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Cultura  |  17 mayo de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Recuerdos en la Puntéluña

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Un texto de Enrique Álvaro González. Publicado originalmente en el libro Recordar es jugar. Un proyecto del grupo Café y Letras Renata.

Darío y los dos primos, Walter y Enrique, tenían la tarea, escribir un relato, pero no sabían cómo cumplirla, por eso decidieron conversar sobre los recuerdos en los que debía basarse el texto. A lo mejor así, encontrarían en su pasado algo que pudieran contar y que después ya escribiría cada uno por su lado. La charla derivó en los juegos de infancia, gracias a lo cual empezó Enrique, con una anécdota. Los otros dos solo escucharon entretenidos, porque Enrique era algo poeta:

“Era una tarde de principios de los años sesenta, que empezaba a despedirse. Los rayos rojizos del crepúsculo teñían con su mano invisible las paredes y el ruido de los carros hacía difícil oír cualquier aviso gritado con la voz de un niño. Lo peor del caso, es que aquel no era momento para desconcentrarse, porque el ¨chico de cinco huecos” había entrado en su lanzamiento definitivo para definir quién se quedaba con el peso”.

“Unos minutos antes, mi hermano y yo llegábamos de la escuelita “Sagrado Corazón de Jesús” donde estudiábamos, sin que hubiera planes de detenerse a jugar, porque la llegada de mamá podría ocurrir en cualquier momento y todo hubiera preferido aquel día, Jorge, mi hermano mayor antes que contrariarla. No podía poner en peligro su permiso para ir el día siguiente, sábado, a participar en “la vuelta a Colombia” que semanalmente se jugaba en la escuela siguiendo el sardinel de la acera, con tapas de gaseosa o cerveza, adornadas según el gusto de cada quien.

Pero miren ustedes, la tentación del juego se presentó sin embargo, al llegar a la esquina anterior a la llegada a casa. Allí estaba el “Gordo Rubén”, el hijo de la señora de la tienda, quien como ya sabía Jorge, era malo, o para ser más exactos, era remalo y algo pendejo para jugar a los cinco huecos.

Rubén, como todo muchacho consentido, cuya madre tiene tienda, era un despilfarrador de monedas con tal de que lo dejaran jugar, en cuyo caso era mejor jugarle mano a mano porque nadie se arriesgaba a pedirlo como parte de su equipo teniendo en cuenta que casi siempre perdía.

“¿Jugamos uno, Jorge?”, Retó el gordo en cuanto nos vió y ante el gesto negativo de mi hermano, hurgó entre los bolsillos de su pantalón, sacó algo entre la mano y dijo como quien no da interés al asunto:

“¡Ah!... y yo que quería jugar este peso”… al momento los ojos de Jorge crecieron. Un peso en los años sesenta, cuando el pasaje en bus era a quince centavos y todavía se compraban confites con monedas de dos centavos, significaba compra de gaseosa en la cooperativa del estudiante y hasta un churro o un pan con mantequilla, para compartir conmigo; cosas que muy poco veíamos en los recreos nosotros, que apenas recibíamos diez centavos, para las onces.

Momentos después, los dos que iban a jugar, ponían sus tres monedas de cinco centavos, porque según los expertos cincohuequeros, con menos no se juega bueno. Jugaron la salida y el obvio perdedor, el gordo, además de prestarle las monedas a su adversario, “porque este no tenía suelto”, ponía el número que había que lograr con los lanzamientos.

“¡Aguas con los buses, Enrique!”, me pidió Jorge, esperando que avisara la llegada de mamá quien llegaba del trabajo en bus y el paradero se podía ver desde la esquina donde se jugaba la partida, por eso yo debía estar atento a los pasajeros que se apeaban y escondido para que má no me viera.

Entonces, mientras yo me escondo y comienzo mi misión de campanero, les voy recordando en qué consiste el famoso juego de los “cinco huecos o cinco tarros”, que tantos dolores de cabeza trajo a nuestra niñez y a nuestra madre en aquellos años.

