y luego le aclararía a su cuñada, al ver la pregunta dibujada en su rostro:

–El que necesita la transfusión. A partir de este momento, por radio, por televisión, prensa y por donde toque, voy a pagar la campaña para conseguir el tipo de sangre que ese sinvergüenza necesita. Tiene que vivir para que pague lo que hizo. Tiene que pagar a mi hermano, pero que lo pague por años, meses, días, horas y que sufra cada minuto de encierro. No de contado como pagó el otro”.

–Lo cierto, doctor Infante– Continuó la enfermera levantando el cabello de la nuca para abanicarla– Es que apareció un donante. Se le hicieron las pruebas, se recibió la donación y se le tomaron los datos necesarios. Era un cadete de la Fuerza Aérea que se encontraba de permiso cuando oyó el aviso en la radio. Se presentó para “cumplir con su deber”, o eso dijo, y desapareció de la misma forma que apareció.

–Pero… ¿Y el preso?– Inquirió el doctor Infante.

–Pues ese al fin se salvó y del hospital salió para la cárcel–. Contestó la enfermera. –Como le dije, doctor, habría que averiguar si todavía está ahí. Usted dirá doctor.

El Rolo Beto, aquel día, como siempre después del almuerzo, se disponía a jugar un emocionante parqués, en el que apostaba unos tenis viejos y dos “trabas”, cuando lo llamaron a la reja del patio. Llevaba diez años detenido, recorriendo penales y poniendo problemas donde no lo dejaban vivir a su manera, pero en los últimos meses, había regresado a la cárcel de Buga, donde ya iba para el año sin mayores líos.

Lo condujeron por el pasillo central del establecimiento donde caminó nervioso, pues los enemigos nunca son visibles, y por último fue conducido a la enfermería.

– ¿Y esto, mi comando? ¿Es que estoy enfermo y no lo sé?– Preguntó sonriendo.

–Tranquilo, Rolo. Aquí la señorita Georgina, enfermera del hospital, le va contar de qué se trata-. Dijo el funcionario que lo tenía a cargo. Ella se acercó al detenido, lo miró de arriba abajo, le dijo con voz segura “Usted no ha cambiado casi” y comenzó a explicarle…

– ¿Ha escuchado algo de la avioneta que se estrelló antenoche en San Pedro?

– ¡Claro, dotora! Aquí toca hablar deso, porque oímos la explosión.

–Pues, cómo le parece que el piloto está muy mal. Es una buena persona, alguien que necesita de su ayuda.

-¿Mi ayuda? Y yo… ¿Como qué puedo hacer pa’ayudalo?- Exclamó el Rolo con la mirada pícara de quien huele una posible ganancia.

–El paciente necesita de su sangre-. Dijo ella, pero como vio las preguntas en los ojos vivos del reo, quien por obviedad sabía la escasez de la suya, agregó:

–Pero lo que usted debe saber, antes de esperar una posible ganancia por su donación, es que ese hombre fue el mismo que hace años respondió al  llamado que la familia Yanguas pagó en las emisoras, y que le salvó la vida a usted.

– ¿Ah sí?– Sonrió él, ante lo cual Georgina continuó:

–En esos años era un cadete de la FAC, que estaba de permiso. Hoy es un oficial piloto de la base aérea, cuya nave se estrelló en la montaña y como le dije, necesita su sangre.

–Pero, dotora, iscúlpeme… ¿Cómo sabi’usté ques el mismo?– Inquirió él con obvia desconfianza.

–Por estos dos documentos– Indicó la mujer y le enseñó al Rolo la tarjeta  de donación, ya estropeada y vieja, y la reciente tarjeta de entrada a urgencias, donde aparecía el mismo nombre.

La sonrisa del Rolo Beto se transformó por momentos en una risa tranquila, pero terminó en una gran carcajada.

–Ja, ja ja… Dice usté que me salvó la vida, ¿cierto? Pues la verdá, dotora, no me salvó gran cosa, porque lo que se vive detrás de estas paredes, no es de verdá vida. Pero si esa pinta me prestó su sangre pa´ que yo no muriera, hace unos años, pues hoy yo se la devuelvo pa´que el muerto no sea él. Ojalá esta vez lo que le falte a él de vida, sea mejor que lo que me tocó a mí- Y dicho esto estiró el brazo para que la enfermera trabajara.

Durante algunos años, mientras que Beto pagaba su condena y el piloto se sentaba frente a los controles de su avión, o en muchos otros momentos, juntos pudieron desear conocer a esa persona con quien sin premeditarlo, habían efectuado un préstamo de sangre. Tal vez algún día, cuando uno esté en libertad y el otro vuele entre las nubes, decidan verse, en cuyo caso, tendrían que recurrir a Georgina. Quién sabe si para entonces, ella todavía viva y si lo haga en esta ciudad.

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