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Columnistas  |  30 enero de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Luis Antonio Montenegro

FICCIONES. LOS CALENDARIOS PRECOLOMBINOS (II)

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Luis Antonio Montenegro

FICCIONES. LOS CALENDARIOS PRECOLOMBINOS (II)

LOS MEXICAS.

“Y cuando el águila vio a los mexicanos,

Se inclinó profundamente.”

Del Poema Náhuatl “Fundación de México en 1325 (1).

Pese a que algunos cronistas de la conquista aseguran que los españoles quedaron deslumbrados por la magnífica arquitectura, por la ingeniería y las artes, por la riqueza cultural del mundo de los Mexicas, la verdad es que, deslumbrados o no, hicieron caso omiso de los grandes avances y del significado histórico de esta civilización mesoamericana, y la destruyeron sin compasión.

Al momento de la conquista, el imperio Mexica estaba consolidado. Fue uno de los estados más extensos con los que se encontraron los españoles en sus aventuras conquistadoras del mal llamado Nuevo Mundo. Sus dominios abarcaban una extensión comparable con la de la Corona de Castilla, con 35 provincias que se explayaban desde el este hasta el oeste, entre los dos océanos; al norte, las fronteras arrancaban en las tierras Huaxtecas del área de Metztitlán y Mazatlán, y llegaban al sur a Guatemala. Los enormes avances en ingeniería, agricultura, matemáticas, y una riquísima cultura política, religiosa, filosófica, artística, además de una amplia visión cósmica y aguda observación astronómica, forman parte, como una fase última, de las vetustas tradiciones mesoamericanas iniciadas 2.500 años antes de nuestra era por los Olmecas, famosos constructores de pirámides; seguida por la magnífica Teotihuacán, (400aC a 800dC), el mágico lugar donde los hombres se convierten en dioses, la ciudad de los poderosos edificadores de la gran pirámide de la luna, erigida en honor a la diosa del agua, Chalchiutlicue, relacionada por su propia naturaleza líquida con la influencia lunar; así mismo constructores de la portentosa pirámide del sol, debajo de la cual se halló una cueva, la mística caverna donde evocaban el punto originario del mundo. El útero cósmico mesoamericano. Las culturas Olmecas y Teotihuacán, fueron seguidas en la historia por los Toltecas (900 a 1168 dC), cuya impronta eterna parece vigilada por las enormes estatuas de basalto, los Atlantes de Tula, en cuyas pétreas almas duerme su sueño eterno el gran dios Quetzalcóatl.

Acamapichtli, valorado como el primer Huey Tlatoani del imperio azteca, renombró como Tenochtitlan en 1376 a la ciudad fundada por sus antepasados hacia 1325. Inspirados por la centenaria promesa del alígero dios Huitzilopochtli, colibrí izquierdo, según la cual los pueblos Nahuas, al final de una larga peregrinación, encontrarían un águila posada sobre las espinas de un nopal crecido en una roca anclada en un islote, en medio de un lago. Águila espléndida que se les reveló con las alas desplegadas, mirando alelada de frente al sol, en un islote del lago de Texcoco. En éste paraje anunciado, fundaron la Ciudad Prometida, la cual fue bautizada en principio con el poético nombre de Cuauhmixtitlan, el “lugar del águila entre las nubes” y que sería la piedra angular del más importante imperio prehispánico registrado por la historia.