Pues bien; con el filo de una tapa de cerveza o gaseosa, ¿recuerdan?...

¡O con una cuchara pequeña!, Intervino Walter y agregó: se hacían los cinco huecos en el neme o asfalto de la calle. En la acera por ser de concreto no se podía, era muy duro, por eso cualquier padre responsable imponía la prohibición de jugarlo, por el peligro de hacerlo en el sendero de los carros y porque además “es un juego para gamines”, según decía mi tía.

Retomemos, apremió Enrique. Se hacía un cuadrado con un hueco en cada vértice y uno central. Ese es el número cinco y desde el hueco inferior izquierdo, que será el uno, se numeran los demás hoyos en el sentido de las manecillas del reloj.

El reto, manifestó Darío, consistía en lanzar todas las monedas aportadas por los jugadores, hacia los huecos, donde toman el valor del número en que caigan y estos valores al ser sumados, deberán dar como resultado el número que exigió el careador que pierde la salida.

Y la salida se ganaba, retomó Enrique, al lanzar el careador de cada equipo una sola moneda hacia los huecos. Gana el mejor puntaje.

“Lance usté primero, Gordo”. Dijo Jorge, a sabiendas de que ver cómo quedaba su contrario, le daba la ventaja de saber cómo lanzar para ganar la salida que en efecto ganó.

“Ponga número”, pidió mientras escupía su palma derecha y la frotaba con la otra llamando la buena suerte.

“¡Juegue meros tapones, Jorge!”, grité, porque sabía que en eso mi hermano era bueno, siempre y cuando se le dieran las “brotas”. Ya explico. Un tapón exige un lanzamiento preciso de las seis monedas, porque consiste en meterlas todas en un mismo número, dependiendo de qué se quiere lograr con el lanzamiento. Los más duros son el dos y el tres por estar más lejos. El número pedido por el careador perdedor de la salida puede exigir por ejemplo un “tapón al dos” y en efecto todas las monedas deben quedar en el dos. Pero eso no es todo, porque también se puede lanzar por ejemplo, “tapón al cinco con brota al dos” lo que implica meterlas todas en el cinco, menos una que debe ir al dos.

¡Usté mire allá!… ¡al bus!, me afanó Jorge, temiendo una aparición no deseada de la única persona que podría impedir que se ganara el peso. Mamá.

Si ustedes jugaron alguna vez “cinco tarros”, recordarán qué tan útiles eran para lograr las brotas, las monedas de cinco centavos blancas. ¿Se acuerdan? se dejaban de primeras en el arrume porque saltaban más fácil, eso se debía a que eran de plata, o eso decían.

Claro que si el objetivo no se cumplía, se seguía lanzando alternadamente uno y otro jugador hasta que ganaba el primero que lograra el número pedido de manera exacta, porque si se pasaba, lo cual se llamaba “darse garra”, le sería descontada la cantidad que se pasara y seguía así hasta que uno hiciera el número exacto.

“¡Sesenta y cinco!”, exclamó el gordo y aunque le pareció una cantidad muy grande, porque generalmente se pedía veintiuna o treinta y una, Jorge supo que si quería terminar pronto debería jugar pronto y lanzó cantando su jugada con confianza:

“¡Empiezo con tapón al cinco, o sea treinta!”, Pero solo hizo veintitrés porque se le salieron dos y una de ellas se metió en el tres.

“¡Tapón es esto, mire!” exclamó el gordo y lanzó perfecto las seis monedas al cinco.

“¿Si gana, mañana me gasta churro?” pregunté acercándome y mi hermano algo enojado me obligó con un empujón:

¿Y qué hace aquí? ¡Vaya mire allá!

En el segundo turno las cosas no mejoraron mucho porque el tapón de Jorge escupió una moneda que no entró a ningún hueco. Veinticinco puntos que sumados a los primeros veintitrés, hacían cuarenta y ocho, es decir que quedaba a diecisiete puntos de ganarse el peso.

