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Cultura  |  17 mayo de 2021  |  12:02 AM |  Escrito por: Edición web

El día que perdí el miedo

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In memoriam Lucas Villa Vásquez

Auria Plaza

En medio de las voces gritando “para dónde se los llevan” “díganos su nombre y cédula” y los policías con palabras que, para no ofender al lector, no reproduzco. Era una batahola de silbidos, gritos, disparos. De pronto “Me llamo Hipólito Rivera” me estalló en los oídos igual que una bomba. Eran sólo cuatro palabras, pero hirieron todos mis sentidos. Como pude, empujando, atropellando, gritando que me dejaran pasar, logré superar la barrera de cuerpos que eran muros que me impedían llegar hasta donde venía la voz. Perdí el miedo y debilidad características, mi angustia se aferraba a una sola idea en la frenética carrera: impedir que se lo llevaran. No podía ser otro, era mi vecino. No estaba solo, había más muchachos, los estaban empujando a punta de golpes dentro de una camioneta de la policía. Mientras me acercaba a él, dirigí la vista al policía que estaba al mando. Me produjo alivio y esperanza al ver que éste hacia contacto visual; mi mirada era de desesperación.

–Señor, ese muchacho es hijo único y su madre enferma depende de él.

–Entonces ¿Por qué el maricón no está con ella?

Su tono desdeñoso e impaciente me aterrizó a la realidad; no iba a despertar su compasión. La benevolencia de la gente por estos días se la había llevado la hojarasca. La irritación y el dolor de cabeza que en ese momento se hacía insoportable, se confabularon contra mí y me hicieron gritar en voz tan alta que se sobrepuso al resto.

–¿es que no hay piedad en su corazón?

–No –dijo conciso, sin el menor interés.

Él tuvo que sentir el odio y la indignación que me hervían en el pecho, frunciendo el ceño y con mala cara.

–Si quiere te subo a vos también –gritó con un tono que parecía un mugido–. ¡Lárgate!

No me moví, o para ser más exactos, no logré moverme. Deseaba que la tierra se abriera y me tragara. Estaba muerta de miedo, de vergüenza. Aquel hombre esperaba ceñudo que saliera corriendo y, cuando vio que me quedé clavada como un mojón, me agarró del brazo para llevarme con los otros. No sé qué ocurrió en ese momento: la turba se vino encima. El policía ordenó retirada. Empezaron a lanzar gases lacrimógenos, mientras la furgoneta se perdió en la avenida.

Pasé el resto del día vagando por las calles. El abatimiento y la furia me cortaban la respiración, o tal vez fueron los gases que inhalé. Sentía como si llevara el mundo a cuestas. Al final de la tarde enrumbé hacia el barrio. Allí todo era un caos, faltaban varios muchachos. La noticia de que a Hipólito se lo había llevado la policía en una de sus camionetas ya se sabía. Mi hermana pequeña, al cuidado de una vecina porque mi madre andaba como loca buscándome, salió gritando, abrazada a mis piernas entre sollozos me contó que al tío Jesús le pegaron dos tiros y que el carrito de helados quedó inservible. Un gusto amargo subió por la garganta y los latidos del corazón se hicieron más violentos cuando la mamá de Hipólito se me acercó. Por unos instantes esperé a que ella la emprendiera a gritos afeando mi conducta. Sentía dificultad para hablar, quería decirle de mi esfuerzo por evitar que se llevaran a su hijo fue inútil. La angustia y la timidez me dominaban, pero al mismo tiempo sentí un alivio enorme al no tener que dar esa clase de noticia. Llamé a mamá para que supiera que estaba en casa.

Empezaron a llegar al barrio heridos que no querían ir al hospital, otros tenían dificultad para respirar. Como pudimos nos organizamos en una de las casas para atenderlos. Se montó en mitad de la calle una olla comunal para dar de comer a los que llegaban. Las mujeres peleaban con los maridos y los hijos porque, según ellas, eran unos insensatos que salían a luchar por causas perdidas. Mientras una decía “Son todos unos pendejos ¿cuándo a los pobres los escuchan?”, a otra se le escuchaba refunfuñar “a ver si con eso vamos a comer”, el sentir general era que los pobres siempre llevábamos las de perder.

–No hay que ser pesimistas –dijo una mujer conciliadora– puede que con esta protesta las cosas mejoren, aunque sea despacio, el gobierno se dé cuenta de que a los pobres nos necesitan para trabajar en las fábricas y para esos oficios que no hacen los ricos.

–No seas incauta mujer.

Mi madre, práctica e inteligente, cortó la conversación. Los ánimos estaban caldeados y las discusiones no llevan a ningún lado.

–¡Bueno! Aquí no nos necesitan, en cambio hay que buscar un abogado para sacar a los muchachos que están detenidos. Vamos Camila, te vienes conmigo. Tú estudias derecho así que sabrás a quién recurrir.

Algo extraño me sucedía. Ya no tenía miedo. La responsabilidad, que en ese momento mi mamá estaba poniendo sobre mis hombros, no me pesaba. Oyendo a las mujeres me di cuenta de que sólo nosotros los jóvenes podíamos luchar por el cambio. Si nuestros padres se sacrificaban para darnos estudio, era nuestro deber buscar un futuro distinto.

El Caimo mayo 2021

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