La rica y compleja cultura mexica se evidencia al descubrir su cosmogonía y su mitología. Sus dioses y leyendas están emparentados con las predecesoras culturas mesoamericanas. Son nacidas en el antiguo panteón Náuatl. Los dioses tutelares mexicas, Huitzilopochtli, deidad del sol y de la guerra, el más adorado en el altiplano central al momento del arribo de los conquistadores, denotando el poder religioso y político alcanzado por el imperio Mexica y Coatlicue, la diosa de la fertilidad, se equiparan con las grandes divinidades mesoamericanas: Quetzalcoátl, la legendaria Serpiente emplumada, la gran deidad de la vida, de la luz, de la fertilidad y del conocimiento; Tezcatlipoca, el dios de la providencia, de lo invisible, de la oscuridad; Tláloc quien rige el agua celeste, la providencial lluvia y Ehécatl, el señor del viento. Los mexicas se preciaban de ser el pueblo escogido por el dios Sol para garantizar su recorrido celeste, al cual ofrendaban con sacrificios de sangre humana en cada celebración del ciclo de 52 años. Ofrenda estimada por los sacerdotes como un alimento sagrado, capaz de proveer a Huitzilopochtli de fuerzas suficientes para transitar el siguiente ciclo. Se dice que para los romanos la fortuna más preciada era el oro, y que los egipcios ubicaban en el más allá su más valioso tesoro. Para los Mexicas, lo era la sangre humana fresca. Por ello, la ofrecían generosamente a su dios tutelar.

Los españoles, en la época de la conquista, estaban demasiado obnubilados por el fundamentalismo de la inquisición cristiana; además, estimaban que los “indios” eran unos brutos desalmados, es decir, unos verdaderos animales sin alma. Por eso no entendieron la magnitud del panteón Mexica, ni la exuberancia de sus dioses. Tan rica, o más, que el propio olimpo griego. Los sacerdotes cristianos y los mismos conquistadores, se dedicaron a destruir todas las expresiones de la mitología nativa. A demonizar sus deidades y sus creencias. A criminalizar sus ritos y desacreditar sus leyendas. Luego, apenas pasados los aciagos días de la conquista, se dedicaron a cristianizar a los sobrevivientes, por la vía de la imposición y de la sustitución de sus divinidades. De esta manera, el gran Quetzalcoátl fue sustituido por Jesucristo. Fray Bartolomé de las Casas, al igual que Fray Juan de Torquemada, difundieron una personificación de la Serpiente Emplumada, como un hombre blanco, alto y barbado, similar a un cristo. El nacimiento del nazareno había sido anunciado por la estrella de Belén, mientras que el de Quetzalcoátl lo había sido por la estrella de la mañana, Venus. Ambos dioses habían prometido regresar después de la muerte. Por otro lado, como era de esperarse, Tonantzin, la madre del dios mayor Quetzalcoátl, diosa de la fertilidad, de la vida y de la muerte, principal deidad femenina de los mexicas, fue sustituida por la insigne Virgen de Guadalupe. La capilla en la cual se adoraba a la madre de los antiguos mexicas, en el cerro Tepeyac, fue derribada por los españoles y en su lugar se erigió la Villa de Guadalupe. A esta divinidad los cristianos la llamaron madrecita nuestra. El gran dios mayor mexica, Huitzilopochtli, fue demonizado, asimilado a lucifer. Los rituales de sangre y toda la simbología de la guerra y del poder nativo, se prohibieron, señalándolos como expresiones puras del mal abominable. Se olvidaron entonces las palabras de la liturgia cristiana, que bien podrían haber sido entonadas por un guerrero mexica dirigiéndose a Quetzalcoátl: “la víspera de su pasión, tomó pan en sus santas y venerables manos, y elevando los ojos hacia ti, Dios, padre suyo todopoderoso, dando gracias te bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros. Del mismo modo, acabada la cena, tomó este cáliz glorioso en sus santas y venerables manos, dando gracias te bendijo y lo dio a sus discípulos diciendo: Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados, haced esto en conmemoración mía”

Si lo anterior nos suena familiar, lo es más recordar algunos lugares especiales de la mitología mexica: Tlalocan, el primer paraíso, donde reina Tláloc, el sitio donde las almas de los muertos esperaban la reencarnación; Tlillan-Tlapallan, un paraíso intermedio reservado para quienes alcanzaran la comprensión de la sabiduría de Quetzalcoátl; Tonatiuhichan, el más alto reino de los cielos, y Tomoanchan, el paraíso mítico del dios Itzapapáloti, el edén mesoamericano donde fue creado el mundo y la raza de los hombres.

