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Cultura  |  23 abril de 2023  |  12:09 AM |  Escrito por: Administrador web

FRENTE A UN CUADRO DE VICENT VAN GOGH

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Anciano en pena, 1890, Vicent van Gogh

Alberto Hernández Bayona

 

Atravesó la arboleda con la plasticidad de un acróbata profesional: las piernas livianas, los brazos fláccidos, el tronco recto pero distendido y el ánimo atemperado por ese estado de gracia tan cercano al desvarío. Un viento frío golpeaba su rostro y se entreveraba en los circuitos irregulares de su exigua cabellera.

 

Al llegar al salón divisó al grupo de internos con los que se reunía de tarde en tarde desde que decidieron enviarlo a esa aséptica y apartada urna de cristal donde se consumiría sin estorbar, a la manera de un bosquecillo que se degrada en la esquina opaca de un invernadero. Acomodados en el fondo del recinto, alrededor de una mesa, algunos internos gruñían, tosían con tos seca y manoteaban. Otros, dispersos en el ámbito ajedrezado del salón, dormitaban desgonzados en sus asientos. Aunque el lugar estaba bien iluminado, las imágenes le llegaban borrosas, reverberantes, como si entre él y sus camaradas mediara una distancia considerable e imprecisa. Presintiendo la hondura del abismo, Absalón se sintió abatido y perdió el impulso que lo había puesto a levitar hacía algunos instantes. Con desgano, se acercó al grupo que se congregaba alrededor de la mesa. Sus compañeros no repararon en él; pese a ello trató de involucrarse en la conversación, pero las palabras se le atragantaban. Trató, entonces, de escucharlos. Como si estuviese sumergido en un estanque llegaba a sus oídos con cierto retraso el griterío intermitente de los internos que trataban de asirse, mediante aquel cotorreo estéril, a una realidad precaria y sin porvenir. Tras unos minutos de desasosiego, Absalón se levantó del asiento y se alejó. 

Silencioso, cargando, ahora, un lastre muy superior al de su propio cuerpo, atravesó la arboleda arrastrando los pies. Al llegar a su habitación ordenó que organizaran el lugar de manera que pudiese atender cómodamente a sus invitados, pero solicitó que no movieran la cama, pues ésta sería el eje alrededor del cual se instalarían los asientos. Le entregó una lista a su mujer, que esa tarde lucía centenaria y se arrastraba con dificultad en una silla de ruedas. Convócalos a todos, diles que esta vez no vayan a fallar, le dijo.

Hacia las seis empezaron a llegar los invitados. Sus padres, que fueron los primeros, se instalaron muy cerca de la cama. Luego llegaron Julia, Margaret y Augusto; su perro Sultán y Teresa; Ahmed e Irene; y una veintena de personajes, hombres y mujeres más o menos descoloridos.

 A medida que entraban a la habitación, su mujer los anunciaba lacónicamente, mencionando sus nombres y apellidos o el remoquete que los distinguió en vida y la fecha de su respectivo fallecimiento. Absalón se sorprendió al oír que Ricardo había muerto hacía más de dos décadas, en el fragor de una guerra interminable y absurda, pero la noticia de la reciente desaparición de su querido Ahmed lo dejó indiferente. Como su perro Sultán había expirado entre sus brazos recordaba con toda precisión la fecha, hora y lugar de su deceso; tal vez por eso no se sintió abatido.

Los convidados se mostraron solemnes y fríos como si posaran para un daguerrotipo. Todos callaban y lo miraban sin pestañear. Absalón, parado encima de la cama, les comunicaba con cierto patetismo lo que cada uno de ellos había significado para él, pero nadie se sintió aludido. 

Cuando terminó su discurso los invitados desaparecieron sin decir una sola palabra. Su mujer, arrastrándose en la silla de ruedas, salió detrás de ellos.

El cuarto quedó en silencio. Por las rendijas de la persiana se filtraba la luz anaranjada del crepúsculo cuyos rayos sesgados dejaban entrever el universo de partículas de polvo que vagaban, silenciosas y solitarias, dentro de la habitación.

Oscureció. Absalón se tendió en la cama. Al punto quedó dormido. Soñó, contra toda evidencia, que el mundo era un lugar yermo, desfavorable y desolado.

                   

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