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Columnistas  |  20 mayo de 2019  |  12:00 AM |  Escrito por: Manuel Gómez Sabogal

En el bus urbano

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Manuel Gómez Sabogal

Muchas veces, es muy agradable caminar a tomar el bus. Se ve de todo. Niños llorando, aferrados a sus padres, pidiendo una paleta o un helado. Payasos en las puertas de los almacenes y restaurantes. Vendedores ambulantes ofreciendo de todo lo inimaginable. Carros que pitan, gente que grita…

Llegar al paradero y encontrarse con amigos para conversar un rato, aunque las rutas sean distintas. Un bus que se detiene cinco segundos. Atiborrado de personas. Unos que se bajan y otros que suben.

La gente que sube a los buses y busetas sin saludar al conductor. Un conductor contento, disgustado o triste, según la ruta que tenga, el trasnocho, los problemas, un dinero que se cancela en monedas, billetes arrugados, ajados, doblados. Una música a gusto del conductor. Volumen adecuado al oído del conductor, pero estrepitoso para que escuchen en los demás vehículos.

Un niño que sube al bus y canta con voz destemplada, ofreciendo, además, dulces a tres por $ 1.000.oo. Una niña que llora sobre el regazo de otra niña que la tuvo cuando apenas empezaba a jugar con muñecas. Un señor que pasa rozando sus genitales en los hombros de las mujeres que están situadas al lado del pasillo del bus o tantea con su mano, disimuladamente, las nalgas de las jóvenes que van de pie. Otro cuyo sudor empapa los vidrios y escupe hacia adentro tratando de disimular una gripa mal cuidada, pero que hace que los rostros de los demás se contraigan y hagan muecas de espanto, asco, horror. Otros que se saludan y gritan, porque uno se encuentra al pie de la entrada y el otro, atrás, casi a la salida.

Unos estudiantes jóvenes que van hacia el colegio a desaprender todo lo que les han enseñado en casa. Se arrodillan sobre las sillas para conversar con los de atrás. Otros, universitarios que no han hecho el proyecto, pero lo dejaron donde un amigo para que lo bajara de Internet. Una señora pasada de peso normal y que se sienta en la única silla que queda libre, pero que está a la entrada del bus. Un señor ciego al que nadie ayuda a subir, pero que les entiende a todos cuando le dicen “derecho, derecho, a la izquierda, un poco atrás, más, mas hacia atrás, ahíiii”.

Otros van mirando al horizonte y miran cómo pasan los que van caminando por la calle. Los miran sin inmutarse y sin que quienes caminan, despierten en ellos sensación alguna. O de pronto, se burlan de los que se paran a mirar hacia al bus.

Otro va leyendo el periódico de ayer y la chica del lado, desesperadamente, busca su horóscopo para conocer el futuro que le espera cuando se baje del bus. Una pareja se besa apasionadamente, sin importar nada a su alrededor. Están enamorados.

Subir a un bus es mezclarse con la vida misma, es encontrarse con uno mismo y con la gente. Es escuchar a un destemplado cantante o a un muchacho vendiendo frunas o dulces o a un señor diciendo que acaba de salir del hospital y que no pudo llevarse a su hija porque no tuvo dinero para pagar.

La vida transcurre así, sin problemas en un bus normal, simple, sencillo, cuyo conductor no se marea jamás al tener que pasar más de diez veces por los mismos sitios durante todo el día, viendo cómo se suben y se bajan los mismos pasajeros, cada día, pero nadie le dice “buenos días, señor conductor”, “Buenas tardes”, “buenas noches”. De pronto el más educado le dice: “Oiga, ¿se va a quedar con los vueltos? Le di un billete de $ 50.000.oo”.

 

 

 

 

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