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Armenia  |  29 diciembre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Nuestra niñez de los años sesenta en Armenia

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Por Fernando Rojas Arias

Cuando niño

Cuando niño—uuufff- dirán mis hermanos- no existía la jornada continua, sino que estudiábamos de 8:00 a.m. a 11:00 a.m. y de 1:00 p.m. a 4:00 p.m. Mamá nos despachaba en la mañana y nos esperaba al mediodía con los alimentos y por la tarde con el mejor de todos, el del amor y la ternura. Nos daban algún centavo para comprar en los recreos las ventas que llevaban otros niños: el minisicui, la chancarina, las papas chorriadas, para recolectar fondos para la fiesta del Niño. Los domingos como premio por habernos portado bien en la casa y en la escuela nos daban para ir a matinal a ver las películas del Santo ‘El Enmascarado de Plata’, de Blue Demon, de Tarzán ‘El Hombre Mono’ o de Viruta y Capulina que eran las preferida porque dejaban en nosotros el placer que dejan las risas, las carcajadas por las metidas de pata de los actores por cosas simples, accidentes inesperados e inocentes.


 

Semana Santa

A las pocas semanas de entrar a estudiar a la escuela, ya estábamos pensando en las vacaciones. Las primeras del año se daban en Semana Santa. Se iniciaban el miércoles después del mediodía para regresar a clases común y corriente el lunes de Pascua. Uno de los pocos puentes largos del año, no existía la ley Emiliani. Las ceremonias religiosas se iniciaban con la procesión del Domingo de Ramos y terminaban a los ocho días con la de la Resurrección.

Se esperaba con cierta morbosidad que se fijaran en carteleras de los teatros las películas propias para esa semana: grandes producciones cinematográficas indudablemente: Los diez mandamientos, José, Ben-hur, pero sobre todo El Mártir del Calvario, película protagonizada por Enrique Rambal, en el papel de Jesús de Nazareth en la que se veía claramente lo que fue su vida, sus milagros, la entrada triunfante al templo el Domingo de Ramos y después crudamente se observaba la crucifixión y muerte, sin más ingrediente que los meramente religiosos. Llorábamos ante tanta crueldad y sufrimiento. Odiábamos al bandido de Barrabas y al ladrón malo, a Gestas, mientras se justificaba al bueno, Dimas por su misericordia. Nos complacía el ahorcamiento de Judas y aplaudíamos con gran alborozo la resurrección del Señor.

Esta semana era de verdadero recogimientos, los que ya habían hecho la Primera Comunión y los adultos se confesaban para poder comulgar el jueves en la tarde. Ese mismo día se visitaba en todas las iglesias los monumentos: la capilla o altar donde se reserva la hostia consagrada que representa el cuerpo de Cristo en cautiverio. Se apreciaban además otros monumentos, ¡oh qué monumentos! El Viernes Santo íbamos a la procesión del Santo Viacrucis, que se efectuaba por las calles de los barrios o las zonas céntricas de acuerdo con la parroquia a la que perteneciéramos. Generalmente comenzaba a la 11:00 de la mañana y terminaba a eso de la una o una y media de la tarde.

En la procesión nos encontrábamos con familiares y amigos y los hombres cuadrábamos una recochita de fútbol en una cancha o en un potrero y fijábamos la hora del encuentro. ¡Qué maravilla! En la noche visitábamos en las diferentes iglesias el Santo Sepulcro y ohhh cielo, más monumentos. El sábado más tranquilo, se movían los mercados y a las cinco o seis de la tarde empezaba la procesión de la madre adolorida, la de La Soledad, era excepcionalmente una sola procesión para la ciudad, a ella concurrían el clérigo de la catedral que era quien la rezaba, con él en primera fila desfilaban el obispo de la diócesis, el alcalde y su señora, el gobernador y su señora (cuando fuimos departamento), el secretario de Cultura, el de Fomento y Turismo, los presidentes de los clubes Rotario, Leones, hasta el del Atlético Quindío, también los que presidian fundaciones y alguno periodistas de las emisoras locales. Detrás las danzas de los colegios y escuelas de la ciudad y después de estos, las bandas marciales de la Policía y el Ejército, por ultimo una cuadrilla de tránsito que anunciaba que hasta ahí llegaba la procesión.

Los fieles estábamos más estáticos, nos ubicábamos a lo largo del recorrido sobre todo en la intersección de las calles con la carrera y en la plaza Bolívar para poder ver el desfile en el que se destacaban las autoridades que lucían como pavos reales. Los vestidos tanto de hombres como de mujeres eran los más elegantes y en ellas no faltaba el manto que les cubriera sus cabelleras y dejaran ver con un especial coqueteo sus devotas caras. A las doce de la noche de nuevo la misa de gallo. Jesús había resucitado. Y el domingo otra procesión por parroquia, la de Resurrección.

Después llegaban las vacaciones de mitad de año y con ellas tratar de pasar unos días con los abuelos.

Día del Niño

De nuevo en clases. Nos fijábamos en la mente el otro acontecimiento de gran importancia para todos los estudiantes: La fiesta del Niño que se realizaba en el segundo viernes de septiembre. Se activaban las ventas en los recreos, se hacían convites por salones y pequeñas rifas para recolectar los fondos para la fiesta. Y por fin el gran día. Cada salón hacia su propia celebración bajo la dirección del director de grupo que era el profesor de todas las materias. Empezábamos con la alborada, nos disfrazábamos de indios o de caciques, de chofer, de policía. Nos pintábamos de negro con carbón, hacíamos concursos de carrera de encostalados, carreras de aros de llantas, saltábamos al lazo, teníamos para toda la escuela una vara de premio, consistente en una guadua de unos seis o siete metros de altura, untada de aceite de carro, a la que en la parte de arriba se le veía colgar un billete de $20 como premio para el estudiante que se trepara y los cogiera. Hacíamos las comidas, unos sancochos de cerdo, otros de gallina, fritangas todo el día y la morcilla la hacían las mamas en las horas de la mañana, y de sobremesa una gaseosa. Qué cosa tan maravillosa. Ese día dejábamos de tomar el agua de panela que todos los días tomábamos en la casa. Qué gran día, pero como todo llega y todo pasa, al martes siguiente regresábamos a clase, pues nos habían dado el lunes para descansar

Fin de año escolar

Y llegaba el fin del año escolar. Unos muy confiados, otros pensativos y los demás cabizbajos y temerosos. No todos los estudiante pasaban al curso siguiente, lo hacían los que estudiaban, otros habilitaban y otros a repetir. Se iba era a estudiar. Los primeros habían pasado al año siguiente sin problemas, los segundos no estaban seguros y andaban detrás del profesor y los terceros habían perdido el año. Qué le vamos a decir a sus padres, los van a castigar y uno de esos castigos por lo general era que el Niño Dios no nos traería nada ese diciembre.

Navidad

Y Navidad, Navidad, llegaba Navidad, tiempo de regocijo, de estar en familia, de hacer las novenas frente al pesebre, de comer natilla y buñuelos y de dulces de breva y de papaya. Noche que habíamos esperado todo el año para ver los regalos que nos traía el Niño Dios, unos muy contentos otros no tanto y un poco enojados, debe ser que habían rezado poco.

Y después Año Nuevo, otro largo año esperando para ver el Mártir del Calvario, para otra fiesta del Niño y bien lejos para que volviera otra vez el Niño Dios. Los tiempos eran más largos.

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