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Cultura  |  14 enero de 2024  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Meretriz

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Autor Enrique Álvaro González, parte del libro Los cuentos de pescao y otras crónicas, editado por Cafe&letras Renata.

Dos días después la resaca cobra lo suyo, pero lo que más le incomoda es no recordar, o mejor dicho, no recordar el rostro de la mujer que se desdibuja entre las brumas de la borrachera. En cambio lo que sucedió después de entrar a la alcoba le llega en retazos libidinosos que despiertan su animalidad. Grata experiencia que espera repetir. Recuerda sí, que no era un rostro hermoso, más bien lo recuerda agresivo, pero con un tipo de agresividad que no ofendía, era como un reto silencioso.

El vestido blanco, generosamente escotado y corto, se adhería a curvas de movimientos toscos, casi de hombre, pero con una feminidad escondida que solo él entendió. Una cremallera frontal partía en dos mitades verticales el vestido, desde el vértice del escote hasta unos quince centímetros antes de la rodilla, y desde allí, las piernas firmes, blancas, sugerentes, se abrían sin recato; desafiantes hasta los pies de uñas esmaltadas.

No era bonita, tampoco amigable, pero entre los presentes hubo un consenso: Estaba muy buena y frente a eso de no ser agraciada, “al fin y al cabo uno no la necesitaba para maquillarla”. El pelo inquieto seguía la belicosidad de su tácito mensaje de guerra, en el cual dejaba claro que si alguien quería tocarla debía pagar primero y como para aseverarlo, sus manos jamás cayeron sobre la falda en ese recurso femenino de tapar lo que las cruzadas de pierna y otros movimientos dejaban entrever por momentos. Como quien dice: “Mire si quiere, pero no toque”.

Hablaba como lo que era, una “mujer del ruedo”. Prostituta ocasional porque su especialidad era  el “lanceo”, lo que no impedía ocasiones como esta, en las que se podía divertir un poco y ganarse unos pesos: “Me gusta el man al que llaman “Sargento”. Parece un man bien, cuenta buenos chistes y no es como sus amigos que van tocando y metiendo la mano en cualquier momento a las demás muchachas, pero conmigo sí se joden”.

Cuando bailaron le gustó más. Bailaba bien, seguía el ritmo con ganas pero sin excesos y  hasta se dejaba llevar en ocasiones, lo que a ella le encantó, pero lo que más vacano le pareció, fue que le hablara como hacían los de la televisión:

– ¿Uste´s rolo?- preguntó en una mezcla altanera y coqueta que a ella misma le extrañó, porque si algo había aprendido a odiar en el rebusque diario, era ese coqueteo falso y obligado que las prostitutas usan con sus clientes.

–Sí, soy rolo. ¿Tú de dónde eres?– respondió él y continuó la charla sin notar que el tuteo hacía el momento tan diferente para ella, que le recordó cuánto le gustaban los hombres todavía, aunque pregonara que los odiaba. Recordó así al hombre que la cautivó de niña, con quien solo soñó porque nunca alcanzó, pero que esa noche, de acuerdo a su pensar, iba a recordar con el Sargento.

–Parece tranquilo, decente y alegre.

Nada que ver con los tres maridos de su vida, uno muerto por la policía, quien después de pegarle lloraba con ella, el segundo, abatido por otro delincuente en un enfrentamiento de bandas y que también le pegaba pero que jamás le fue infiel, y el último, con quien vivía y al que juró matar si intentaba violar por tercera vez a su hija.

Aquella noche, él fue, como tantas otras veces, a otros tantos lugares a beber, a bailar y a mirarles el culo a las viejas mientras los demás se tiraban su plata en sexo automático, como él llamaba a los prostíbulos. No era cliente habitual, pues una venérea de juventud lo curó tempranito de la fiebre de las meretrices, pero los tragos a veces lo extraviaban y ya entrado en gastos, disfrutaba lo que podía. Que en materia sexual no era mucho, porque el mejor amigo, su majestad el pene, no respondía en esos sitios como ya lo había demostrado en dos intentos anteriores. 