Rubén, después de escupir y frotarse las manos, agregó al rito de llamar a la suerte, una untada del polvo de la calle y lanzó: Veintisiete puntos. Cuatro en el cinco, una en el cuatro y la otra al tres. Eso significaba que con las treinta del tapón, quedaba a ocho puntos de ganarle a mi hermano mayor un peso que este no tenía con qué pagarle… ¿No dizque el Gordo era remalo?

Para acabar de complicar las cosas, en ese mismo momento un bus se detenía en el paradero. Yo ni siquiera lo había notado porque la partida estaba muy interesante y eso para un niño de seis años resultaba algo irresistible.

“Un tapón al tres serían dieciocho, me paso.”, pensaba Jorge… “entonces me tocaría hacer dos brotas, una al dos y la otra por fuera, pero es muy difícil… ¡Ah! Voy a tirarla así y ya… diecisiete”… y lanzó.

Del bus se bajaron varios pasajeros y entre ellos mi madre, quien como ya sabemos, no permitía que nos entretuviéramos con ese juego de gamines y mucho menos sin cumplir con las tareas escolares.

Una moneda siguió de largo y se metió al dos. Otras tres llegaron al cinco, una se perdió y la otra bailó en un segundo eterno que nos hizo pensar que si se embocaba en el cinco, Jorge se hubiera ganado el peso. Fue en ese momento en que acerté a asomarme a la esquina y vi a mamá a menos de cincuenta metros y como dije al comienzo, el grito de aviso se perdió entre el ruido de los carros.

Por el rabillo del ojo, Jorge logró ver mi extraño movimiento, pero como la concentración debía ser máxima, lo ignoró y miró fijo cómo la última moneda siguió derecho y trató de caerse afuera, pero por fin entró al cuatro. Dieciséis, quedó a un punto.

“¡Planto en mínimas!”, gritó en el mismo momento en que mamá aparecía en la esquina y yo me lanzaba a sus brazos para saludarla, dándole tiempo a Jorge de recoger la maleta recargada contra la pared y lanzarse al mismo abrazo improvisado.

Allí, fundidos en un abrazo inesperado pero grato para mamá, mis ojos abiertos del susto, apenas lograron ver que los de mi hermano miraban de soslayo el lanzamiento del gordo, quien aprovechando el saludo intentó empujar una moneda con su pie hacia los huecos, porque en su lanzamiento de las seis monedas apenas logró cinco puntos. Fue la mirada amenazante de Jorge desde los brazos de mamá, la que impidió que lo hiciera.

El grito de ¡Planto en mínimas!, lanzado por él, era un derecho que le daba el haber ganado la salida, lo mismo que sucede en las cartas, que se conoce como “tener… “la Mano”. Es decir que tiene un plus que a la hora de empate, le permite ganar. “Plantar en mínimas” se hace cuando, como en el caso de aquel juego, el jugador queda tan cerca que deja así para ver si el otro lo supera acercándose más al número pedido o lo hace exacto. Si no lo hace, pues gana el que “Plantó en las mínimas”.

Al ver la alegría en los ojos de mi hermano, comencé a saborear el churro que me habría de comprar al día siguiente en el recreo de la escuelita Sagrado Corazón de Jesús, por allá a comienzos de la década de los años sesenta.

Pero eso no es nada, porque díganme ustedes ¿Quién no ha escuchado la expresión: “Cójame ese trompo en la punt´eluña? Continuó Darío, una vez terminado el relato de Enrique.

Claro que los puristas exigirán, terció Walter, que se diga “cójame ese trompo en la punta de la uña”, que de todas maneras significa lo mismo” pero Darío agregó, con dejos de nostalgia:

“Lo que pasa es que la primera expresión, “cójam´ese trompo en la punt’eluña”, me devuelve hasta los tiempos niños, esos años con olor a regalo de niño Dios, con sabor a colación materna y cantos inocentes. Los años en que no importaba decir “en la punt´eluña”, porque sabíamos a qué se refería y no porque haya sido nuestra generación la que lanzó el dicho a la palestra humana, sino porque así lo registró el recuerdo de las tardes de calle, de amigos, de juego… tardes de trompo”.

