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Cultura  |  30 mayo de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo: La casa vacía

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Auria Plaza

—¡Jamás tendré un hijo! Tener un hijo era todo cuanto yo deseaba –dijo con voz desgarrada por la congoja. Se dobló sobre sí misma y se puso a llorar hasta quedar extenuada. La venció el sueño y al despertar volvió a llorar. La casa estaba silenciosa y vacía; tan sola como la casa que era su cuerpo.

Desde muy niña supo luchar por sus cosas. Recordaba cuando le decían que no se hiciera ilusiones, que en el mundo no había lugar para gente como ellos… que los pobres no tenían derecho a nada. Les demostró que eso no era cierto. Triunfó en todo lo que se propuso; lo hizo con honestidad y trabajo duro. En sus planes no estaba el amor; siempre lo vio como algo en que la mujer llevaba la peor parte. Empezó a sentir que no estaba a gusto, se conmovía ante la sonrisa de un niño. A la hora del almuerzo se iba a un parque cercano al trabajo y los veía tan inocentes, tan indefensos; un sentimiento desconocido, que tal vez podría llamarse instinto maternal, fue tomando forma en su interior. En ese entonces salía con un empresario exitoso y de sólida reputación; los que los conocían comentaban que hacían buena pareja. Una idea empezó a rondar su mente, siempre tan lógica.

Tenía cuarenta años, lo que quería decir que su reloj biológico ya estaba haciendo tic tac. Lo habló con Camilo: le dijo que quería tener un hijo. Por supuesto él empezó a hablar de matrimonio. Al fin llegaron a un acuerdo. Se irían a vivir juntos y encargarían ese hijo que ella tanto anhelaba. Se hicieron un chequeo general médico. Algunas cosas de la vida en común le estaban empezando a gustar. Detalles como hacer el crucigrama dominical en la cama, preparar el desayuno los dos todas las mañanas, urdir planes que los iban fortaleciendo como pareja.

Compraron casa y fue decorada a gusto de los dos. En lo que no lograban ponerse de acuerdo era en eso del matrimonio: ella prefería esperar hasta que tuvieran el hijo. La vida doméstica y su rutina la aburrían, pero seguramente las cosas cambiarían cuando tuviera el bebé en sus brazos.

Pero no… ya no habría descendencia, el ginecólogo le había dado la noticia como si le estuviera hablando de un resfriado.

— No… No… señora; una segunda opinión, en su caso no vale la pena.

El resto de las explicaciones no las escuchó. Su voz profesional parecía que recitara un réquiem que ella no lograba entender, porque sólo oía:

—Usted tiene una matriz infantil, no puede concebir.

Vagó por la ciudad hasta que se hizo de noche, volvió a casa cansada y destruida; allí estaba él esperándola preocupado, había llamado al médico al ver que ella no llegaba. Su actitud de esposo amoroso la hizo estallar. No quería su comprensión porque la desolación que sentía era indescriptible.

El silencio de la casa era una manta viscosa que la envolvía; sus paredes le comenzaban hablar de soledad. Cogió una almohada entre sus brazos y la estrujó contra sus senos; rompió a sollozar desconsolada: era un llanto manso. Así se quedó por un buen rato; luego, como si su cuerpo cansado de tanta quietud le pidiera moverse, se levantó y se dirigió a la planta baja.

Se frenó bruscamente en la mitad de las escaleras, el desorden que veía en el salón la trajo a la realidad. Frenética empezó a recoger, a limpiar; la nostalgia por un hogar, el de su infancia, fue tomando el espacio que antes ocupaba ese dolor sordo y resentido.

La sensación de angustia que le oprimía el pecho se iba diluyendo a medida que empezaba a recordar la salita de la pequeña casa donde, con unas sábanas extendidas sobre el respaldo del viejo sillón, la convertía en una carpa a la orilla del río, que era una esterilla. Carlitos, su hermano, metido en una caja de cartón remaba como loco. Le pareció ver que la mamá en la cocina preparaba la cena y de vez en cuando se daba vuelta para mirarlos y se reía de sus ocurrencias.

—Mamá, Carlitos cogió dos pescados.

—¡Qué bonitos y grandes! –contestaba mamá, para enseguida añadir–: A ver niños, a ordenar que papá no demora.

Los domingos eran los días más lindos. Ella, muy tempranito, se pasaba a la cama de sus papás; a veces Carlitos le ganaba, pero eso no importaba; los cuatro jugaban y se hacían cosquillas. Papá les contaba cuentos y luego se levantaban en piyamas; mientras mamá preparaba el desayuno, ellos en la mesa rústica de la cocina, encaramados en los taburetes hechos de cajones de fruta, seguían charlando y riendo.

Se sentó en el sofá a tomarse una copa de vino, entonces se dio cuenta de que había traído la botella y dos copas. En la mesa olvidado estaba el libro Venus on Fire Mars on Ice. Era de Camilo; lo compró un día porque dijo que se necesitaba un manual para entenderla, y que tal vez allí encontraría la forma.

«¿Cómo me va a entender? si yo misma no me entiendo». Se dijo.

Empezó a leer el libro…“Our romantic partner can never be a substitute for our need to make the world better” «Eso era lo que yo había tratado de hacer con mi vida: que mi compañero y un hijo reemplazaran la necesidad que tenía de que mi mundo fuera mejor»

Se fue a la cocina y encontró el lugar como a ella le gustaba. Camilo había hecho la cena, la mesa dispuesta y todo listo. Ella empezó a botar a la basura la comida y a lavar las ollas; no había mucho por hacer, él sabía lo maniática que era con el orden.

Era igual que su mamá. Como una sombra del pasado empezó a verla arrodillada, restregando el piso donde quedó el reguero de sangre después de que se llevaron el cuerpo del que había sido el marido amoroso, padre de sus hijos. Aún en la desesperación era importante la limpieza.

«Mi papá fue de esa rara estirpe de hombres que no miran por ellos o rompen su palabra, dedicados a su familia, lo que ganaba apenas alcanzaba para el sustento. Nunca se supo por qué o quién lo mató. Mamá sin su esposo no supo cómo sobrevivir, se fue consumiendo y a mi hermanito se lo llevó una tía. Yo trabajaba en lo que podía y cuidaba de mamá hasta que murió. No…no más. El pasado es lo que fui el presente lo construyo yo».

Volvió a la sala, se sirvió más vino. Sentada en el amplio sofá sintió la ausencia de Camilo, el calor de sus brazos.

«Se ha ido. Lo he perdido todo. No me queda nada. ¿Qué es lo que voy a hacer? Por lo pronto calmarme. La sorpresa de que mi cuerpo me jugó una pasada me ha puesto histérica. Hay otras formas de acceder a la maternidad, como puede ser la inseminación artificial o la adopción; como dijo Camilo no es la sangre, sino el corazón lo que nos hace padres y el recurso de adoptar no es mala idea. Quiero llenar esta casa con la risa de dos o tres niños. Llamaré a Camilo, me disculparé y le diré que si quiere lo podemos volver a intentar. Le dejaré la puerta abierta para que entre»

El Caimo, mayo 2021

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