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Columnistas  |  30 enero de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: ÁLVARO MEJÍA MEJÍA

LA VERDADERA LECCIÓN DEL TERREMOTO

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ÁLVARO MEJÍA MEJÍA

Durante cinco días estuvimos los hermanos Mejía Mejía en la esquina de la calle veintisiete con carrera trece de Armenia. Allí habían quedado los escombros del Edificio El Prado, y debajo de ellos Angélica, nuestra madre; Hernán, un hermano; Lorenza, tía; Luz Marina, prima; y Lucy, una noble empleada del servicio doméstico.

En la medida en que la retroexcavadora levantaba los escombros, iban apareciendo cosas amorfas, que algún día fueron valiosas posesiones de los condóminos. En ese momento pensaba que también se develarían las de mi familia. No me faltaba la razón. Pronto, comencé a reconocer los libros de Lorenza, quien se había jubilado como bibliotecaria de la Sociedad de Mejoras Públicas de Armenia. Auténticas joyas literarias emergían entre el polvo y las tenues columnas que había construido la firma Carrillo & Calderón. Adornos, vestidos, productos manufacturados, la colección de piezas de cobre de mis tías, y hasta un sable que había pertenecido a un pariente militar que, según relatos de familia, siempre subjetivos, se había destacado como un héroe en la Guerra de Mil Días. Como si fuera un gran logro haber defendido a Sanclemente, un títere octogenario que había puesto en la presidencia de la República el señor Caro para poder gobernar por interpuesta persona. En fin, todo aquello era sombrío, tenebroso, apenas tenues sombras del pasado…

Debo confesar que en mi angustia silente me puse a recoger libros de la biblioteca de Lorenza. Aquello se convirtió en un ejercicio compulsivo. Fui juntándolos en un espacio que reservé para ese fin entre los escombros. No quería que los saqueadores, que ya hacían de las suyas, terminaran con las obras León Tolstói, William Shakespeare, Miguel de Cervantes, los poetas de la Generación del 27, Pio de Baroja, los clásicos griegos. Unas horas más tarde me percataría de que estaba actuando de manera estulta. No había nada que hacer, los grandes novelistas, poetas, filósofos yacían con mi tía, y los liberé para que la acompañaran en su viaje al más allá. Si los faraones griegos y hasta nuestros caciques eran enterrados con sus posesiones más preciadas, ¿por qué razón yo habría de separarla de tan excelsos personajes?

Después de 3 meses, pude volver a mi apartamento en el centro de la ciudad, que no había sufrido daños estructurales. En soledad me puse a contemplar la cantidad de objetos que lo adornaban, los cuales había adquirido de manera obsesiva, como si cada uno de ellos le diera lustre a mi existencia. En un instante yacía en el suelo víctima de un ataque de risa incontrolable. Todo aquello me parecía ridículo. En mi mente veía las cosas estripadas por las columnas de Calderón. ¡Ay!, qué frágiles, livianas y etéreas eran, en esa hora, los bienes materiales. Lo único importante era estar vivo, pero más que eso, estarlo para ser útil.

El 25 de enero de 1999, hace ya 21 años, enterramos una parte de nuestros corazones. Yo me encontraba, minutos antes, en el apartamento 202 del edificio El Prado. Iba a almorzar con mis parientes. Una llamada inesperada de mi esposa me obligó a salir presuroso del lugar. No creo que Dios haya castigado a nadie ese lúgubre día. Tampoco, que haya premiado a los que sobrevivimos al hecho natural. De hecho, todos los quindianos, ese lunes trágico, morimos un poco. Pero también aprendimos una dura e importante lección de vida. En mi caso personal supe la importancia de distinguir entre el oropel y las cosas que realmente valen: el amor, el servicio, la felicidad.

Temo llegar a la luz con las manos vacías, sin haberme esforzado lo suficiente. Sí, fue una segunda oportunidad que nos deparó el destino. Sería una lástima que el bullicio y las luces nos hicieran olvidar aquella lección que se escribió con sangre.

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