“Se hablaba así, sin exigencias, porque eso bastaba para que nos entendiéramos en el idioma de los niños: El juego. Y hablando de juegos, hermanos, entre ellos, el trompo. Bailarín diminuto, de madera en ese entonces, que nos llevaba y traía de una esquina a otra “empujando” a otro de ellos venido a menos, que llamábamos “el trompo puchador”, porque era el que se “puchaba”, es decir, era el trompo elegido para recibir el castigo si se perdía “La Calle”, nombre que recibía el cotejo entre trompistas”.

“Para saberse bien equipado”, intervino Walter, “el buen jugador de trompo mantenía tres de ellos: El sedita, que era el que mejor bailaba, pesadito, bonito y el más caro, por eso era el de presumir, “el cascaretas”, que saltaba mucho y bailaba poco, que servía para que lo “empujaran” en una calle, pero no tanto como para recibir los “secos” de castigo y el verdadero “puchador”, que era el más malito, feíto y baratico, designado para recibir el castigo por perder la calle”.

Estos castigos eran “los secos”, aceptó Darío, golpes dados contra “el puchador” con otro trompo. Recuerdo especialmente, uno que se llamaba el “seco ruso” y se daba con una piedra, pues la misión era volver añicos al trompo del perdedor en el número de secos que se acordaba desde el comienzo.

Para decidir quién ponía el trompo que iba ser “empujado” en una calle, los dos mejores, si era entre equipos, ponían a bailar al mismo tiempo sus respectivos trompos y perdía el que primero se detuviera. Acto seguido, se ponía el “puchador” que iba a ser empujado en la mitad de la calle, medida exhaustivamente con pasos de esquina a esquina y comenzaba el ganador de la salida.

Este, ya amarrada la piola, se disponía a ponerlo a bailar con los dedos corazón y pulgar tomando el cuerpo redondo del trompo, mientras el índice sostenía el herrón, sobre el cual bailaba. El zumbido instantáneo chasqueaba en el aire antes de ir a los oídos, y los ojos veían cómo el pedazo de madera golpeaba casi siempre, rara vez se fallaba, “al puchador” y lo llevaba hacia la esquina que cada jugador escogía como su meta y que por lógica, era la opuesta a la de su contrario.

Fuera que en el primer intento lo golpeara o no, el caso era que mientras el trompo agresor quedara bailando, su lanzador podía tomarlo en la palma de la mano y dirigir con ella un nuevo golpe y los que pudiera, siempre y cuando su trompo siguiera bailando.

Cuando paraba y le correspondía el turno al otro de hacer lo mismo, este lo hacía pero en sentido contrario, de tal manera que “una Calle” se sabía cuándo empezaba, pero no cuándo terminaba, sobre todo cuando la Calle, se jugaba entre tahúres.

“Porque había tahúres, claro”. Manifestó Walter, “eran muchachos cuya destreza e imaginación les hacía maestros que los demás admirábamos. Artistas que hacían por ejemplo, el PICO AL AIRE, que consistía en lanzar el trompo y recibirlo bailando en la mano sin que tocara el piso, o LA MONTAÑA RUSA, en la que el trompo “caminaba” por decirlo de alguna manera, a través de la cuerda, EL PELESIÑO, con el que se recibía el trompo en pico al aire en la mano, se soltaba en la rodilla y con ella se devolvía a la mano y muchas otras pruebas que improvisaban ellos cuando de presumir se trataba”.

“Aquellos años, miren ustedes, comentó Enrique, años de inocencia e igualdad, y sin embargo aparecía el machismo en los juegos, porque mi recuerdo me dice que era inadmitido que un hombre lanzara con estilo de mujer. Ellas no solo lanzaban diferente, casi a ras del suelo, sino que no lo hacían con toda la fuerza que se requería para mantener por mayor tiempo el trompo bailando”.

