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Cultura  |  23 febrero de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda.

Cuento: Desenlace

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Este texto fue escrito por Enrique Álvaro González.

Las barricadas las levantaron desde el día que supieron del desalojo. Las hicieron con diversos elementos en los que se podía ver desde un armario hasta la tasa de un baño e incluso, podría decirse, que el corazón y el sueño de aquellos hombres y mujeres se amontonaban también allí, dispuestos a contrarrestar otra de las acometidas policiales que ya cumplían siete días.

El sol bañaba de sangre la tarde, cuando Darío vio al del capirote. “¿Y ese qué?” pensó. “A lo mejor su alma, como la de todos aquí, es un simple revoltijo de amarguras y el odio que es el común denominador tras estas barricadas, ¿lo habrán enloquecido?”

Ya había pasado el episodio de los niños. Él se negó y quiso impedirlo, pero al ser derrotado en la votación, tuvo que verlos exhibir como escudos humanos parados sobre las barricadas. El acto, sin embargo, solo causó efecto al comienzo por las imágenes en los noticieros. Después, los del Instituto escavaron en el amor de los padres, hasta conseguir que se los entregaran a cambio de iniciar los diálogos.

Y sí, se iniciaron pero con funcionarios que no podían decidir nada, pedían tolerancia, acatamiento a las ordenanzas y solo prometían ayudas insulsas. Claro, los menores ya no eran problema y poco hicieron para llevar las peticiones a estrados más altos, es decir, dejaron en manos de los uniformados el problema.

La batalla entonces reinició, pero esta vez con la decisión tallada en los rostros de los dos bandos. Unos cansados, dispuestos a desalojar invasores a como diera lugar para regresar a sus casas después de días de asedio, los otros con rostros famélicos y el odio en sus ojos, dispuestos a resistir, a no ceder el puñado de tierra apañado con las uñas. El del capirote, como espectador, iba de aquí para allá sin oficio fijo, pero gritando: “De aquí me sacan muerto”.

–¡Al fin y al cabo, que mierda de vida es esta!– gritó en medio de la refriega una mujer armada con una escoba que en su desespero se enfrentó a los escudos y las corazas de los “Robocop”, que blandieron contra ella toda la sapiencia de su entrenamiento. La rabia en los pechos de los hombres llevó a un grupo a apoyarla, pero fueron devueltos con gases que los hicieron llorar, en parte por la química y en parte por la impotencia. Dos que insistieron armados con las astas de los carteles, fueron reducidos, golpeados, maniatados y embutidos junto con la mujer en un furgón oficial.

-¡Que no entren esos jijueputas! ¡Que no entren!- Era el grito de Darío parapetado tras la barrera. Disparaba proyectiles de piedra en un momento, o repartía mandobles con un bate descomunal a los agentes que se aventuraban a pasar el obstáculo.

En cada ataque ponía toda su rabia, toda su amargura. Rechazaba la confiscación de su casa a pesar de haber pagado gran parte de la suma descarada que exigió el banco. En cada ataque, hubiera querido saber por qué le dieron su empleo a otro, en cada golpe, reunía las noches de frío, los días de hambre y tantas injusticias y en cada golpe envidiaba la locura del tipo aquel del capirote.

“Hubo un tiempo”, pensó Darío en una de las treguas que dejaban los avances policiales, “en que muchos de los que combatimos hoy aquí, éramos propietarios felices. Fue la guerra, rural para unos, o el capitalismo salvaje de las urbes, como en mi caso, lo que cambió todo y nos tiró al abismo infame de esta ciudad que se niega a recibirnos”.

“Esta ciudad que no quiere, o no puede darnos la oportunidad de vivir bajo techo, pero cuya respuesta en el momento en que queremos hacerlo por nosotros mismos, es una andanada de gases y procesos jurídicos. Pero lo que ya sé, es que hasta aquí hemos llegado y de aquí la única salida que tendremos será muertos. Tardecito si ganamos y bastante tempranito si perdemos.

– ¡Pilas, se vinieron!– fue el grito que lo sacó de su interior para ver los refuerzos de la tropa recién llegados y que el momento final era un hecho. Ahora los atacaban por los flancos.

– ¡Jijueputas!– Bramó y arremetió bate en mano contra los primeros acorazados que llegaron a la barricada. Su lucha fue loca, sin tácticas, ciega, pero eso sí, eficiente, demoledora e incansable, hasta el momento en que la sintió. Primero, con el olfato supo que era gas y segundo cuando el hombre de capirote gritó por segunda vez, que él “salía muerto pero que se llevaba unos cuantos”.

Darío miró hacia los suyos en el último instante, cuando todo se oscureció con una explosión. Él alcanzó a pensar que no podía ser la hora para que el sol se fuera, pero la humedad tibia que recorrió su pecho, le hizo sonreír y descubrir que el del capirote no era un loco sino la muerte.

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