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Cultura  |  29 noviembre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo: hojas en blanco

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HOJAS EN BLANCO

Por Auria Plaza

Un Getsemaní cual nao conduciéndome a los infiernos

y este mismo ayudándome a regresar.

Pedro Blas Julio Romero

Sintió el tintinar de campanitas interrumpir el silencio. Un fuerte olor a flores marchitas e incienso invadió el ambiente. Quiso saber de dónde venía el ruido. Estaba en la biblioteca, un caserón colonial con huellas de humedad por todas partes. Buscó por los pasillos. El vitral de la ventana que daba a un patio interior se acababa de venir abajo, transformado en una cascada de vidrios multicolores.

Un brillo resplandeciente iluminaba un manantial de sangre que brotaba de la nada y hedía a putrefacto. Del susto se estrelló contra un anaquel. El golpe lo dejó aturdido, mientras el aluvión de libros caía sobre su cabeza. Sintió que estaba perdiendo el conocimiento, pero al mismo tiempo oyó que, sin emitir sonido, le hablaban en una lengua desconocida, que inexplicablemente entendía.

–¿Para qué necesitas averiguar la suerte de tus antepasados? Déjalos que descansen en paz.

Al levantar los ojos en busca del “no sonido” vio un cuerpo estilizado, con dos pares de alas negras como membranas pegadas a su espalda. Un ser que, pese a no ser más alto que una persona, lucía imponente y del cual se desprendía una fuerza arrolladora de naturaleza casi animal. En el rostro hermoso, de expresión severa y de blancura transparente, se destacaban unos ojos hundidos color ámbar, cuya mirada traspasaba al hombre que estupefacto lo miraba a pesar de que le escocían lo ojos como si estuviera mirando el sol. Cuando logró recuperarse, con voz entrecortada y muerto de miedo le preguntó quién era.

–Soy Semyazza. Y tú, Horacio, estás despertando el submundo de los demonios con la investigación que adelantas sobre la Inquisición en el Virreinato de la Nueva Granada. Los muros de esta casa y los del palacio han sido bañados con sangre inocente. El mundo no necesita nuevos cazadores, ni más historias que recuerden a los acusados de brujería, ni a quienes se creían con derecho a juzgarlos.

–Tú no eres real, eres una alucinación.

Todas las células cerebrales de Horacio habían entrado en cortocircuito. El terror lo paralizaba, frustrando su voluntad de escapar. Un sudor helado lo recorría desde la nuca hasta los pies. Estaba petrificado.

–¡No! Me puedes ver y oír porque sabes que existimos. Soy un ángel. Uno de tantos de los que vivimos en el valle. No supimos servir a Dios porque nos dejamos seducir por los humanos, pero se nos ha permitido quedarnos a vigilar, para que los demonios no se apoderen del mundo. Eres un espíritu de luz y tienes la sabiduría de los chamanes, úsala para el bien.

–¿Cómo sabes quién soy yo, si yo mismo no lo sé?

–Tu eres la alargada huella entre dos mundos: El de tus ancestros en África y los nacidos en América. Criado entre dos aguas: El Caribe y el mar Celta. Tu educación es inglesa, sin embargo, eres parte de la diáspora Muntu.

Mientras hablaba un rayo de luz fortísima como una llama azul lo envolvía; sin saber cómo Horacio comprendió sus palabras. Recordó las veces que se despertaba como si hubiera ido a un mundo desconocido y al mismo tiempo familiar. Una de las razones por las que estaba en la biblioteca era para investigar esa parte de su vida que desconocía.

–No temas a nada ni a nadie. Sal de esa sombra que todo lo analiza, confía en ti. No tengas miedo de amar. Enamorarse no es una desgracia. Es preferible sufrir por amor a no haber amado nunca. Deja el encierro de la biblioteca, pero sobre todo vive, baila, goza. Quítate esa armadura de académico y deja que tu otro YO florezca.

Mientras pronunciaba sus últimas palabras la presencia se fue difuminando.

