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Cultura  |  02 septiembre de 2019  |  12:05 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda.

Relato: Mi llanero solitario

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Mi llanero solitario

Este texto fue escrito por Ada Duque, integrante de la tertulia literaria Comfenalco.

Mis bisabuelos maternos, José María Arias Carvajal y Aureliana Arias, salieron de Sonsón y Rionegro, para instalarse en una zona rural de Salento. En compañía de conocidos y amigos, fundaron Circasia.

Allí se conocieron, enamoraron y casaron mis padres. Transcurría el año 1941, y yo, de nueve años, fui llevada por ellos a vivir en Montenegro, entonces perteneciente al departamento de Caldas.

Éramos cuatro hermanos y cuatro hermanas. Mi padre abrió un negocio de abarrotes y granos, y mi madre, descendiente de antioqueños, fue laboriosa, alegre, dedicada al hogar y sus hijos, tocaba bandola.

Cuando mi hermana Marién y yo, cumplimos siete y ocho años, nos matricularon en la Escuela Santander, cuya directora y profesores, asumían la educación con ética, responsabilidad e inteligencia.

Empezamos el aprendizaje en nuestro primer texto escolar: “La alegría de leer”.

Antes de iniciar clases, a las 8 de la mañana, formábamos filas, según los grados de estudio. Con entusiasmo y seriedad cantábamos el Himno Nacional. Sonaba la campana para el recreo, y salíamos como bandadas de pájaros, a sentarnos en los barrancos tapizados de yerbas en la parte trasera del patio central, en donde charlábamos y comíamos las delicias de la cafetería: cocadas, gelatina blanca, buñuelos calientes; helados de kumis, guanábana, y chocolatinas envueltas en papel parafinado.

Mi hermano Miltón, matriculado en el colegio de varones, era obediente, responsable y respetuoso. En las tardes se reunía con amigos de la cuadra para jugar “guerra”. Había gritos y algarabía total. Todos corrían de un lado para otro, gritando: ¡Guerra!¡Guerra”, y terminaban rendidos y sudorosos. Nadie terminaba enojado o lastimado. Aquellos, eran juegos sanos.

Cada año tenía su fecha exacta para celebrar el “Día del Niño”. Quien debía protagonizar al Niño Dios, tenía que preparar con anticipación el festejo, y ser ayudado por sus padres.

A las siete de la mañana llegaban los estudiantes disfrazados de payasos, mendigos, curas y arlequines; indios y diablos. Las niñas vestían de gitanas, aldeanas y monjas.

A Milton, lo vistieron de arlequín. A Marién y a mí, de pastoras. Nuestros vestidos eran largos, con boleros en papel crepé-francés, de colores verde y rosado. Las cofias eran hechas del mismo papel, y también llevábamos varitas de madera. ¡Eran muy lindos aquellos disfraces! Ese día, todos los niños disfrutábamos, a la misma hora, de suculento almuerzo por cuenta de las escuelas.

A las tres de la tarde, debíamos estar en el Teatro Iris, para la película “El Llanero Solitario”. El recinto estaba a reventar y el bullicio era enorme. Parecíamos gorriones. Desesperadas por en los mejores puestos. Mi hermana y yo escogimos los del medio, entre la quinta y sexta hilera. Estábamos felices, emocionadas porque veríamos al Llanero más cerca de nosotras.

Empezó la función, y la expectativa fue en aumento al escuchar la obra de Gioacchino Rossini, Guillermo Tell, que establecía con el Llanero, una relación de contenidos, en defensa de los desposeídos, bandidos o asaltantes de caminos, de todas las épocas.

En una escena, donde el Llanero Solitario sale triunfante y galopa sobre Silver, su caballo blanco parece no tocar el suelo, sino más bien volar cual Pegaso, y se detienen a la sombra de un árbol frondoso. El Llanero, con su antifaz negro, que lo hace más seductor, levanta la mano enguantada y toma una frutilla de las ramas, la muerde, arroja la pepa, y yo siento que ella cae con fuerza en mi falda, justo en mis rodillas. ¡Quedé petrificada…! ¡El corazón se salía de mi pecho!

Asustada, dije a mi hermana: ¡Mira! ¡La pepa que arrojó el Llanero Solitario, venía dirigida a mí! Y se la mostré. Ella la tocó y se asustó. ¡Sus ojos parecían salirse de las órbitas!

Convencida porque la gente del pueblo comentaba que yo era muy hermosa, pregunté a mi hermana: ¿Será que el Llanero se enamoró de mí? Ella, dominada por el desconcierto, no dijo palabra.

Terminó la película, se encendieron las luces, y cuando mi hermana cogió de nuevo la pepa, vio a unos muchachos en sus sillas, comiendo mamoncillos. Entonces dijo: “Ada, la pepa que cayó sobre tu falda, la arrojó uno de ellos”.

Nos levantamos, y ella me hizo caer en la cuenta de que mi falda, en la parte de atrás, estaba mojada y mezclados sus colores verde y rosado.

Más que vergüenza, sentí un profundo desconsuelo al comprobar que al arrojar la pepa el Llanero Solitario, fue tal mi emoción, que perdí el control del esfínter.

¿Cómo pudo suceder que tanta precisión me causara tal desencanto?

Era la edad mi inocencia y cual frágil espuma, ¡se desvaneció mi ensueño!

 

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