¡Ah, la infancia! Suspiró Darío. Tiempo ido que dejó este recuerdo tan bello con un juguete cuya existencia se remonta a 4000 años A.C., según vestigios hallados en el río Eufrates. Juego bailarín en el que los mayores, más diestros en cuestiones de calle… en todas sus acepciones, también en la del juego del trompo, intentaban enseñar sus destrezas, porque tenían muchas en su haber, pero yo nunca fui buen aprendiz de juegos.

Memorable, para los niños de entonces en aquellas cuatro cuadras que se encontraban en la misma esquina, los retos entre pandillas, sin que ninguno pudiera hacer lo que decían que solo podía hacer el “Chato Alfredo”, célebre trompista en los años sesenta, del barrio Santa Bárbara de una Bogotá algo rural todavía. Coger el trompo en la punt’eluña.

Aquella tarde, los niños nos habíamos sentado en el sardinel de la acera a presenciar el reto entre el Chato y uno de los tíos mayores, pero no para jugar una calle sino para presentar sus diferentes trucos, que empezaron por los más fáciles, como el “pico al aire”, “el muerto”, que consistía en recibir el trompo en la mano y dejarlo bailando sobre el pecho, y así las pruebas iban subiendo la dificultad.

Perdía quien no pudiera hacer la prueba que el otro retador hiciera con perfección.

“Para resumir y quitarle el suspenso al presente relato, lo termino diciendo que cuando ya se acercaban a la prueba máxima, “coger el trompo en la punt’eluña”, pasó algo que cercenó para siempre mi posibilidad de ver en vivo y en directo un trompo bailando en la punta de una uña: La cabeza de mi madre se asomó a la puerta del inquilinato en que vivíamos y con gesto airado me gritó:

¡Darío! ¿Es que no oye que hace rato lo estoy llamando? ¡Eche a ver para adentro!“.

La risa estalló en el grupo de conversadores, agregaron uno que otro comentario sobre el respeto a los padres y el cumplimiento de sus órdenes en aquellos años en que el respeto todavía existía, hasta que Walter tomó la palabra para contar lo siguiente:

“Usted sí recuerda que yo fui bueno para el yoyo, ¿verdad primo?” Preguntó a Enrique, quien afirmó con la cabeza, mientras aquel continuaba:

“Yo sí que le dediqué bastante tiempo a ese jueguito. En esos años contábamos aquí con mi primo, con una galladita de vagos del barrio con quienes nos conocíamos desde niños porque habíamos competido en las calles con la patineta y los carros esferados, entonces cuando llegó la moda del yoyo, pues no podíamos quedarnos atrás”.

“Para aprender, asistíamos a las demostraciones que hacían los campeones allá en el Centro Nariño, donde han hecho toda la vida la Feria Internacional. Fue allá donde aprendí a hacer “la vuelta al mundo, el perrito paseador, el mordelón, las vueltas y vueltas, el columpio, la torre Eiffel o la estrella”, que eran las pruebas más conocidas, pero también aprendí a manejar un yoyo en cada mano y otras figuras de alta dificultad que ya con el tiempo se me han ido quedando, como dice mi primo que es el poeta, allá en la zona del olvido”.

Y en efecto, aunque en el barrio no fuimos los mejores manejadores del pequeño artefacto que le daba la vuelta al mundo en alas de una gaseosa, hay que decir, valga la verdad, que así como la industria hizo del yoyo una herramienta publicitaria de enormes resultados, los muchachos de aquellas épocas, lo usamos para presumir delante de las niñas.

“Según san Google, este diminuto juguete de chicos y grandes”, comentó Enrique con aires de erudito, “hasta hace unos cuatrocientos años, era usado por los filipinos como arma, los griegos lo conocieron hace unos 2.500 años, según vestigio ateniense, en la que aparece un joven sosteniendo un objeto circular que pende de un hilo”.