El panteón mexica- Náuatl es tan nutrido que hay dioses del sol, de la luna, de las estrellas, de la vía láctea, de la muerte, de la vida, de la guerra, de la fertilidad, de las estaciones, de los fenómenos naturales, de los oficios, del cielo, de la tierra, del inframundo, del agua, del fuego, de los alimentos, de los vicios, de la sanación, gigantes, zombies, bestias, espectros, reyes, guerreros, mutantes. Y también, los cito aparte porque se trata de nuestro tema central, dioses del tiempo: Oxomoco, diosa de la astrología y del calendario, personificando a la noche, y Cipactónal, dios de la astrología y del calendario, como personificación del día. La cotidiana existencia de estos dos dioses, más la nutrida presencia de divinidades cósmicas y en sí misma la abigarrada población divina del cielo mexica, nos habla de una sociedad con una profunda intención trascendente, con una convicción sideral; de una cultura que cohesiona su existencia mirando al cosmos. Se trata de una auténtica civilización cósmica.

La leyenda de los cinco soles expresa la creencia mexica en la existencia, previa a la suya, de otros mundos que denominaron soles. Cada sol dominado por un elemental definido, guiado por un dios particular, poblado por una raza humana única y exterminado por un singular fenómeno natural. En la última restauración, el sol de los mexicas de los tiempos de la conquista, la tierra muerta y los hombres renacen cuando son regados con la propia sangre de Quetzalcoátl y otros dioses. Ratifican en sus ficciones cosmogónicas, el origen divino del hombre y de toda la naturaleza. El quinto sol nace en Teotihuacán. Dos dioses son escogidos para ello. El arrogante Tecuciztecatl y el humilde Nanahuatzin. Dualidad presente en toda la mitología mexica. Se erigen dos pirámides para que estos dioses ayunen y hagan penitencia, mientras se preparaba la pira del sacrificio. Hoy se conocen como las pirámides del Sol y de la Luna. Cuatro días después de encendida la fogata, el dios arrogante se había alistado con ostentosos adornos y el dios humilde con vestimentas de papel. Los dioses citan para lanzarse a la pira al adornado Tecuciztecatl, quien queda paralizado por el miedo. Tres veces es llamado y él no responde. “en verdad te digo que esta misma noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces”. Entonces los dioses llaman al modesto Nanahuatzin, quien sin dudarlo se lanza a la hoguera para completar su sacrificio. Este acto empuja con valor al dios adornado. Con ellos también sacrificaron al águila y al jaguar. Dicen que las puntas de las plumas del águila no se quemaron, quedando blancas y la piel del jaguar muestra las manchas de sus quemaduras. Después de su sacrificio, el cielo empezó a clarear la alborada del nuevo tiempo. Por el este, despuntó el quinto sol: Tonatiuh.

La riqueza de la civilización mexica también se manifiesta en la medicina. Regida por dioses como Toci, la abuela de los dioses, señora de la salud y de los temazales, baños de vapor purificadores. Los sacerdotes españoles la sincretizaron con Santa Ana. Ixtliton, dios de las curaciones y hermano de Xochipilli, el dios de las fiestas, quien castigaba con oscuras enfermedades a los que no le guardaban el debido ayuno. Patécatl, dios de la medicina y la fertilidad. Centotl, dios de las yerbas medicinales. Además de sacralizar el ejercicio de la medicina con estas divinidades, los mexicas arreglaban luxaciones, curaban fracturas, hacían sangrados purificantes. Más complejo aún: practicaban cirugías. Usaban como bisturís huesos afilados y navajas de cristales de obsidiana. Suturaban con cabellos limpios cosiendo puntos separados. Anestesiaban a los pacientes con el extracto de una hierba parecida a la mandrágora, la datura stramonium. Descubrieron un antiséptico con demostrada eficacia: aplicaban parches con tortillas de maíz a las que les habían salido hongos. La penicilina prehispánica. Con estas herramientas ejecutaban trepanaciones para eliminar migrañas y tratar desórdenes mentales. Amputaban miembros cuando era necesario. Hacían punciones para drenar heridas supurantes.