Le gustó de ella la pose altanera para hacerse respetar, el cuerpo firme, las piernas torneadas, ese raro atractivo escondido tras la expresión tosca, pero insinuado a la vez en el escote, en la pequeñez del vestido y en el constante cruzar de piernas.

Mientras bailaban sintieron alertar el cuerpo de la pareja cercana, el roce del muslo y el paso amacizado entre las olas sonoras de un vallenato del Binomio; se apretaron sin remordimientos, danzaron sin olvidar el requerimiento de los cuerpos, cantaron las letras que recordaron y cuando se miraron a los ojos, él entendió algo:

Primero, que la dureza orgánica que al comienzo le avergonzó, era bien recibida y además placentera para ella, porque algo en sus pupilas le sugirió que a lo mejor la extrañaba, y segundo, que aquella noche terminaría el veto que le impedía relacionarse con una meretriz.

Así las cosas, ella le relató la historia de sus tres maridos bailando regocijada en brazos del caballero con quien tanto soñó y que jamás volvería a tener, y él le escuchó, bailó, bebió y olvidó el presupuesto hasta tal punto, que a la hora de los negocios sexuales, descubrió que su capital se había ido todo en licor.

En consecuencia ella pagó la pieza, él le dio lo que consiguió prestado con sus amigos, que resultó ser muy poco por sus servicios, pero eso a ella no le interesó mucho. Ni siquiera en la mañana cuando tuvo que darle para el taxi. El caso fue que arreglados los trámites de rigor, entraron al cuarto, cerraron la puerta y comenzó el juego.

Le bajó la cremallera con la decencia, serenidad y alegría  que ella quiso, hasta descubrir que los últimos obstáculos para llegar a una mujer desnuda eran el broche delantero del brasier, y dos tiritas blancas anudadas a lado y lado de la cadera. El erotismo del momento hizo volar la imaginación. Ella flotó sobre él en tantas formas como la inventiva de la embriaguez las fue creando, las manos femeninas rasguñaron, aferraron, apretaron y dibujaron trechos que después el recreó en ella trazando ahora rutas placenteras desconocidas. Compartieron sudores, peticiones, obsequios, babas y besos, y al final… cuando la imaginación intentaba otros momentos…

– ¡Las ocho de la mañana, carajo! ¡Y yo que dejé el armamento tirado en la cama!– Exclamó él. Ducha rápida que trajo algo de cordura, vestida rauda, mano masculina que recibe tres mil pesos para el taxi de otra femenina que sale de la cortina del baño y la pregunta:

– ¿Cuándo vuelve papi?– sin respuesta. Él corre a la calle, aborda el carro e intenta recordar cómo se llama ella y no lo sabe. Sonríe, mira la hora, “voy a llegar tarde, qué vaina”. Al otro día tampoco recuerda el rostro. ¿Cómo verla de nuevo?, En respuesta llegan a su mente las imágenes borrosas de una pasión insensata y con ellas la urgente necesidad del instinto le apremia. Al preguntar a sus amigos, todos coinciden en que él fue el único que habló con ella debido a su hostilidad, pero en cambio le dan la dirección del sitio al que decide ir a preguntar por ella, sin imaginar que habría de encontrarla, pero de la peor forma.

En la esquina cercana al prostíbulo, se topa con un quiosco de periódicos y un titular en letras rojas llama su atención. El rostro de una mujer con aspecto recio y machuno aparece en un recuadro de la foto principal en la que yace un hombre entre un charco de sangre. Por la foto hubiera podido reconocerla cualquiera de los juerguistas que estuvieron aquella noche en el burdel con el sargento, pues era la misma, pero para él ese rostro no dice nada porque el recuerdo se encuentra en un sitio inalcanzable de su memoria. Eso sin embargo, no impide que lea el titular por el cual supo quién era aquella mujer: 

“LO MATÉ PORQUE INTENTÓ VIOLAR A MI HIJA POR TERCERA VEZ”

Empero, lo que lo dejó helado fue el subtítulo:

SU CÓMPLICE, UN HOMBRE CON EL ALIAS EL SARGENTO, ES BUSCADO POR LAS AUTORIDADES.

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