“En Grecia, eran discos de terracota, madera o metal”, Interrumpió Walter, quien tampoco quería quedarse atrás con los datos históricos, “Los entregaban como regalo a los niños que empezaban la adolescencia y ellos dibujaban la imagen del dios al que cada uno tuviera más fe. Por esto se consideraban más artículos de fe que juguetes”.

“¿Y respecto al vocablo yoyo, propiamente dicho?” Interrogó Darío. “¿Qué sabemos?” Y ante el gesto ignorante de sus amigos, hizo lo mismo que ellos, es decir tomó aire de erudito y dijo: “Los lingüistas sugieren que viene de un dialecto filipino llamado el “Tagaló”, que significa “viene viene”, pero teniendo en cuenta que el origen del yoyo parece situarse en la China, donde lo llamaban “Diábolo” es una teoría discutida.

¿Y sabían ustedes que El yoyo moderno, el que conocemos de plástico, lo propulsó el filipino Pedro Flores en 1920?, razonó Enrique.

“Él fue quien innovó el juguete”, informó Darío, “era llamado por entonces “bandelore”. Patentó el lazo sin nudo en el eje, lo que permitió los nuevos trucos de hoy basados en la capacidad de “dormir” el yoyo”.

Desde entonces, retomando la voz Walter, a los yoyos que tienen el hilo anudado a su eje y por tanto no se prestan para hacer pruebas de destreza, se le llaman yoyos sin respuesta.

Pues cómo les parece que ese filipino llegado a Estados Unidos en 1915, comenzó haciéndolos a mano para los niños del barrio, pero después al descubrir sus posibilidades comerciales, compró maquinaria para hacerlos más rápidamente y un año después tuvo que abrir otras dos fábricas porque vendía 300.000 unidades diarias.

Fue Flores quien creó los primeros trucos basados en la capacidad de dormir el juguete y emprendió las primeras competencias. Años después, con el convencimiento de que: “Estoy más interesado en enseñar a los niños a manejar el yoyo, que en su fabricación” decidió vender el negocio.

Lo compró un tal Donald Duncan en 1928, dueño de la fábrica “Duncan Toys Company”. por U$ 750.000, que para aquellos años de depresión económica, fueron una suma astronómica. Flores, a pesar de su retiro de la parte comercial, se convirtió en el principal promotor de las estrategias promocionales de la nueva empresa, en las que se incluían demostraciones y concursos.

Ya en 1950, uno de los empleados de la Duncan Toys Company, de apellido Russell, decide abrir su propia empresa y adquiere el contrato de publicidad y promoción de una gaseosa, que solo por conocer el dato, empezó con entregar un yoyo a cambio de cuatro latas de esta gaseosa y cincuenta centavos.

¡Ah! Y no se olviden que la cuerda o hilo del yoyo debía ser preferiblemente de algodón para que aguantara el calentamiento de la fricción que a un hilo de otro material, reventaría en poco tiempo.

Pero mis estimados amigos, retornemos a las anécdotas de carácter personal, insiste Walter:

“Mi primo Enrique, aquí presente y yo, también intentamos en los años adolescentes manejar de manera más o menos decente este artilugio con el que uno podía darse ínfulas en presencia de las damitas que a esa edad forman parte de los logros masculinos. Pues bien, Yadira Helena, era una niña hermosa detrás de la cual estábamos varios jóvenes del barrio, entre ellos mi primo y yo, y una tarde en que presumíamos de “yoyistas”, la pita del yoyo de él se reventó y el juguete fue a estrellarse en una canilla de la pretendida niña.

En parte yo agradecí el accidente porque la rabia de Yadira Helena y su dolor no le permitieron a mi primo Enrique siquiera acercarse, así es que solo aceptó mi ayuda, que obviamente le procuré con todo detalle. Las cosas marcharon muy bien, por eso me fui motivando hasta que a los ocho días, cuando el morado de la pierna estaba pasando, decidí lanzarme a las aguas de la declaración amorosa y su respuesta para lo único que me agradó fue para terminar este relato:

“Hay Waltercito, me dijo, “usted es muy lindo, pero a mí el que me gusta es su primo”.

 

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