En sus crónicas, algunos españoles admiraron unos sitios especiales con jardines, zoológicos y albercas, dedicados al cuidado de enfermos y baldados. Usados, además, como centros de rehabilitación. Los discapacitados se consideraban hijos del sol y los enanos sagrados, por lo que tenían con ellos un trato especial.

Estudiaban los trastornos síquicos que se somatizaban. Estimaban que los estados anímicos incidían en los estadios de la salud. Además, creían que existían enfermedades de origen espiritual, causadas por seres sobrenaturales. Estos eran el Teyolia, ubicado en el corazón, donde radicaban las facultades mentales, la memoria, la voluntad y las emociones; el Tonalli, quien habitaba en la cabeza y regulaba la temperatura del cuerpo y el crecimiento de la persona. También sede de la conciencia y de la razón. En ciertos eventos, este ser podría salirse del cuerpo, como en el orgasmo, en el sueño, en la embriaguez, en los sustos. En tales momentos, algún ser maligno podría ocupar su lugar y producir graves daños, incluyendo la muerte; el Ihiyotl, residente en el hígado, controlaba la pasión, la vitalidad, la valentía. Actos reprobables o conductas erróneas dañarían el Ihiyotl, generando pereza, angustia, o locura.

Tristemente, los tozudos sacerdotes de la cristiandad inquisidora destruyeron los códices de la medicina. Los descalificaron por ser tratados de brujería. Los quemaron en las fogaradas de la ignorancia fundamentalista. Sobrevive el llamado Códice de La Cruz Badiano, escrito por el médico nahua Martín de La Cruz y traducido por el indígena xochimilca Juan Badiano del náhuatl al latín. Terminado el trabajo, Francisco de Mendoza lo envío como regalo al rey español Felipe II en 1552. En 1902 fue incorporado a la biblioteca vaticana. En 1991, una vez restablecidas las relaciones diplomáticas entre México y el Vaticano, el papa Juan Pablo II lo devolvió a los mexicanos. Hoy día es cuidado en la Biblioteca Nacional de Antropología. Se valora como el primer herbario ilustrado escrito en América. En él se consignan las aplicaciones mexicas de las plantas medicinales en el ejercicio práctico de la medicina ancestral.

La agricultura, en esta civilización teocrática, también estaba regida por dioses tutelares. Los más importantes serían Coatlicue, el dios de la tierra; Chicomecoátl, diosa de la agricultura y del maíz nuevo, mientras Xilonen era la diosa del jilote, la mazorca tierna. Asimismo, regían los cultivos una larga lista de dioses del agua, de la lluvia, de las sequías y de la fertilidad. Los mexicas emprendían cultivos altamente simbióticos. Maíz, chile, calabaza, fríjol. Es muy notable y famosa la solución inventada en los tiempos de Teotihuacán para elevar la producción de alimentos y desarrollada intensamente por los mexicas. Se trata de las Chinampas, islas artificiales de 90 x 10 metros, armadas como balsas con varas y troncos, cubiertas con tierra enriquecida con abonos naturales: hojas y ramajes secos, cáscaras de frutas y vegetales. En esta balsa se sembraba un sauce, árbol apropiado para esos lares lacustres, cuyas raíces crecían hacia abajo, anclándose a la tierra firme. Las chinampas se comunicaban con la isla de Tenochtitlan por canales. En estos islotes se lograban siete cosechas al año, proveyendo de suficiente comida a los habitantes de la próspera ciudad lacustre.

Pese a escritos difamatorios que pretendían hacer pasar a los mexicas como ignorantes y carentes de cualquier noción matemática, esta cultura tenía sobresalientes avances en esta materia. De hecho, contaban con un sistema métrico propio, basado en diferentes unidades proporcionales entre sí por múltiplos y submúltiplos. Con este sistema medían y calculaban longitudes, áreas, volúmenes y pesos. Las medidas de longitud, a la usanza del sistema anglosajón, se relacionaban con patrones del cuerpo humano. Así tenían el pie y el medio pie, la palma de la mano, el dedo de la mano, el jeme, el brazo y el antebrazo, el codo, la axila, el hombro, el corazón y la altura; la braza horizontal (2 varas), la braza vertical (2,5 varas), el paso, además del bastón y la vara. Para la construcción de grandes obras de ingeniería o religiosas, contaban con un referente tipo, que les permitía diseñar, calcular y desarrollar esos proyectos.

