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Columnistas  |  27 mayo de 2020  |  12:01 AM |  Escrito por: ÁLVARO MEJÍA MEJÍA

LA GRANDEZA DE LO OCULTO

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ÁLVARO MEJÍA MEJÍA

Por: Álvaro Mejía Mejía

Mi hermano Juan Diego alguna vez me comentó, que en una película americana alguien le dijo a un científico: “Lo que usted hizo salvó a toda la humanidad.” El científico respondió: “Yo solo lo hice pensando en mi esposa y mis 2 hijos.”

Si nos miramos a nosotros mismos y somos buenos con las personas más cercanas, seguramente estaremos en capacidad de ser útiles a otros.

En el templo de Apolo en Delfos, según lo refieren muchos testimonios, se hallaba inscrita la frase “conócete a ti mismo”, que Platón le atribuye a Sócrates en su diálogo con Alcibíades, a quien le enseñaba, de esa forma, la importancia del autoconocimiento, que es una tarea anterior al gobierno de los pueblos. Si no somos capaces de entendernos a nosotros mismos, con seguridad no podremos hacerlo con los demás.

El sufi Bayazi dijo acerca de sí mismo: “De joven yo era revolucionario y mi oración consistía en decir a Dios: “Señor, dame fuerzas para cambiar el mundo.” A medida que fui haciéndome adulto y caí en la cuenta de que me había pasado media vida sin haber logrado cambiar a una sola alma, transformé mi oración y comencé a decir: “Señor, dame la gracia de transformar a cuantos entran en contacto conmigo. Aunque sólo sea a mi familia y a mis amigos. Con eso me doy por satisfecho.

Ahora, que soy un viejo y tengo los días contados, he comenzado a comprender lo estúpido que he sido. Mi única oración es: Señor, dame la gracia de cambiarme a mí mismo”. Si yo hubiera orado de este modo desde el principio no habría malgastado mi vida.” (Tomado del portal de internet: www.hombresdevalor.org)

Para complementar el comentario, me encontré esto en el portal de internet Interrogantes.net: “Cuando era joven y mi imaginación no tenía límites, soñaba con cambiar el mundo. Según fui haciéndome mayor, pensé que no había modo de cambiar el mundo, así que me propuse un objetivo más modesto e intenté cambiar sólo a mi país. Pero con el tiempo me pareció también imposible. Cuando llegué a la vejez, me conformé con intentar cambiar a mi familia, a los más cercanos a mí. Pero tampoco conseguí casi nada. Ahora, en mi lecho de muerte, de repente he comprendido una cosa: si hubiera empezado por intentar cambiarme a mí mismo, tal vez mi familia habría seguido mi ejemplo y habría cambiado, y con su inspiración y aliento quizá habría sido capaz de cambiar a mi país y –quien sabe- tal vez incluso podido cambiar el mundo.” (Encontrada en la lápida de un obispo anglicano en la Abadía de Westminster)

Alejandro Magno, Julio César, Carlo Magno, Napoleón Bonaparte y Adolfo Hitler, por citar algunos de los más famosos, son referentes universales de la “grandeza”. Desde jóvenes tuvieron sueños de conquistar el mundo, y sus hazañas se presentan como evidencia contundente de ese logro. Todos ellos se arroparon en propósitos nobles: Alejandro, en la helenización, es decir, llevar hasta los confines del mundo la cultura y la filosofía de gran Grecia; Julio César, irradiar el modelo político, administrativo y jurídico de Roma; Carlo Magno, la cristianización de los pueblos paganos; Napoleón, los ideales de la revolución francesa (libertad, igualdad y fraternidad); Hitler, la recuperación de la grandeza del pueblo alemán, humillado en el Tratado de Versalles, después de la primera guerra mundial.

Demasiada ambición, vanidad y soberbia había en esas almas. Hicieron levantar y crear palacios, monumentos, obras de arte, que se exponían, y aún se exponen en buena parte, como testimonio de “grandeza”.

¿Pero cuánta sangre tuvo que correr? Dolor, desolación, pobreza, infelicidad. Generaciones enteras perdidas en unas luchas estériles. Todas sus conquistas desaparecieron con el tiempo, cuando aparecieron otros no menos ambiciosos y sanguinarios.

La cultura griega (occidental); la política y el derecho de los romanos; la cristiandad de los pueblos; las ideas de la revolución francesa y la dignidad de Alemania, por estar cimentadas en grandes propósitos, habrían viajado solas y alcanzando, tarde o temprano, el espacio que les correspondía, sin que se derramara una sola gota de sangre.

Era, claramente, un error tratar de imponerlas a la fuerza, aplastando otras culturas y formas de ver el mundo.

No se entiende que todavía en los siglos XIX, XX, y aún en nuestros días, existieran y existan países que fueran colonias de otras naciones, a sangre y fuego. Tampoco que las guerras terminaran con el reparto de territorios entre los triunfantes.

Quizá, esos hombres “grandes” no se preocuparon por conocerse a sí mismos ni fueron buenos con las personas más cercanas, quienes recibieron lujos materiales, pero estuvieron desprovistas del amor que les habría dado verdadera felicidad.

Cuántos seres logran la verdadera grandeza desde lo oculto, con sus pequeños actos de generosidad y heroísmo. Ellos no salen en los periódicos ni son objeto del reconocimiento público. Son los que llevan las fichas del rompecabezas, cada uno las carga en sus manos y las va uniendo a las de otros, para construir el presente y el futuro.

Muchas veces lo grandeza se oculta, como lo hace el sol cuando se refugia en el poniente, o la luna cuando esconde su brillo al ver el rostro de Helios en las puertas de oriente.

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