No supo si transcurrieron horas o minutos. Tambaleante volvió a su rincón. Quería recoger los libros, los apuntes y marcharse rápido. Alelado encontró en la mesa sólo sus cuadernos con las páginas en blanco y un par de lápices. Los libros de consulta habían desaparecido y el producto de su arduo trabajo de dos semanas ¡se había desvanecido en el aire sin dejar rastro!

El recinto en completa oscuridad le hablaba de que el tiempo había transcurrido, como siempre, indiferente al quehacer de los hombres, y sin embargo a Horacio le parecía que hacía solo unos pocos minutos había regresado del almuerzo. Estaba muy cansado. Recostó su cabeza y se durmió. Lo despertó la voz de la señora que sirve los tintos.

–Buenos días profesor, no sabía que estaba aquí. Madrugó mucho hoy.

Fue todo un desafío responderle y disimular que había pasado la noche allí; no hubiera sabido qué explicación dar. La señora ni cuenta se dio de su perturbación, ella misma estaba muy agitada.

–¿No le dijeron abajo lo que pasó anoche? –y sin dar tiempo a responderle, continuó– Imagínese que se cayeron un par de estanterías y el vitral quedó hecho trizas, venga mire ¡es un desastre!

La siguió sin hacer preguntas. ¿Para qué? Sabía con lo que se iba a encontrar.

–¡Qué barbaridad! –le dijo– Seguramente va a tomar tiempo arreglar todo este desorden, yo mejor me voy para no estorbar.

Aturdido por lo sucedido tomó rumbo al hostal donde se alojaba. Por primera vez miró a su alrededor y se dio cuenta de que el barrio Getsemaní vibraba alegre. Los vendedores de sombreros y baratijas, sin prisa, estaban tendiendo en el suelo mantas para acomodar su mercancía. Hombres y mujeres afrodescendientes, con sus anchas sonrisas de marfil, invitaban a comprar frutas y dulces. El colorido del lugar, como si estuviera de fiesta, lo llenaba de energía cósmica.

Se respiraba un aire de complacencia. El sol se filtraba por entre las calles estrechas y el suave viento salobre se mezclaba con olores de trópico. Parecía un día normal para ellos. En la esquina un delicioso olor a pan le recordó que no había desayunado. Se instaló en una mesa de la panadería a curiosear. Sentía un arranque de felicidad repentina. No lo entendía… ¿De dónde venía esa alegría? Era como una corriente de viento henchido de vida. Lo de la noche anterior no lo inquietaba en absoluto.

Querer saber de dónde viene no es lo mismo que hurgar en las narraciones del tribunal del Santo Oficio. La información que busca para su novela histórica es la de sus antepasados, sus costumbres, esa cultura que está conectada con el hilo de la religión Yuruba. No quiere hacer otra Changó, el gran putas de Manuel Zapata Olivella, su recorrido es distinto.

Quiere contar la tumultuosa historia de la rebeldía contracultural que han vivido los jóvenes, de la que sintió que no era la suya y que, en el fondo, por vivir en un mundo de blancos, es la misma. Gracias a Semyazza ha encontrado el camino que lleva buscando tantos años. El ángel o demonio iluminado, está al tanto de su vida más de lo que le ha dicho. Lo conoce muy bien ¿cómo diablos sabe que le huye al amor? Sabe que en su vida sólo ha sido estudiar, que se ha negado al placer.

Horacio mira la gente pasar, cada uno con su afán. Son los lugareños que luchan por el día a día. Aspira la humedad con sabor a esperanza. El sortilegio de ese aire le llena lo pulmones. Por primera vez siente que pertenece. Esta es su ciudad, de la que lo arrancaron siendo niño. Sin importar si lo tachan de loco grita con sus pulmones henchidos de felicidad:

–¡Cartagena de Indias! Por ti y mi gente voy a escribir la novela con la que vengo soñando por años.

El Caimo, noviembre de 2020

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