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Política  |  20 agosto de 2023  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

El desliz del presidente Valencia con una delegación de quindianos

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El guardia veía al Presidente desde el patio por una pequeña ventana de madera, que se abría a las 6 de la mañana y se cerraba a las 5 de la tarde. El Presidente estaba concentrado leyendo unos documentos, mientras sostenía un bolígrafo en su mano derecha. Unas gafas de lentes gruesos sobresalían en su ancha cara que estaba inclinada mirando decretos y resoluciones. De vez en cuando, levantaba su prominente cabeza y alzaba un vaso de vidrio para beber whisky. El guardia sabía que el Presidente, después de la siesta del mediodía, si no tenía compromisos dentro de la agenda y el protocolo, se acomodaba allí, en su despacho, solo, a revisar papeles y a beber whisky.

En el Palacio de San Carlos, ubicado en el centro de Bogotá, se respiraba calma, aunque en muchas regiones del país la violencia partidista de los años cincuenta todavía retumbaba con sus coletazos del bandolerismo, especialmente en la región cafetera del centro de la nación. Su mandato estaba próximo a expirar, pero consideraba que había cumplido su misión: pacificar el país, incluso con hechos tan desproporcionados como bombardear una pequeña vereda llamada Marquetalia, en las montañas de la cordillera Central, para tratar de exterminar un minúsculo grupo de campesinos rebeldes que vivían allí con siete vacas y 20 gallinas.

El guardia vio que el Presidente se levantó de su silla, dejó las gafas tiradas en los papeles que leía, tomó un nuevo sorbo de whisky y se dirigió a la pequeña sala que había en el mismo despacho, para saludar a dos hombres que acababan de llegar de las lejanas montañas del Quindío. El guardia no tenía acceso al pasillo por donde ingresaban los invitados a Palacio, pues su trabajo estaba asignado a vigilar al jefe de Estado desde el patio y a cuidar que por esta zona trasera del Palacio no ingresara ni saliera nadie, y mucho menos el propio Presidente. Observó que los dos hombres se sentaron en la sala con el Presidente, que les ofreció whisky, y empezaron una amena conversación.

Al guardia no le interesaba saber quiénes eran los visitantes al despacho presidencial, pues su tarea se suscribía a mantener la mirada fija en esa oficina, hasta ver al Presidente salir por la puerta principal que daba al pasillo central. Ahí terminaban sus funciones. El despacho del Presidente tenía, además de la ventana, una pequeña puerta de madera que comunicaba con el patio, donde, a veces, el Presidente salía a fumarse un cigarrillo y a respirar el aire puro que venía del cerro de Monserrate. El patio tenía, a su vez, un portón grande de salida a una callejuela adoquinada del legendario barrio La Candelaria, que servía como escape de emergencia, pero que casi nunca se utilizaba.

Esa tarde, el guardia vio al Presidente salir por la puerta principal que daba al pasillo, acompañado de los dos visitantes del Quindío. El guardia entró al despacho, desde el patio, cerró la ventana de madera, apagó las luces y se fue al cuartel de la guardia presidencial a dar el parte de normalidad. Eran las cinco de la tarde. En Palacio había un silencio absoluto, se respiraba una tranquilidad total. Era viernes y casi todo el personal: funcionarios de alto rango y de servicios generales, habían terminado sus labores y se habían largado para sus casas.

Sin que nadie lo percibiera, el Presidente apareció con sus dos visitantes del Quindío en una elegante y vieja casa de San Victorino, en la localidad de Santafé, bebiendo whisky, escuchando tangos y boleros, rodeado de hermosas mujeres y en medio de la humareda que dejaban decenas de cigarrillos encendidos al mismo tiempo. No había guardia ni escoltas, ni nadie de Palacio con él. Estaba solo, con sus dos amigos, que habían venido de la región cafetera a organizar el protocolo para la inauguración del recién creado departamento del Quindío. Era el año de 1966 y a su mandato le quedaban apenas unos meses.

Sí, el Presidente había llegado a una Casa de Citas, tal vez la más conocida y elegante de Bogotá, a donde concurrían grandes personajes de la política: senadores, representantes a la Cámara, ministros y muchos empresarios. Sin embargo, su presencia estaba protegida en una pequeña sala, reservada, donde siempre se hallaba la matrona de la casa, Ofelia Barón, que había venido de Armenia, la ciudad que en ese año, se erigía como la capital del nuevo departamento del Quindío.

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