Los registros de sus mediciones y cálculos, eran llevados por los Tlacuilos, mujeres y hombres hábiles en el dibujo, en la escritura y en el uso de las unidades de medida. Estos eran educados en El Camécac, una escuela especial para los hijos de los nobles mexicas, donde se les preparaba para ser sacerdotes, guerreros de élite, jueces, maestros o gobernantes. Allí recibían una avanzada educación en historia, astronomía y las ciencias para medir el tiempo, música, filosofía, religión, medicina, economía y manejo del gobierno. Su metodología se basaba en la disciplina, los valores morales y la limpieza personal. Los registros topográficos se consignaban en Códices Acolhua- Mexica, provenientes del valle de México. Confrontando los valores y cálculos del sistema empleado por los mexicas, con matemáticas modernas, se observó un error de cálculo del 5% en el 75% de ellos. En esos códices se detectaron, además, cinco algoritmos recurrentes que hablan de un trabajo de cálculo y no solo de medición directa. Vale la pena acotar que, en occidente, a mediados del siglo XVII, la divergencia entre el cálculo y el área real era mayor al 25%. Y aún durante la colonia, en pleno siglo XVIII, se hallan discrepancias mayores al 42%.

En ingeniería y arquitectura, lograron avances sofisticados. La construcción de Tenochtitlán sobre un pantano, era un verdadero reto de ingeniería. Para ello, anclaron pilares al suelo firme y los rodeaban con piedras volcánicas. Era una forma primitiva de las modernas técnicas de pilotaje. Tratándose de una ciudad flotante en una isla, para poder llegar a ella, se inventaron pasos elevados, incluyendo puentes levadizos. Esos pasos se construían anclando miles de pilotes que servían de contención para los rellenos de gravas y rocas magmáticas. Asimismo, construyeron un acueducto de doble canal para llevar agua a la ciudad. Uno de ellos con agua limpia que llegaba a fuentes públicas. Cuando Moctezuma fue erigido emperador, a mediados del siglo XV, uno de sus más importantes proyectos era proteger a la ciudad de las inundaciones. Para ello, el monarca chichimeca, por demás arquitecto, Nezahuatlcóyotl diseña un enorme dique de 16 kilómetros, el cual se construye con piedra y madera. Aparte de la protección contra las inundaciones, sirve para evitar que se mezclen el agua salada y el agua dulce. Esta es, sin duda alguna la más colosal obra de ingeniería de la américa precolombina.

Son abundantes e importantes, las obras de arquitectura e ingeniería que demuestran el espléndido talento y la poderosa capacidad de trabajo organizado de los mexicas y sus ancestros. Templos, palacios, plazas, la red de caminos. Entre todas ellas, se destaca el Templo Mayor, una monumental obra de 250.000 metros cuadrados, construida a través de los años en el mismo corazón de Tenochtitlan, en la cual se resumen el culto a sus creencias, su perspectiva sideral, su tenacidad como pueblo constructor y su definición ante la historia como un verdadero imperio.

Para cerrar, habría que afirmar que esta cultura desarrolló también un exquisito gusto por las artes, los tejidos, la orfebrería, la cerámica, sin olvidar la poesía y la música.

Me perdonarán los lectores por este artículo tan largo. Me justifico diciendo que he querido esbozar, con grandes pinceladas, un contexto social e histórico de la cultura mexica, y antes la de los muiscas y la de los incas. El calendar es un acto colectivo, una ficción social. Además, pretendo reñir con cualquier idea que intente pintar la conquista como el rescate de la civilización hispana de la supuesta barbarie en que vivían los nativos americanos. La destrucción de esta vasta y compleja cultura por la conquista española, más que una afrenta contra la américa nativa, es un verdadero crimen contra la humanidad.

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